– Pues, le diré, por el momento todo sigue igual, pero acabará cayendo, pierda usted cuidado -dijo Holmes, contento de ver que su neologismo circulaba ya por la ciudad.
– ¿Se sabe, por lo menos, qué tipo de arma usa el asesino? -insistió, ávido, el sastre.
Sherlock Holmes respondió, insinuante:
– Se sabe con absoluta certeza que es un instrumento cortante. Puede tratarse de una navaja, de una daga, de una bayoneta, de un puñal, de una faca, de unas tijeras incluso -añadió señalando las enormes hojas cruzadas que Salomao llevaba colgadas de una cinta-. Sí, podrían ser muy bien unas tijeras como éstas -remató, malicioso.
– No exagere, mister Sherlock, que a nuestro turco le da pena hasta cortar tela -bromeó Guimaràes Passos, en vista de la cara de susto que ponía el sastre.
Holmes sonrió:
– ¿No ve que estoy de broma con su amigo? De sobra sé que no es él el asesino, el asesino es mucho más alto, no olvide que le vi de lejos en la Biblioteca Nacional.
Después de tomarse un café con el sastre, Guimaràes Passos y Sherlock Holmes se despidieron de él. Salomao Calif estaba aún desazonado por la broma del detective.
– Bueno, adiós, señor Holmes. Le avisaré en cuanto los trajes de lino estén listos para la prueba.
– Ah, por poco se me olvida, me gustaría también que me hiciese un gorro como el que llevo puesto, y de la misma tela, ¿sería posible?
– ¡Pues no va a ser!, ¡por supuesto que sí!, yo mismo se lo encargaré al Chapéu Monstro, el mejor sombrerero de la ciudad.
Los dos amigos salieron de la sastrería y se dirigieron al salón de barbería de Hippolyte Effantin, donde Watson, sentado en una silla y con una toalla en torno al cuello, decía por centésima vez:
– La barba y el pelo.
Y el barbero, exhausto, repetía:
– Bueno, ¿pero quiere usted que se lo arregle o que se lo corte?
– La barba y el pelo.
– Sí, muy bien, pero ¿arreglarlo sólo o cortarlo?
– La barba y el pelo.
Estaba visto que tampoco esta vez conseguiría el buen doctor dejarse la pelambre a la moda del príncipe Danilo.
13
Le había divertido en silencio la reacción indignada de la gente ante unos pocos versos de un poema. Qué pequeña es el alma humana. ¿Es que no se dan cuenta de que Maldoror, como él mismo, había nacido perverso1? ¿Les choca la maldad circunscrita a la imaginación de un poeta oscuro, y no les emociona la crueldad que ven por doquier en la ciudad cuando pasean, alegres, por sus calles inmundas? ¿Qué dirían si supiesen que están en la misma sala que un ser mucho más cruel que cualquier creación literaria'? Probablemente se negarían a creerlo, apartando los ojos, como hacen al tropezar con los negros y los mendigos sucios que andan por las calles. Si el paisaje es terrible, basta con cerrar la ventana. Para él, sin embargo, la cosa es distinta. Él se alimenta de esa miseria cotidiana. La desgracia ajena es siempre un bálsamo para su soledad. El infierno ajeno es su paraíso. El encuentra gracia en los sermones de los curas que ponen siempre el bien por encima del mal, como si ambos fuesen caras de la misma moneda. Para él, el bien es el mal. La crueldad, a fin de cuentas, no pasa de ser un simple punto de vista. Llaman crueldad a lo que él hace con las putas. ¿ Y por qué? No es tan distinto, después de todo, de lo que acaba de leer buscando inspiración en un manual del arte de trinchar. Vuelve a coger el librito, que está a la cabecera de su cama, y relee los pasajes que ha marcado, susurrándolos como si de oraciones se tratase: «Arránquese primero la piel. La pechuga, después de quitarle los cartílagos, se corta por las costillas, buscando los trozos que no resistan al cuchillo. La espalda se corta en tajadas por arriba y por abajo… La pierna se corta de través, hasta llegar al hueso, y se ataca por este extremo, desprendiendo la carne hasta que sólo quede el hueso limpio… Entonces se corta la cabeza, que ha de ofrecerse entera… Las costillas y el cuello son trozos delicados… El espinazo se corta en dos partes, separando las costillas que estén pegadas a él… Se buscan las junturas y las articulaciones, y, por ellas, se corta el resto en tajadas, dejando las ancas para el final… Désele un golpe, apretando bien con el cuchillo, en la parte superior del omóplato, el cual se separa con facilidad del armazón óseo… Cuando se trincha con frecuencia, conviene partir también las piezas secundarias, y las costillas o el esqueleto se pueden descoyuntar y dividir en pedazos… Córtese, hendiendo, desde el cuello, espinazo abajo, y después los pedazos, oblicuamente. El hígado y los riñones se dividirán en pedacitos para ofrecérselos a quienes les apetezcan… Cuídese de que el filo del cuchillo de trinchar esté siempre en su punto…».
Cierra el librito y lo deja cuidadosamente sobre la mesa. En ningún momento se le ocurre a nadie calificar de cruel este ritual. No es cruel porque los animales así inmolados sirven de alimento. He aquí, pues, la diferencia. Comer. A lo mejor también él debía comer; decidirse aprobar la carne. La sola idea le hace la boca agua.
Coge el cuchillo y se pierde en la noche para saciar su nuevo apetito.
A esa hora, la plaza de la Constitución comenzaba a quedar desierta. La gente que salía de los teatros se subía rápidamente a sus coches y volvía a casa, algunos riendo todavía, otros serios, según el espectáculo al que hubiesen asistido.
A la salida del Teatro Santana, estrenando su terno blanco, Sherlock Holmes parecía impaciente. Estaba solo. Se había quitado de encima a Watson, alegando una inexistente reunión secreta con Mello Pimenta. Las fotos de publicidad de la entrada confirmaban la información de Sarah Bernhardt. Aquella chica era la misma que Sherlock buscaba. Ya había intentado en varias ocasiones encontrarse con Anna Candelária a la salida del teatro, pero el terco destino le hacía llegar siempre con retraso. Esta vez, para librarse de una nueva decepción, se" había plantado allí media hora antes del final de la función. Apoyado contra el muro, junto a la puerta de los artistas, Holmes esperaba, paciente, a la mulata que tanto le obsesionaba. Estaba empezando a inquietarse. Había visto salir a varios artistas, pero no a Anna Candelária. En noches anteriores los porteros le confirmaron que era así como se llamaba, y ahora dos de ellos lo comentaban cerrando las rejas de la entrada principal del teatro:
– ¿Le has visto?, ahí está otra vez.
– ¿Quién?
– El portugués…, el que espera a la mulata.
– ¡Qué pesado!, a mí ya me ha preguntado más de diez veces a qué hora termina la función.
– ¿Por qué irá todo de blanco a estas horas?
– ¡Y yo qué sé!, cosas de portugueses.
Holmes se disponía a cargar de nuevo su pipa cuando apareció Anna Candelária, que reconoció inmediatamente a su salvador.
– ¡Vaya!, ¡cuánto me alegro de volver a verle! Me parece que le debo excusas.
– ¿Excusas?, ¿y por qué tiene usted que pedirme excusas, señorita?
– Por lo de la otra noche. Después de todo, usted me salvó la vida, y yo ni siquiera esperé a darle las gracias -dijo ella, con una deslumbrante sonrisa que acabó de conquistar totalmente el corazón de Sherlock Holmes.
– Bastante comprensible en aquellas circunstancias. Tenía que estar usted conmocionada por lo ocurrido.
Desde que Anna Candelária leyó en la prensa que su salvador era el famoso detective inglés, estaba buscando alguna forma de conocerle personalmente. A punto estuvo de ir a la comisaría número tres a preguntar por su paradero.
– ¿Cómo descubrió usted que trabajo aquí?
– ¿Es que se le ha olvidado que soy detective? -preguntó a su vez Sherlock, sonriendo también lo más cautivadoramente que pudo-. Soy Sherlock Holmes, para servirla.
– Anna Candelária -dijo ella, ofreciéndole la mano.
Holmes le besó la punta de los dedos, pero sin apartar sus ojos azules de los ojos verdes de la bellísima mulata.