Выбрать главу

– ¿Cocaína?

– Sí, es un excelente estimulante. Me enseñó a usarlo Sigmund Freud, un médico vienés. Estudiamos juntos técnica hipnótica en la clínica parisina del doctor Charcot. Mi amigo Sigmund es defensor acérrimo de las propiedades milagrosas de la coca -se justificó Sherlock Holmes, sacándose del bolsillo una cajita y un tubito de plata y preparándose a ofrecer a Anna una prise.

– Yo me creía suficiente estimulante… -dijo, insinuante, Anna Candelária, al tiempo que le quitaba esos objetos de las manos al detective, dejándolos sobre la mesita de noche.

Volvió a atraer a Holmes hacia la cama. Volvió a besarle, con más intensidad aún, desabrochándole al tiempo la camisa. Sherlock la apartó de sí con suavidad.

– Anna, tengo algo terrible que confesarte.

– ¿Qué es, amor mío?

– Soy virgen.

Anna Candelária no creyó lo que acababa de oír con sus propios oídos. Holmes aparentaba cuarenta años, y en los trópicos los niños de más de once ya se restregaban contra las doncellas negras de sus casas. En las fincas del campo, perdían la virginidad con las esclavas jóvenes antes incluso de que empezase a salirles el bozo.

– Sherlock, ¿cuántos años tienes?

– Cumplí treinta y dos en enero -respondió el detective, que aparentaba más edad de la que tenía.

– Pues no lo entiendo, ¿es que has hecho voto de castidad o qué?

– No, nada de eso, lo que pasa es que hasta que te conocí nunca me había interesado el sexo. Sólo pensaba en la criminología.

Anna, oyendo esto, se sintió conmovida y halagada:

– ¿Quieres decir que soy la primera mujer de tu vida?

– Sí, quitando a Violet -respondió Holmes.

– ¿Quién es Violet?

– Mi madre.

A la bella mulata se le arrasaron los ojos en lágrimas. Cogió tiernamente a Holmes por la tupida cabellera castaña.

– ¿Comprendes ahora por qué quise recurrir a la cocaína?

Anna sonrió, en aquel momento Holmes le parecía un niño.

– Amor mío, esas drogas sólo sirven para alejar el deseo. Lo que tú necesitas es algo que te relaje.

Diciendo esto, sacó de su bolso un envoltorio azul bordeado de oro y se lo mostró al inglés.

– ¿Qué es eso? -preguntó Sherlock Holmes.

– ¡Ah!, ¿no lo sabes? Es cannabis, una planta asiática que también crece muy bien aquí, en nuestro clima. Se compra en las boticas y con ella se hacen cigarrillos indios -explicó Anna Candelária, que ya estaba preparando uno.

– ¿Y para qué sirven?

– Pues para casi todo. Dicen las instrucciones que son estupendos para no roncar, para el insomnio, para la inapetencia, para el asma. Vamos, que son mano de santo. Y, además, relajan muchísimo cuando se está nervioso -terminó Anna Candelária, brindando a Holmes el cigarrillo que acababa de hacer.

– Muchas gracias, prefiero poner esa hierba en mi pipa -dijo éste, llenándola directamente del envoltorio, como si fuese una tabaquera.

– Cuidado, no se te vaya la mano -le advirtió Anna Candelária, encendiendo su cigarrillo.

Holmes exhaló varias bocanadas de humo seguidas:

– Lo único que siento es el olor -dijo, y, probando de nuevo-: nada, que no me hace ningún efecto.

– Tienes que tragar hondo para que el humo te entre bien por los pulmones, traga todo lo que puedas -le recomendó la mulata.

Holmes, obedeciendo sus instrucciones, consumió enseguida la primera pipa:

– Voy a fumar más, porque sigo tan tenso como antes -anunció, volviendo a cargar la pipa.

– No te aceleres, querido mío, suele tardar un poco en hacer efecto.

Holmes, sin hacerle caso, seguía dando fuertes chupadas:

– Debe de ser por lo grande que soy -bromeó-, me hace falta una dosis de gigante.

– No, quia, yo he visto al cannabis tumbar a hombres más grandes que tú.

Tras la cuarta pipa, Holmes se detuvo de pronto:

– No me había fijado hasta ahora en los colores que tiene este cuarto. ¿No notas tú, Anna, lo bonitos que son? ¡Fíjate qué amarillo más vivo! ¿Y qué me dices del papel de pared? ¡Sí parece que las flores bailan! ¡Mira cómo bailan! ¡Si parece que están en relieve! ¡Me dan unas ganas tremendas de reír! ¡Mira que bailar las flores! ¡A quién se le ocurre una cosa así! ¡Dios, cuantas vueltas! ¡Ay, pero qué gracia tiene! -remató Sherlock Holmes, más portugués que nunca, en medio de un ataque incontrolable de risa.

Anna, contagiada, se echó a reír también:

– Ya te lo advertí, bien mío, has fumado demasiado.

Los dos, entre carcajadas, cayeron sobre la cama, y Holmes comenzó a besar a Anna con avidez, tratando al tiempo de quitarse la ropa, y quitársela también a la mulata.

– Mi dulce palíndromo… -murmuró Holmes a su oído.

– ¿Cómo? ¿Qué es lo que me llamaste?

– Palíndromo, ¿no sabes lo que es?

– Bueno, no exactamente.

– Una palabra que se lee de izquierda a derecha igual que de derecha a izquierda y siempre quiere decir lo mismo. Mira, como tu nombre: Anna… Anna… Sherlock ama a Anna… Fíjate: ama y Anna… Anna y ama… -repetía Sherlock, llevado del desvarío que le invadía, besando al tiempo los senos perfectos de la mulata.

Se puso a besar también los pezones endurecidos de Anna Candelária, que gemía de placer, y saltó de pronto a besar sus labios sensuales, y a entrelazar su lengua con la de la chica.

Se incorporó súbitamente:

– ¿Sabes de qué tengo ganas?

– ¿De qué? Quiero que hagas conmigo lo que quieras, apasionado inglés mío… -dijo Anna, trémula de deseo.

– De tomar dulces.

– ¿…?

– No sé por qué me ha entrado un deseo irresistible de dulces.

– Yo sí lo sé. Es el cannabis. Esos cigarrillos dan fuertes ganas de azúcar. Yo misma, cuando fumo mucho de esto, me hincho luego de dulces de coco -explicó Anna, abrochándose el vestido y levantándose-, no salgas de aquí, voy a la cocina del hotel a robar unos dulcecitos y vuelvo enseguida -añadió, risueña, dirigiéndose a la puerta.

Sherlock con la boca seca, se echó de espaldas sobre las almohadas de la cama, disfrutando de la inmensa felicidad que llenaba todo su ser. Por primera vez desde su llegada a Brasil no añoraba las espesas nieblas de Londres. El encanto de los trópicos acababa de ganarse una víctima más.

El portero de noche roncaba con la-cara contra su mostrador, y el periódico que había tratado de leer yacía en el suelo a su lado. Anna Candelária, cuidando de no hacer ruido, cruzó el vestíbulo y entró en la enorme repostería del hotel. En una de las alacenas, junto al gran armario de la loza, encontró lo que buscaba: un plato de dulces de coco. Probó uno y lo encontró sublime. Su criterio no era seguro, sin embargo, porque, siempre que fumaba un cigarrillo indio, cualquier cosa azucarada le sabía deliciosa. Rehízo el camino andado llevándose el fruto de su robo. Entró en la habitación, cerró cuidadosamente la puerta a sus espaldas, se acercó a la cama y se encontró a Sherlock Holmes durmiendo a pierna suelta con una beatífica sonrisa en los labios. Se sentó a su lado y se comió ella sola todos los dulces. Luego besó suavemente la frente del detective y salió con sigilo, a pasos quedos.

Un grito desgarrador despertó a Holmes cuando soñaba que una mestiza de pechos grandes y largos muslos firmes bailaba desnuda ante sus ojos. La mestiza tenía el cuerpo maravilloso de Anna Candelária, pero, cosa curiosa, su rostro era el de su madre. El detective apartó de su cabeza tan extraña imagen, tanteó la sábana a su lado y se dio cuenta de que estaba solo. El alarido seguía oyéndose, y cada vez más fuerte, de modo que saltó de la cama en busca del revólver que guardaba en la cómoda. Los bramidos llegaban del cuarto de Watson. Abrió la puerta intermedia que le separaba de los aposentos del doctor, y encontró a éste gritando como un descosido y estrangulando la almohada:

– ¡Muere, canalla, que aún está por nacer quien sea capaz de atacarme por la espalda!