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– Las orejas son también una especie de mensaje. Un cruel mensaje del serial killer-afirmó Holmes con solemnidad.

Como ninguno de los presentes había oído hasta entones el neologismo, Artur Azevedo preguntó:

– ¿Serial Killer?, ¿qué quiere decir eso?

– Es la primera vez que me encuentro con un caso así, de modo que he tenido que inventar un término para designar al que mata a varias personas seguidas, y siempre de la misma manera, y sin motivo aparente. Lo cual, por cierto, además dificulta más aún su captura.

– Serial killer, «sirialquíler» -murmuró Paula Nei, brasileñizando la expresión.

Coelho Neto, que apenas se interesaba por las historias sensacionalistas, y cuyo principal pasatiempo consistía en observar a las personas para transformarlas en personajes de sus novelas, desvió la conversación a un tema más actuaclass="underline"

– Bueno, señor Holmes, ¿qué le va pareciendo nuestro Brasil?

– Es un lugar apasionante, realmente apasionante. Y me encantan las costumbres de esta tierra. La gente del pueblo es sumamente cordial. Y aquí me siento tan a gusto como si estuviese en casa. Ahora bien, hay algo que no acabo de entender -remató Sherlock Holmes, con aire perplejo.

– Pues, diga, diga, señor Holmes -intervino Coelho Neto.

– Los trajes. No comprendo por qué razón los hombres van siempre de negro, a la europea, en un país tropical.

El detective acababa de tocar una cuerda sensible. La costumbre de copiar los cuellos y los levitones de los climas fríos era motivo de horror, y hasta de chacota, entre los turistas; O Mequetrefe había criticado esa manía.

– Tendrá usted que perdonarnos, señor Holmes, pero la civilización tiene un precio. Il faut souffrir pour étre beau… -respondió la baronesa de Avaré.

– Pues, por lo que a mí respecta, siento mucho no haber traído ropa más ligera. Me gustaría dar con un sastre que me hiciese enseguida unos cuantos ternos claros.

– ¡Salomáo Calif! -gritaron al unísono todos los hombres allí presentes.

Guimaráes Passos explicó al detective:

– Es el mejor sastre de la ciudad, y muy amigo nuestro. En cuanto quiera, yo mismo le llevaré a verle -dictaminó Guimaráes.

– Pues le quedaré muy agradecido -dijo Holmes-. Otra cosa que me ha llamado mucho la atención es la belleza de las mujeres. La chica cuya vida salvé era verdaderamente impresionante. Sólo la vi un momento, pero tengo los ojos bien entrenados, y me di cuenta enseguida de que era una mestiza muy clara, con el pelo ligeramente ondulado, delgada, de cuerpo duro y grandes ojos verdes.

– Tiene gracia eso, querido Holmes -dijo entonces Sarah Bernhardt-, porque la otra noche asistí a una revista en la que trabajaba una joven mulata que es todo justo como dice usted. Hacía tiempo que no veía yo a una mujer tan bella.

– Bueno, en nuestra ciudad lo que menos escasea son precisamente las mulatas bonitas -afirmó Paula Nei.

Sherlock se mostró interesado:

– ¿Y qué teatro era?

– No recuerdo el nombre, pero está muy cerca del mío.

Como había varios teatros en la parte del Rossio, nadie sabía con seguridad cuál podía ser el que decía Sarah Bernhardt.

– Debe de ser el Santa Ana, donde dan ahora A mulher-homem. La música es de nuestra Chiquinha Gonzaga, que está aquí -sugirió Artur Azevedo, verdadero especialista en el género.

– Sí, justo, eso -recordó entonces Sarah-, Sólo la vi un momento, en escena, pero después cenamos todos juntos. Tengo entendido que su papel en la revista es poca cosa, pero me aseguraron que es chica de talento.

– La única mulata del reparto es Anna Candelária, una chica muy bonita que empieza ahora -informó Chiquinha Gonzaga, encendiendo otro cigarrillo.

Mientras Albertinho Fazelli trataba de convencer a Sherlock Holmes de que no se entusiasmase demasiado, pues él sabía por experiencia propia que eran muchas las mulatas que respondían a tan escueta descripción, entró en la biblioteca Maurice Bernhardt acompañado del marqués y de varias jóvenes que reían excitadas.

– Maman, he tenido una idea maravillosa. ¿Por qué no hacemos una sesión espiritista?

– ¿A estas horas, hijo mío?

– Es la mejor hora posible. La hora de los espíritus. Ya se lo he dicho a estas chicas, que, cuando estoy yo presente, siempre se agita el vaso.

A excepción de Sherlock Holmes, que no creía en lo sobrenatural y en aquel momento sólo pensaba en su mulata, a todos les gustó la idea. El vizconde de Ibituaçu despejó enseguida una mesa redonda y la llevó al centro de la sala. Los otros arrimaron sillas, mientras la baronesa de Avaré, que se había sentado a una escribanía, recortaba papelitos cuadrados con las letras del alfabeto.

– Quién sabe, a lo mejor se nos aparece un espíritu que nos diga dónde está mi violín -bromeó.

Paula Nei apuró su copa de champán y la puso boca abajo en el centro de la mesa, rodeada de los papeles de las letras. El vizconde ordenó a los criados apagar las luces, dejando encendido solamente un candelero junto a las estanterías. Bilac, el marqués, Paula Nei, Guimaráes Passos, Maurice y algunas de las chicas se sentaron en torno a la mesa, mientras los otros seguían en pie, formando un círculo alrededor de ellos. Los que estaban sentados pusieron un dedo sobre la copa volcada, y siguieron así durante varios minutos pensando en almas y en fantasmas, pero sin que ocurriese nada de particular.

– Hoy libran todos los espíritus… -sugirió Paula Nei.

– A lo mejor es que les molestó no haber recibido una invitación formal del vizconde -añadió Guimaráes Passos.

– Concéntrense. Nos tenemos que concentrar -dijo Maurice Bernhardt, por encima de las risitas sofocadas de las chicas.

– Lo que pasa es que todavía hay mucha luz. ¿Nos haría el favor de apagar el candelero, señor Holmes? -pidió Maurice.

Holmes, absorto en sus pensamientos, no oyó las palabras del joven, y hubo de ser Sarah misma quien apagase las velas. Ahora ya sólo un rayo de luna iluminaba la estancia, proyectando sombras sobre los invitados.

Un grito de terror de una de las chicas rompió de pronto el silencio que reinaba en la oscuridad. Y antes de que hubiese tiempo de encender las velas, se oyó el ruido de una sonora bofetada.

– ¡Alto ahí, señor sinvergüenza!, ¡meta usted mano a su señora madre! -exclamó, levantándose, la chica que estaba sentada al lado de Maurice.

Al encenderse de nuevo las luces, Maurice Bernhardt, violentísimo, se frotaba el rostro. El joven francés acababa de hacer otra de las suyas.

El comisario Mello Pimenta se sacó el pañuelo blanco de hilo y volvió a secarse el sudor de la cabeza. No era el calor lo que le hacía sudar tan copiosamente, sino la riña que estaba recibiendo de su jefe en aquel momento. Mello Pimenta se encontraba en la sede central de la policía de Río, sita en el número 36 de la calle de Lavradio, donde estaba también su comisaría. Una mosca zumbaba inoportunamente sobre su cabeza, y el jefe de la policía de Río, el magistrado del tribunal supremo Coelho Bastos, le hablaba secamente desde el otro lado de su enorme mesa de caoba, atusándose los bigotes y sin mirarle a los ojos:

– Ya se dará usted cuenta de que mi situación es bastante delicada. Y los periódicos todavía se acuerdan del robo de las joyas de la Corona.

Con estas palabras, Coelho Bastos se refería a la desaparición de las alhajas de la emperatriz Leopoldina, de la baronesa Fonseca da Costa y de la princesa Isabel, desaparecidas de Palacio hacía unos años, cuándo el jefe de la policía era Trigo de Loureiro. Después se supo en la corte que el ladrón había sido Manuel Paiva, hermano de don Pedro de Paiva, secretario privado del emperador para asuntos de alcoba, de modo que se prefirió silenciar la cosa, pero Bastos aún recordaba las ridículas caricaturas publicadas por O Mequetrefe sobre la policía.

– Como si no bastase con todo eso, me enteré por los periódicos de lo del robo del Stradivarius. Se diría que don Pedro ya no tiene confianza en su jefe de policía ni siquiera para resolver el robo de un violín, ¡de un violín! -dijo Coelho Bastos, pronunciando esta palabra desdeñosamente-, Y ahora, encima, aparece un asesino para complicar más las cosas.