A todo el mundo le extrañaba que Carolina, muchacha de extraordinaria belleza, y casi una niña, se dedicase con tanta paciencia a tan difícil tarea. En el Torno la adoraban. No tenía horario. Se ofrecía para velar junto al Torno siempre que alguna hermana enfermaba; y al día siguiente seguía cuidando de los niños todo el tiempo que hiciese falta, a pesar de no haber dormido.
Aquella noche lluviosa, Carolina de Lourdes salió del Torno de los Expósitos después de dadas las once. Hacía dos días que no aparecía por casa, y su padre, preocupado, le había exigido que descansase un poco, aunque sólo fuese para no perecer de puro agotamiento. Quedó en ir a buscarla al anochecer, pero la lluvia era tan fuerte que su calesa no podía avanzar. En vista de que su padre no llegaba, las hermanas insistieron en que Carolina se quedase a dormir en el Torno, pero ella rehusó. Dijo que su padre estaba casi tan abandonado «como sus niñitos» y salió a la tempestad, metiéndose resueltamente por la calle de Evaristo da Veiga.
Un relámpago ilumina un instante la figura de negro que aguarda junto a un árbol, en el camino de la Quinta da Ajuda. Carolina de Lourdes sale hacia Vizconde de Maranguape. La figura de negro va rápidamente en pos de la joven. La tormenta de truenos y rayos que cortan las gruesas gotas de lluvia da a la calle un aire sombrío. Carolina aprieta el paso y tuerce a la derecha, rumbo a la calle Nueva de los Arcos. La figura de negro sigue rápidamente detrás de ella, cuidando de que sus largas zancadas toquen el suelo al mismo ritmo que las de la chica, porque así no se oyen. Cada vez que la joven se detiene para buscar con los ojos un coche de alquiler, la figura de negro se para también, improvisándose así una siniestra coreografía. Por un momento quedan los dos enmarcados en los arcos del acueducto, como bailarines perdidos en un escenario gigantesco. No pasa un alma por la zona. Carolina de Lourdes pasa a Lavradio y sigue por la calle del Resende. Cuando la figura de negro llega también allí, se le ocurre una buena idea: se dirige rápidamente al Riachuelo y echa a correr. Sus pies casi no tocan el suelo mojado. Su capa le da todo el aspecto de un enorme buitre que planease en plena lluvia. Ahora los dos van paralelamente, Carolina por la calle del Resende, y la figura de negro por el Riachuelo: el pajarillo indefenso y el ave de rapiña. Lo que él quiere es encontrarla de frente. Sabe que la mujer no tiene escape, y que no hay cruce de calles hasta la de los Inválidos. La figura de negro gira a la derecha y vuela en dirección al cruce siguiente. Jadeante, pegado al muro de la última casa de la esquina, ve acercarse a su víctima. Esconde el cuchillo bajo la capa, como el torero la muleta, y espera.
Carolina de Lourdes no tiene tiempo más que para alargar las manos, tratando inútilmente de protegerse. La hoja le atraviesa las palmas y penetra en un pulmón. Él, entonces, le saca la hoja del pecho y vuelve a apuñalar a la chica: una, dos, cinco, quince veces. Carolina yace muerta por tierra cuando él se arrodilla a su lado, le abre el vientre hasta el esternón, le arranca el hígado, aún caliente, y se lo frota ávidamente contra el rostro. Lame y aspira el órgano viscoso. No siente ninguna repulsión, al contrario, el olor dulcecillo de la sangre le infunde un violento espasmo de placer. Se siente exhausto. Esta vez todavía no llega a comer la carne del pecado. Prefiere esperar, porque sabe que el mejor manjar se sirve siempre al final del banquete. Casi con delicadeza vuelve a poner la víscera goteante en el horrible boquete, y, después, con un ademán que la rutina ha hecho mecánico, cercena las orejas de la infeliz, se las guarda en el bolsillo y coge el violín que le cuelga del cinturón. Le arranca una cuerda más, la del la, que es la tercera del instrumento, y ejecuta la tétrica ceremonia de ponérsela a la joven en el pubis. Y entonces, sólo entonces, se aleja de allí, punteando un pizzicato en la única cuerda que le queda.
En la calle, la lluvia lava la sangre de la pobre mujer caída en la acera, los brazos abiertos en cruz, las manos perforadas, como las llagas de Cristo.
Sherlock Holmes despertó con la boca seca. Sentía la cabeza vacía, como si su cráneo fuese una cavidad hueca ocupada antes por un cerebro privilegiado. Era, otra vez, el exceso de cannabis. Había aprovechado el temporal de la víspera para pasar el día entero en su cuarto del hotel y pensar a su gusto en el caso que tenía entre manos, como solía hacer en su casa de Baker Street, pero ahora sus pensamientos se veían constantemente interrumpidos por imágenes de Anna Candelária en sus brazos. Holmes, en Londres, habría recurrido, sin duda alguna, a la cocaína para mejorar su capacidad de concentración, pero vio sobre la mesa el paquete de cannabis olvidado por Anna y prefirió cargar de nuevo su pipa con aquellas hierbas. Primero se sentó ante la ventana para ver caer la lluvia, y después cogió su violín y, bajo el efecto de aquel tabaco nuevo, consiguió arrancar extrañísimos sonidos al instrumento. Improvisó, discurrió melodías que recordaban las músicas indígenas tocadas por Mukumbe en casa de la baronesa de Avaré. No recordaba ya cuánto tiempo había pasado allí sentado, fumando y tocando. Watson, que estaba acostumbrado a estos recogimientos de su amigo, decidió dejarle solo todo el día. Holmes no bajó al restaurante del hotel a la hora del almuerzo, prefiriendo que le subiesen la comida a su cuarto. Se acostó temprano y tuvo sueños llenos de color. Ahora se despertaba con una especie de resaca que era completamente insólita para él.
El doctor Watson abrió la puerta con una sonrisa jovial. Holmes comprobó con gran sorpresa que estaba de estupendo humor:
– Buenos días, amigo, pienso que ya es hora de levantarse -anunció Watson sonriente, poniéndose en la cabeza un extraño sombrero.
Holmes pestañeó varias veces, tratando de concentrar la mirada en aquella extraña imagen de su amigo, que su cerebro adormecido no conseguía identificar. Se frotó los ojos y, finalmente, se dio cuenta de lo que era aquello: Watson llevaba sombrero y sandalias de vaquero del nordeste pedregoso y agreste del Brasil. Casi se cayó de la cama de la risa que le entró:
– ¡Por Zeus, hombre, pero qué es eso!
– Pues, nada, aquí me tienes siguiendo tu consejo. ¿No me dijiste que tenía que acostumbrarme a las costumbres del país?, pues esto que llevo es típico de aquí, ¿qué pasa?, ¿es que no te gusta?
– ¿Puedes decirme dónde diablos lo compraste?
– Ayer, mientras tú te pasabas el día encerrado, yo fui con tu amigo Paula Nei a dar una vuelta por la ciudad. Hay de todo por las calles, de veras, un auténtico mercado persa. Estas cosas las tenía un vendedor ambulante, y Nei me convenció de que las comprase. Son del nordeste. Y, la verdad, las sandalias resultan de lo más cómodo -dijo Watson, jovial, moviendo los dedos de los pies, que quedaban al descubierto.
– Sí, bueno, es posible, pero el olor es tremendo -respondió Holmes.
– Pues, mira, eso es precisamente lo que más me gustó. Son de cuero de macho cabrío, y su olor me recuerda el del tabaco turco que solía fumar yo en Ankara.
– ¿Y el sombrero?
– Me sienta justo igual de bien que el bombín. Paula Nei se quedó encantado al vérmelo puesto -declaró, vanidoso, el doctor.
Holmes no quiso decepcionar a su amigo, pero se dio perfecta cuenta de que el bohemio le había tomado el pelo. De pronto, se interrumpió su conversación. Inojozas entró en el cuarto con un papel doblado en la mano:
– Con permiso, señor Holmes, yo…
El detective le interrumpió:
– No tiene necesidad de decirme nada. Doy por supuesto que lo que le ocurre a usted es que sufre de esa dolencia que se llama el baile de San Vito, y que ayer tuvo una discusión con su esposa. Además de eso, me trae usted un mensaje de la señorita Anna Candelária y tuvo que pegarse con un gitano cuyos pendientes 110 son de oro -afirmó Holmes, displicente, al tiempo que se echaba la bata sobre los hombros.