Watson, acostumbrado a los ejercicios mentales de Sherlock, no se inmutó, pero Inojozas quedó boquiabierto, desconcertado por tal capacidad de deducción.
– ¿Cómo llegó a esas conclusiones, señor Holmes? -preguntó el recepcionista, perplejo.
– Elemental, querido Inojozas. El baile de San Vito es un mal conocido también en los medios académicos por el nombre de «chorea de Syndenham», y provoca en los pacientes temblores incontrolables, lo cual explica las manchas de agua que veo en sus solapas, causadas, evidentemente, por un vaso de agua que se le ha derramado. La discusión con su esposa se desprende fácilmente del hecho de que no lleve usted alianza en el dedo, aunque su marca sigue visible en él. Noto también que el papel que lleva en la mano está escrito por alguien cuya caligrafía es femenina, o sea, que ha de ser la señorita Anna Candelária, de quien espero noticias. La explicación de su lucha cuerpo a cuerpo con un gitano es más obvia todavía, porque ¿qué lugar más a propósito para agarrar a un gitano que los pendientes, dejándole así totalmente indefenso? Y en cuanto a mi constatación de que esos pendientes no eran de oro, sino de algún otro metal, se basa en las manchas de verdete que he observado en sus manos -sentenció Sherlock Holmes.
Cogió su ropa y sus cosas de aseo y salió triunfalmente del cuarto en dirección al baño, anunciando en el momento de desaparecer:
– Enseguida vuelvo.
Inojozas, pasmado, se sentó ante Watson, que trató de tranquilizarle.
– No se asuste, hombre. La capacidad deductiva de Holmes ha desconcertado ya a los mejores cerebros de Scotland Yard y ha enviado a la cárcel a más de un delincuente. Y por la cuestión del baile de San Vito, le aseguro, como médico que soy, que las pastillas de opio han dado excelentes resultados en el tratamiento de esa dolencia.
– Muchas gracias, doctor Watson, pero puedo asegurarle que no sufro de ninguna enfermedad. Tengo la ropa mojada porque todavía llueve. Además, soy soltero, y lo que llevaba en el dedo no era una alianza, sino un anillo que me quité porque me estaba muy prieto. Esta carta no es de la señorita esa, Anna Candelária, sino mía, y la iba a llevar ahora mismo a Correos. Finalmente, le aseguro que hace muchos años que no le he visto el pelo a ningún gitano. Las manchas estas de la mano son de tinta, porque me salpiqué escribiendo la carta -explicó Inojozas.
– Detalles, mi querido amigo, simples detalles. No permitamos que el fruto del brillante raciocinio lógico que acabamos de oír quede empañado por vulgares detalles. Y, a propósito, ¿a qué debemos el honor de su presencia en nuestras habitaciones?
– No, nada, es que vengo a decirles que el comisario Mello Pimenta acaba de telefonear -dijo Inojozas, levantándose.
– Dígame, señor Inojozas, ¿cómo se dice telephone en portugués?
– Pues casi igual, teléfono.
– O sea, que tenemos teléfono en este hotel, ¿no? -preguntó Holmes, que volvía al cuarto enfundado en un inmaculado traje blanco-. Pues, la verdad, no tenía noticia de que estuviesen ustedes tan al día.
Inojozas se levantó:
– Claro que sí, señor Holmes, y con más de mil seiscientos abonados. El único problema está en que el mantenimiento de las líneas no es todo lo bueno que cupiera desear. Pero esperamos que eso se vaya resolviendo con el tiempo. El ministro de Obras Públicas ha prometido una solución en breve -se jactó el hostelero.
– ¿Y el recado de mi amiga?
Inojozas explicó, algo violento, y mostrando el sobre al detective:
– Lo siento mucho, señor Holmes, pero esto es una carta que tengo que llevar ahora mismo al correo.
– O sea, lo que me está usted diciendo es que me he equivocado en una de mis deducciones, ¿no es así? No tiene la menor importancia, se lo aseguro, porque acertar tres de cuatro ya es un resultado bastante razonable.
Tanto Inojozas como Watson se abstuvieron de hacer comentarios. Sherlock prosiguió:
– Bueno, vamos a ver, ¿qué es lo que tiene que decirme el bueno de Pimenta?
– Parece ser que hubo otro crimen anoche. El comisario les espera a ustedes en el lugar donde ocurrió.
– Sí, bueno, lo que me temía. Otra muchacha asesinada. Hale, vámonos, Watson, no perdamos el tiempo -dijo Holmes despidiéndose del recepcionista.
Inojozas acompañó a los dos hasta la puerta del hotel, y allí dijo a uno de los cocheros que llevase a Holmes y a Watson a la esquina de la calle del Resende con la de los Inválidos. El recepcionista del Hotel Albión estaba perplejo y atemorizado. A pesar del buen tiempo de aquella mañana lluviosa, sentía un sudor frío empaparle las sienes. Sherlock Holmes, con sus deducciones, había acertado en una cosa de la que no podía saber nada. Había calificado de femenina la caligrafía del sobre que Inojozas llevaba en la mano. ¿Acaso su letra pomposa y relamida traicionaba el secreto que él guardaba bajo siete llaves desde su más tierna infancia? Inojozas dirigió una oración silenciosa a San Onésimo, su santo patrono, suplicándole queja- más supiese nadie su terrible secreto. Y es que sólo una persona en todo el mundo conocía las preferencias sexuales del recepcionista: esa persona, un joven repostero llamado Reginaldo, llevaba cinco años viviendo con él y era la gran pasión de su vida.
15
Aún lloviznaba un poco sobre la ciudad cuando el tílburi que llevaba a Sherlock Holmes y al doctor Watson pasó por la calle Nueva de los Arcos. Holmes se admiró de la magnitud de los edificios. En realidad, la doble arcada formada por los cuarenta y dos arcos que sustentaban el puente del acueducto ofrecía un majestuoso aspecto, recordando al transeúnte las antiguas construcciones del imperio romano. El acueducto había sido edificado por el gobernador Gomes Freire de Andrade en 1750, o sea aún en tiempos coloniales. Deslumbrado, Sherlock preguntó al cochero qué era aquella mole, y el cochero, acostumbrado a mostrar Río de Janeiro a los extranjeros, se lo explicó:
– Pues es un acueducto que lleva agua desde el otero del Destierro hasta el de San Antonio. Ahora bien, a pesar de todas las modernizaciones, la verdad es que el abastecimiento sigue siendo pésimo. El acueducto, ahí donde lo ve, ya no está a la altura de la demanda.
– ¿Es que escasea el agua en Río? -se sobresaltó el detective.
– Constantemente, señor. Menos mal que tenemos las fuentes públicas. La culpa es de los gobernantes esos, que son tocios unos ladronazos. Fíjese usted que hace tiempo hasta llegaron a imponer un tributo especial y todo que dijeron que era para resolver de una vez ese problema.
– ¿Y se resolvió? -preguntó Holmes.
– ¡Qué se va a resolver! Le diré: para evitar que los fondos se malgastasen, pues guardaron el dinero que se destinaba a la traída de aguas en un enorme arcón con tres cerraduras.
– Estupenda idea -comentó Sherlock.
– Sí, sí. Pues sabrá usted, caballero, que una de las llaves quedó en poder de la Cámara, otra en manos del gobernador, y la tercera en las del superior de los jesuítas, y, así y todo, como lo oye, el dinero desapareció y éste es el día en que no se sabe dónde fue a parar. Es lo que le digo, que todos ellos son un atajo de caraduras -rezongó el cochero, indignado.
Poco después el cochero tiraba de las riendas y los dejaba a los dos junto a la escena del crimen. Los transeúntes habían cubierto los restos mortales de Carolina de Lourdes con hojas de periódico. Alguien había encendido velas en torno al cadáver, pero la llovizna se encargó de apagarlas todas, menos una, que aún lucía, trémula y timorata, junto a la cabeza de la muchacha. Los «murciélagos», como se llamaba también a los agentes de la policía, formaban un cordón aislante que impedía a los curiosos acercarse para saciar su morbo. De repente se oyó a lo lejos ruido de cascabeles y trote de caballos. Todos miraron y vieron un coche fúnebre de pobres de solemnidad salir de la calle de la Relación y entrar en la de los Inválidos. Iba completamente cerrado y paró junto a la joven asesinada. Del asiento del cochero se bajaron de un salto dos «armadillos», como llamaba la gente a los encargados de recoger los cadáveres de los indigentes; los «armadillos», con la práctica y la frialdad que dan los años, abrieron la parte posterior de su vehículo, sacaron del interior una lona gruesa y envolvieron en ella a Carolina. Luego, cogiendo el bulto por los pies y la cabeza, lo metieron en el coche, y uno de ellos se volvió y, con un certero escupitajo, apagó la luz de la última vela, que persistía en lucir al borde de la acera. En menos de cinco minutos se alejaron de allí, calle del Resende abajo.