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– Se lo agradezco, doctor. Espero poder descubrir lo que esconden estos versos.

– ¿Le gustaron? Como ve, si de médico, poeta y loco todos tenemos un poco, yo tengo mucho -declaró Aderbal Cámara, vate, alienista y alienado.

A la mitad del camino, Sherlock Holmes se volvió y preguntó:

– Una cosa más, doctor Aderbal.

– Usted dirá.

– ¿Cómo descubrió que era yo, a pesar de este disfraz?

– Mire usted, querido señor Holmes, loco estaré, de acuerdo, pero lo que no soy es idiota -explicó Aderbal, el caníbal, con una espeluznante carcajada.

17

El comisario Mello Pimenta había invitado a Sherlock Holmes a almorzar en su casa, situada en la calle del Pino. Doña Esperidiana, cogida por sorpresa, buscaba como loca alguna receta lucida en su Cozinheiro nacionaclass="underline"

– Pero ¿por qué no me avisaste de que ibas a traer a comer con nosotros al señor Holmes?, no voy a tener tiempo de preparar nada de fuste -protestaba la pobre, desde la cocina, sin dejar de hojear a toda prisa el libro.

– No se preocupe usted por mí, doña Esperidiana, que soy comensal de costumbres frugales -la tranquilizó, muy correcto, Sherlock Holmes.

Sentados a la mesa, los dos trataban de descifrar los misteriosos versos del doctor Aderbal. Mello Pimenta abrió su agenda y leyó lentamente en voz alta:

En medio de varias islas

la designación hermosa

servía de maravilla,

pensaba Paulo Barbosa.

Y si ese nombre es griego

pues, bueno, bien poco cuenta.

El monarca siente apego

por esa lengua ya muerta.

– Dejando aparte la pésima calidad literaria del poema, la verdad es que no le veo ningún sentido -confesó Sherlock.

– «El monarca siente apego por esa lengua ya muerta.» Bueno, todos sabemos que don Pedro habla el griego, el latín y el provenzal -le informó Pimenta.

– ¿Provenzal, dice usted?, ¿habla el provenzal?

– Pues sí.

– ¿Y con quién?

– Eso no lo sabe nadie.

– Mi querido Pimenta. Me va a ser difícil ayudarle en esta chapuza. Es evidente que aquí hay una alusión al emperador. Pero lo que no acabo de ver es quién pueda ser el Paulo Barbosa ese -dijo Holmes, encendiendo su pipa.

– Tampoco yo lo sé, señor Holmes. ¿Quién será Paulo Barbosa?

– ¿Pero es que no te acuerdas, Hildebrando? -dijo de pronto Esperidiana, que venía a poner la mesa, llamando al comisario por su nombre de pila.

– ¿De qué quieres que me acuerde?

– Pues de Paulo Barbosa, el que fue mayordomo mayor de don Pedro -respondió Esperidiana, volviendo, sin más, a la cocina.

– ¿Y cuándo fue eso?

Doña Esperidiana contestó, gritando desde la cocina, mientras preparaba la comida:

– ¡Qué vergüenza, Hildebrando!, el señor Holmes va a pensar que eres un policía muy mal informado. ¡Pero si fue Paulo Barbosa el que dio el nombre de Petrópolis a la ciudad del emperador!

– Ah, sí, ahora recuerdo -mintió Mello Pimenta.

– Además es un caso famoso de adulación histórica que aprendimos en el colegio. Cuando estaban buscando un nombre para la ciudad, él fue y dijo: «Recordé el de Petersburgo, ciudad de Pedro, y miré en un diccionario griego y vi que la ciudad de ese nombre está en el archipiélago. Y, como el emperador se llama don Pedro, pues pensé que es un nombre que le iría bien» -explicó Esperidiana.

Sherlock Holmes dijo entonces, joviaclass="underline"

– Vaya hombre, veo que su mujer ha resuelto el enigma. Vamos a ver: «En medio de varias islas», esto se refiere al archipiélago, está claro; la «designación hermosa», es el nombre que el tal Paulo Barbosa dio a la ciudad del emperador, inspirándose en el griego: Petro, «Pedro», y polis, «ciudad».

– Lo que nos quiso decir el caníbal entonces es que el criminal es de Petrópolis -sentenció Mello Pimenta.

Doña Esperidiana volvió a intervenir desde la cocina:

– Pues yo pienso que te equivocas, querido, a mí me parece que lo que está insinuando es que el asesino pertenece a la corte o la frecuenta.

El comisario se irritó:

– Bueno, señora sabihonda, pues hágame el favor de decirme por qué razón el doctor Aderbal no mencionó entonces claramente el palacio imperial.

– Pues por varios motivos: primero, porque sería una información demasiado directa, y él lo que quería era presentaros la pista como un enigma; segundo, porque entonces, o sea, si no mencionase más que el palacio, los sospechosos serían solamente los miembros de la corte; y tercero, porque este fin de semana José White va a organizar un recital benéfico en homenaje a la princesa Isabel. El emperador ha invitado también a Sarah Bernhardt, y ella ha tenido que aplazar su espectáculo para poder asistir. Le encantó saber que Petrópolis era una miniatura brasileña de las ciudades suizas -aclaró doña Esperidiana.

– ¿Y cómo sabes tú todo eso?

– Pues porque lo leí en los «Ecos de sociedad» de Múcio Prado, en el Jornal do Commercio -explicó doña Esperidiana, entrando en el comedor con la fuente de la comida.

A Sherlock Holmes le maravilló tanta agudeza de razonamiento:

– Señora, no tengo más remedio que felicitarla por su extraordinaria inteligencia y capacidad de deducción.

– Muchas gracias, señor Holmes. Espero que mis dotes culinarias sean también de su agrado.

– ¿Y qué es lo que nos ofreces para almorzar? -preguntó Mello Pimenta, todavía picado.

– Hígado de cerdo à la nature -informó ella, muy satisfecha de sí misma, levantando la tapadera de la fuente para mostrar el lustroso tarugo de carne casi cruda, parecidísimo en olor y aspecto a la víscera de la muchacha asesinada.

Sherlock Holmes y Mello Pimenta empalidecieron y salieron a todo correr en dirección al cuarto de baño, dejando a doña Esperidiana con la fuente en la mano y hecha un mar de silenciosas lágrimas.

En 1821, don Pedro I compró la finca de la Quebrada Seca, en la cima de la sierra de la Estrella, a ochocientos metros sobre el nivel del mar, para construirse allí su residencia de verano, pero quiso el destino que las tierras estuviesen hipotecadas, por lo que el proyecto hubo de ser aplazado hasta 1843, ya en tiempos de la regencia de don Pedro II, cuando el entonces primer chambelán de la casa imperial, Paulo Barbosa, consiguió, por fin, pagar la hipoteca. Barbosa arrendó la finca al ingeniero alemán Júlio Koeler, pero conservando buena parte de la propiedad para edificar el palacio. De esta forma, el hijo realizaba el deseo del padre.

El viaje a Petrópolis duraba cuatro horas escasas. Se salía del puerto de Prainha, en Río de Janeiro, y se seguía en barco hasta Mauá. De allí se cogía el tren hasta las faldas de la sierra. Pocos años antes los viajeros tenían que recorrer los últimos trece kilómetros en coche o diligencia, pero ahora, con la reciente inauguración del tramo final del moderno ferrocarril, se podía seguir cómodamente hasta la ciudad misma.

Sherlock Holmes y Mello Pimenta estaban tomándose un carajillo de aguardiente de melaza en el cafetín del Gallego, en las faldas de la sierra, parada obligatoria del tren. El doctor Watson, que les acompañaba, había preferido una infusión muy aguada y estaba algo alejado de ellos, entre la vegetación y las piedras, apoyado en un grueso cayado de montañés, observando el paisaje. Holmes había dicho al emperador que quería asistir al concierto por requerirlo sus indagaciones. Tuvo la precaución de omitir el origen de su nueva pista. El detective avisó también a Anna Candelária, pero ésta, al contrario que Sarah Bernhardt, no pudo dejar su trabajo en el teatro durante el fin de semana. Sherlock Holmes pensaba mucho en la bella mujer que había entrado tan inesperadamente en su vida, aunque, desde el último asesinato, no había podido verla casi. Se habían visto muy fugazmente, en encuentros fortuitos, a la entrada del teatro. Anna siempre tenía que ensayar algún número nuevo de la revista, o era él el ocupado, discutiendo con Mello Pimenta sobre el caso que estaban investigando. Pero Holmes necesitaba a la mulata, nunca había experimentado hasta entonces la sensación, dulce y dolorosa al tiempo, de añorar a un ser querido.