– Un «sirialquíler» -le corrigió Mello Pimenta, usando la palabreja propagada por Paula Nei por la calle del Oidor.
– ¿Cómo dice usted? -preguntó el jefe de la policía.
– Un «sirialquíler». Es el nombre que dio Sherlock Holmes a este asesino, porque mata en serie -respondió Mello Pimenta, apartándose de un manotazo la mosca que acababa de posársele en la punta de la nariz.
– Bueno, ahí tiene usted: el tal Sherlock Holmes es otra prueba más de la falta de confianza de Su Majestad. No sé, la verdad, para qué hace falta aquí un detective inglés -se quejó Coelho Bastos, tratando de aplastar la misma mosca, posada ahora en su mesa, con su secante.
– Perdone usted, señor magistrado, pero pienso que, en este caso concreto, no nos va a quedar más remedio que contar con toda la ayuda posible. Gracias al inglés ya sabemos que el ladrón del violín y el asesino de las chicas son la misma persona.
– Bueno, ¿y qué más sabemos?
– Pues, la verdad, muy poco. Estuve en Palacio investigando a la pobre chica que murió en la fuente pública. Era huérfana, y la ayudaba su tío, y, según me dijeron, llevaba una vida muy recogida. Vivía solitaria, leyendo por los rincones novelas francesas de esas de amor y sociedad, vamos, el tipo normal de chica callada y recatada.
– ¿Y la otra, la de la calle del Regente?
– Justo lo contrario. Fui al burdel donde trabajaba y hablé con el encargado, un negro medio trastornado que cuida de la casa y para quien las chicas no tienen secretos. Me dijo que la asesinada apenas contaba dieciocho años, bebía mucho y se iba con quien fuese. No tenía clientes fijos.
– ¿Y nuestros confidentes habituales?
– De ésos no hay nada que esperar. Le digo, doctor Coelho Bastos, que no va a ser nada fácil descubrir a ese hombre, porque mata sin motivo -concluyó Mello Pimenta, espantando a la mosca que en aquel mismo instante trataba de metérsele por el oído.
– ¿Y eso?
– Es lo primero que aprendemos en la policía, doctor Bastos: que hay que averiguar el móvil del delito.
– ¡Y dale con el móvil! El móvil es que el tipo ese está mal de la cabeza, ése es el móvil -dijo Coelho Bastos, simplificando de golpe el problema.
– No es tan sencillo, señor magistrado, créame, descubrir el motivo que mueve a un demente -explicó Mello Pimenta, volviendo a pasarse el pañuelo por la cabeza.
El jefe de la policía se levantó, harto.
– ¡Pues vaya usted al manicomio, hable con los médicos, hable con los locos, llévese al inglés ese con usted, pero hágame el favor de coger de una vez a ese loco antes de que también yo pierda el juicio!
En medio de su irritación, Coelho Bastos había dado un buen consejo a Mello Pimenta. El comisario se dijo que no era mala idea hablar con algún alienista del Manicomio don Pedro II, el que estaba en la plaza Bermeja. Conocer de cerca las formas de actuar de los dementes, quién sabe si incluso charlar con alguno de ellos, saber cómo pensaban y se conducían. Y convenía hacerlo lo antes posible, porque no se podía dejar al monstruo aquel en libertad de seguir actuando a su albedrío. Dos mujeres habían muerto ya a sus manos, y todo parecía indicar que no tenía la menor intención de poner fin a su sanguinaria faena.
– ¿Alguna cosa más? -preguntó el magistrado Coelho Bastos, interrumpiendo los pensamientos del comisario.
Mello Pimenta, que conocía bien los arrebatos de ira de su jefe, se dio cuenta de que había llegado el momento de retirarse.
– Pues no, excelencia, nada más, buenas tardes.
El comisario se inclinó en señal de despedida y salió, cerrando la puerta y aplastando, de paso, y por pura casualidad, a la mosca que trataba de seguirle.
No cabía la menor duda: Salomáo Calif tenía la mejor clientela de Río de Janeiro. Había sastres incluso con más fama que él, como Luiz Maria de Mattos, con taller en la calle del Oidor, que hacía verdaderas maravillas con los uniformes del-emperador, o Adolpho Ornellas, de la calle de los Orfebres, o Texeira, de la del Cisne de Oro, o el mismo Braga, sastre talar que le hacía las sotanas a Su Eminencia don Pedro de Lacer- da, obispo de Río de Janeiro, pero lo cierto era que los elegantes de la ciudad sólo tenían fe en la tijera de Calif. Su sastrería estaba en la calle Uruguaya, junto a la barbería de Hippolyte Effantin.
Allí dirigieron sus pasos, después de almorzar, Holmes, Watson y Guimaráes Passos. Al pasar ante la puerta del salón de barbería de Hippolyte, Watson se detuvo:
– Holmes, mientras tú te ocupas de tus trajes yo podría cortarme el pelo y arreglarme la barba -dijo, observando los grandes espejos y las sillas estilo pompier que eran orgullo del barbero.
– Estupenda idea, Watson. Yo pienso dejarme crecer el pelo, pero es un estilo muy romántico que me parece que a ti no te va nada bien- replicó el detective.
Seguía ya con Guimaráes Passos, cuando Watson le llamó:
– Un momento, ya sabes que no hablo una palabra de este idioma. Hazme el favor de explicarle al barbero cómo quiero que me corte el pelo.
– Anda, Watson, que ya es hora de que aprendas algo. Basta con que entres y le digas: «la barba y el pelo» -le aconsejó Sherlock Holmes, alejándose a toda prisa para no dar tiempo a Watson de protestar.
Salomáo Calif los esperaba en su sastrería, sobre cuyos mostradores se amontonaban docenas de piezas de tela inglesa. Los recibió con los brazos abiertos.
– Señor Holmes, Guimaráes, bienvenidos -les saludó, efusivo, el árabe.
– Le dije al señor Holmes que usted es el mejor sastre de la ciudad. Ahora no me deje mal -le advirtió Guimaráes Passos.
– No le crea usted, señor Holmes, son exageraciones de amigo. ¿Qué tipo de tela le gustaría? Tengo aquí las mejores franelas y los mejores cachemires de su tierra. ¿Qué prefiere?
– Pues ni una cosa ni otra, Me gustaría que me hiciese usted cuatro ternos de lino blanco.
– ¿Lino? -se espantaron Guimaráes y el sastre.
– Pero si ninguna persona con un mínimo de categoría usa aquí el lino para trajes… -argüyó Calif.
– El lino es cosa del pueblo bajo -añadió Guimaráes Passos.
– Bueno, pues impondré yo la moda -afirmó, terco, el inglés.
– En fin, se los haremos de lino -dijo Salomáo, cogiendo el metro y acercándose a Holmes frente al espejo.
– Y blancos, no se le olvide. No acabo de comprender por qué la gente 110 lleva aquí ropa más ligera, más propia del calor de los trópicos.
– ¿Y de qué estilo, señor Holmes? ¿Tiene usted alguna preferencia?
– Bueno, nada especial. Hágame las chaquetas holgadas, con sitio para el revólver que llevo encima siempre que cruzó la frontera de Aldgate -dijo el inglés, aludiendo, sin más aclaraciones, al suburbio londinense de ese nombre-. Me gustan los bolsillos muy hondos, porque siempre llevo encima las cosas de fumar y la lupa.
Salomáo Calif se puso a tomarle las medidas, y, al arrodillarse para medirle la ingle, se quedó impresionado ante el bulto que le llenaba una de las perneras.
– Ya veo que está usted muy bien equipado, señor Holmes -comentó, con el tono lisonjero propio de los sastres.
– No diga tonterías, señor Salomáo, eso es mi pipa -le explicó Sherlock Holmes.
A Calif le molestó la risotada de Guimaráes Passos. Él sabía que la anécdota se contaría enseguida en el Café del Globo. Siguió midiendo al inglés de pies a cabeza, con minuciosidad y cuidado, mientras le preguntaba:
– Ya sé que estará usted cansado de hablar de este asunto, señor Sherlock, pero, a pesar de todo, no puedo menos de hacerle esta pregunta: ¿qué tal van sus investigaciones?, ¿hay alguna novedad sobre el «sirialquíler» ese?