Sherlock se dio cuenta con alivio de que todo aquello no era más que una pesadilla. Inclinándose sobre el doctor Watson, le zarandeó con fuerza, dando al tiempo un violento empellón a la almohada:
– ¡Hale, venga, Watson, haz el favor de despertar!
El doctor Watson abrió los ojos. Por un momento pareció despierto, pero un instante después se le echó encima a Sherlock:
– ¡Ah, de modo que sois dos, eh! ¡Pues me alegro, que uno solo es poco para todo un soldado de Su Majestad! ¡Viva la Reina! -gritó, como loco.
Holmes le soltó, sin más, una bofetada:
– ¡Que soy yo, Watson, que soy yo, haz el favor de callar, que vas a despertar a todo el mundo!
Pocos instantes después el doctor salía de su alucinación:
– Vaya por Dios, pensé que estaba en la India, y que me atacaba un guerrero ghazi.
– Bueno, Watson, menos mal que no era más que un sueño.
– Son esas comidas del demonio, pero de ahora en adelante no voy a comer más que las cream crackers que me traje de Londres -decidió.
– Hale, vamos a ver si dormimos un poco, que ya ha sido bastante agitada la noche -remató Holmes, pensando en Anna Candelária.
– De todas formas siento no haberme traído mi viejo Colt del ejército -se lamentó el doctor, al ver el revólver de su compañero.
– No te inquietes antes de tiempo, Watson. Recuerda que lo que ha de suceder al fin sucede -dictaminó, filosófico, el detective, dirigiéndose a su cuarto.
El doctor se arropó de nuevo, mostrándose de acuerdo con el detective:
– Tienes razón, Holmes. Como dice un viejo proverbio escocés, las únicas aves que mueren antes de tiempo son las perdices y los cerdos.
Holmes cerró la puerta, atribuyendo tan confuso adagio a la terrible pesadilla de que había sido víctima su amigo.
14
En 1693, y afligido por la crueldad y el desamparo en que la sociedad dejaba a los huérfanos recién nacidos, que morían de frío e inanición por las callejas, el gobernador Antonio Paes de Sande envió una carta al rey don Pedro II de Portugal pidiéndole instrucciones, ya que la Casa de Beneficencia no tenía recursos suficientes para encargarse de esos niños. El Senado de la Cámara tampoco mostraba el menor interés por la manutención de los pobres inocentes. Pero, como Portugal había acumulado inmensas riquezas gracias a las minas de oro recién descubiertas en el Brasil, el rey, sintiéndose benévolo, dio orden de que los desamparados fuesen alimentados a expensas del Consejo y que se arbitrasen las contribuciones necesarias para tan piadosa tarea.
La Cámara comenzó dedicando lo que sobraba de algunos impuestos para la manutención de los pequeños infelices que quedaban abandonados a la intemperie callejera, y, en algunos casos, incluso acababan siendo devorados por los perros. Pero, así y todo, no había suficiente dinero para todos.
El abandono y la miseria en que se hallaban los pequeños sin padres acabó por conmover el corazón generoso de un tal Romáo de Mattos Duarte, el cual, en enero de 1738, decidió dotar con treinta y dos mil cruzados a la Casa de Beneficencia para que sus réditos se dedicasen a criar a los pequeños infelices. Así es como se fundó el Torno de los Expósitos.
El Torno se llamaba así porque en uno de los lados del edificio había una gruesa puerta de madera con una abertura tapada por un cilindro giratorio, también de madera, que tenía dos baldas sobre las que se depositaba a los bebés abandonados. Dándole un empujoncito, ese cilindro giraba con facilidad, de modo que el desdichado crío desaparecía abertura adentro. Una campanilla conectada con el cilindro avisaba a las hermanas de la Caridad, que acudían presurosas a recoger, sobre todo de noche, a las criaturas abandonadas.
El Torno de los Expósitos estuvo al principio en la plazuela de la Misericordia, y pasó luego a la calle de Santa Teresa, pero desde 1860 estaba en un inmueble de dos pisos de la calle de Evaristo da Veiga, número 66, y donde antes se encontraba la Escuela de Medicina.
El nuevo Torno de los Expósitos se inauguró en junio de ese mismo año en presencia de la familia imperial. A un lado del vestíbulo revestido de mármol estaba la secretaría donde se pagaba a las amas externas, enfermeras que trabajaban para la Casa, y al otro la llamada Sala del Torno. Junto al torno había siempre una hermana de la Caridad pendiente en todo momento de recoger a los expósitos. Flanqueando la escalera central había sendas estatuas de san Vicente de Paula y la Caridad. En el primer piso estaban el refectorio, la sala de recreo, el cuarto de plancha, la cocina, las pilas de lavar la ropa y el jardín. En el segundo, la administración, el gabinete de la hermana superiora, la capilla, la botica, la sala de lectura, el cuarto de costura, las habitaciones de las hermanas de la Caridad, una sala con cuarenta cunas y el dormitorio de los expósitos, con cuarenta y dos camas. Adornaban las paredes retratos al óleo de Pedro I y la emperatriz Leopoldina y de don Pedro II y la emperatriz doña Teresa Cristina. Los expósitos residentes allí aprendían a leer, a escribir, a hacer cuentas, gramática, historia sagrada, costura y plancha. Las que se casaban recibían una dote de la hermandad. Todos los años, la princesa Isabel enviaba al Torno de los Expósitos baúles llenos de ropa hecha por ella, lo cual era prueba fehaciente de la inmensa bondad que latía en su corazón.
Para que se viese que el Torno de los Expósitos no olvidaba a sus bienhechores, había también un retrato de su fundador, el caritativo Romáo de Mattos Duarte. Pero lo que más conmovía a los visitantes era el retrato, que colgaba de la sala de cunas, de una criatura hidrocéfala abandonada en el Torno por una desconocida en julio de 1882; la criatura había fallecido dos meses más tarde, pero fue bautizada antes de morir con el nombre de Mateus. Mateus era un símbolo para todos los que trabajaban en el Torno.
Lo que no sabía nadie era que la madre de Mateus trabajaba en el Torno de los Expósitos desde hacía más de tres años. Se llamaba Carolina de Lourdes y era hija de Josué Calixto, acreditado agente de pompas fúnebres establecido en la calle de Itapiru, muy cerca del cementerio de San Francisco de Paula, en la plazuela de Catumbi. Carolina se había dejado embaucar con las falsas promesas de Ariel Lemos, joven llegado de Curitiba para aprender con Calixto los secretos del embalsamamiento. Ariel sedujo a la linda jovencita de diecisiete años, huyendo después al interior de la provincia de Paraná, sin que se volviera a saber nada de él. Y Josué Calixto, viudo y severo, inflexible y asiduo lector del Antiguo Testamento, echó a su hija de casa. De no haber sido porque intervino en el asunto una tía solterona de Niterói, acogiendo a la chica en su casa, seguramente Carolina se habría visto obligada a dedicarse a la precaria y ardua vida de las prostitutas.
En cuanto nació el niño, Carolina, horrorizada, atribuyó su deformación a lo inicuo de su nacimiento. Una semana más tarde, dominando sus escrúpulos, dejó en el Torno al infeliz fruto de su pecado. Fue a ver a su padre, que la perdonó después de obligarla a larga penitencia. Así y todo, el remordimiento comenzó a quitar el sueño a la bella Carolina. Se pasaba las noches en vela, pensando en el pobre niño enfermo que había depositado sobre la fría madera del Torno. En la oscuridad de su cuarto creía entrever los grandes ojos castaños de la criatura, que la miraban sin pestañear. Un día no pudo soportar más esa sensación de culpabilidad y fue al Torno de los Expósitos, donde tuvo el tremendo disgusto de enterarse de que su hijo había muerto y se había convertido en el símbolo mismo de la casa. Sin darse a conocer, decidió que tenía que hacer algo por los desdichados que, como su hijo, estaban a merced de la caridad ajena. Con el consentimiento de su padre, Carolina se ofreció de ama externa sin aceptar ninguna compensación económica.
– La mejor compensación es el alivio que proporciono a mis pequeñitos -solía decir, refiriéndose a los infortunados expósitos.