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Josué Calixto, entre tanto, se secaba las lágrimas, diciendo:

– Y ahora, si me lo permiten ustedes, me gustaría quedarme* aquí a solas con mi hija unos momentos. ¿Quién es el encargado?

Saraiva, con una maniobra típica de malabarista, pasó el sufrido hígado al doctor Watson y dio un paso en dirección a Calixto:

– Soy yo, Saraiva, a sus órdenes.

– De nombre le conozco mucho, profesor. Bueno, pues, como somos casi del mismo ramo, quería pedirle un favor.

– Usted dirá, señor Calixto.

– Verá, veo que el monstruo ha desgarrado salvajemente a mi pobre hija. Si usted ha terminado ya de examinarla, me gustaría utilizar toda mi habilidad para dar a la desdichada niña el aspecto que tenía en vida. No quiero que la vean así a la pobre, ni me gustaría un velatorio con el ataúd cerrado -concluyó, solemne, el empresario de pompas fúnebres.

– Por supuesto, señor Calixto, es lo menos que podríamos hacer -respondió Saraiva, apretándole la mano-, le acompaño muy de veras en el sentimiento.

Holmes, Pimenta y el forense se fueron despidiendo en silencio del pobre hombre. Cuando le llegó el turno a Watson, se sacó el hígado del bolsillo, donde lo llevaba escondido, lo limpió con el pañuelo y se lo entregó solemnemente a Josué Calixto, declarando, con aire compungido y en el inglés más shakespeariano del que era capaz:

– Me parece que esto le pertenece.

Se guardó el pañuelo en el bolsillo y salió de la sala de autopsias con la seriedad que el momento exigía.

16

El Manicomio de don Pedro II estaba en la Quinta de Playa Bermeja y era una impresionante construcción de estilo neoclásico francés. Ocupaba una extensión de 2,2 metros por braza, y tenía un pórtico revestido de piedra labrada y una escalinata cuyos diez escalones comenzaban a la entrada misma. Cuatro columnas de piedra con capiteles dóricos sostenían una balaustrada de mármol, y entre ellas se veían tres puertas; en el segundo piso había cuatro columnas jónicas coronadas por un frontispicio donde estaba tallado en mármol el escudo imperial. En medio de las columnas se veían tres ventanas, repitiéndose así la simetría del piso inferior. En los cuerpos laterales del inmueble había veinte ventanas de parapeto en el primer piso y otras veinte en el segundo. Todas las ventanas estaban defendidas por gruesas rejas de hierro. Un ático adornado con estatuas y jarrones de mármol ocultaba el tejado del edificio. Las planas y las flores de los jarrones ayudaban a suavizar el aspecto carcelario que sugerían las rejas.

El comisario Mello Pimenta esperaba a Sherlock Holmes junto a la escalinata. El sol había vuelto a salir después de dos días de lluvia, y alegraba con sus rayos la espléndida mañana. Pero en las calles se veía poco movimiento. El detective se retrasaba. De pronto un coche de alquiler se paró cerca del portal, pero de su interior se bajó un viejo marinero. Llevaba un chaquetón azul muy usado sobre un jersey de listas horizontales blancas y negras. Los pantalones largos le llegaban apenas a los tobillos y estaban sujetos a la cintura con un grueso cinturón de hebilla metálica cuadrada, dejándole al descubierto los calcetines, que también eran listados, y calzaba pesados zuecos de madera. El marinero llevaba el ojo derecho tapado con una venda y tenía un gancho en lugar de mano izquierda. Cojeando de un pie, la extraña figura se acercó a Pimenta y le susurró de pronto al oído, con fuerte acento portugués:

– ¿Dónde está el mapa del tesoro?

– ¡Señor Holmes!, ¿pero qué disfraz es éste? -preguntó Mello Pimenta, muy sobresaltado.

– Casi no es disfraz, amigo mío. Pensé que en esta fase de las investigaciones lo mejor era llamar la atención lo menos posible -le explicó Holmes.

– Bueno, podemos entrar. El director nos está esperando -dijo Pimenta, sorprendido aún por la extravagancia de Sherlock.

El gancho que llevaba en la mano y la venda que le tapaba el ojo daban al inglés un aspecto muy poco tranquilizador. Además, Holmes se había puesto nariz postiza y una peluca blanca bajo el gorro de marinero. El comisario no sabía cómo iba a explicar al médico responsable del manicomio la presencia, a su lado, de un viejo lobo de mar lusitano. Fueron por un largo pasillo hasta llegar al gabinete clínico, donde un ayudante les condujo al despacho del director.

El doctor Hélio Pedregal Noronha era el alienista en jefe del Manicomio de don Pedro II. Vestía con sobriedad, sin el típico casaquín blanco. Lucía una barbita de chivo bien cuidada y le cabalgaban la nariz unos quevedos. Las paredes de su despacho estaban cubiertas de estantes llenos de libros de medicina. Sobre su mesa de trabajo se veía una estatuilla de bronce de una calavera con un mochuelo emperchado en la nuca. Pedregal Noronha no conseguía apartar los ojos de la curiosa figura de Sherlock Holmes. Hizo seña a Mello Pimenta y al detective de que se sentaran enfrente de él.

– Francamente, comisario, he de decirle que no había entendido bien el motivo de su visita. Pensé que se trataba de ayudarle en sus pequeñas pesquisas, pero ahora veo que lo que quiere es internar aquí a esta persona -dijo el alienista, señalando a Sherlock.

Holmes respondió antes de que Pimenta se viese obligado a dar explicaciones:

– Se equivoca, doctor, yo no soy demente, ni siquiera estoy mal de la cabeza. Permítame que me presente: Sherlock Holmes, a su disposición. Esta ropa no es más que uno de los dos mil disfraces que uso cuando quiero pasar inadvertido.

– Comprendo -respondió Noronha, que, en realidad, no comprendía nada.

Mello Pimenta tomó la palabra:

– He traído conmigo al señor Holmes, cuya ayuda nos está siendo inapreciable.

– ¿Y en qué puedo serles útil? -preguntó el médico, consultando algo ostensiblemente el reloj que llevaba en el bolsillo del chaleco.

– En primer lugar, me gustaría aclarar que todo lo que digamos aquí ha de ser estrictamente confidencial.

– Puede estar tranquilo, comisario. El sigilo es parte importante de mi profesión.

Mello Pimenta se repantigó en la silla y contó al médico todo cuanto sabía sobre el caso. Cuando hubo terminado, Holmes añadió:

– El último asesinato nos quitó cualquier duda que pudiéramos tener aún de que el que los comete está loco.

– Preferiría que se sirviese usted de la palabra «alienado» cuando alude a esos enfermos. Desde que Philippe Pinel propugnó un trato más humano para con los enfermos mentales en su Traite médico-philosophique sur Valiénation mentale, se tiende a evitar ciertas expresiones peyorativas -comentó, con aire superior, Pedregal Noronha, a pesar de que no había leído el libro en cuestión.

Mello Pimenta se indignó:

– No veo, la verdad, cómo puede calificarse de humano a semejante monstruo. ¡Arrancarle el hígado a la pobre chica y restregárselo contra la cara!

– Les puedo asegurar, señores, que durante todos estos años que he dedicado a cuidar de la salud de la psique, he presenciado cosas peores, y no por ello dejo de considerar humanos a mis pacientes; bueno, a su manera -replicó el alienista.

– ¿Y a qué llama usted cosas peores? -inquirió Sherlock.

– Pues, por ejemplo, a la coprofagia, enfermos que comen sus propias defecaciones. He tenido aquí a una mujer enferma de histeria que trató de suicidarse ingiriendo grandes cantidades de sus propios excrementos.

– ¿Es posible que un individuo pueda conducirse normalmente y practicar al mismo tiempo tales aberraciones? -preguntó Mello Pimenta.

– Pues claro que sí, eso es parte de la patología. Se puede convivir socialmente con un trastornado durante años sin presenciar ninguno de sus ataques. El cerebro humano sigue siendo una incógnita y un reto -afirmó Pedregal Noronha.

– ¿Ha examinado usted, doctor, a alguien con una aberración parecida a la de nuestro asesino? -prosiguió Mello Pimenta.