Выбрать главу

Un bramido de dolor interrumpió sus ensoñaciones. Holmes y Pimenta miraron al tiempo y vieron a Watson dando alaridos, despavorido, y señalando al suelo:

– ¡Una cobra!, ¡me ha mordido una cobra!

Sherlock llegó a tiempo para ver una cobra de las llamadas corales que se deslizaba por el césped en dirección a una grieta de la roca. Cogió rápidamente el cayado a Watson y, con un movimiento ágil y rápido, descargó un golpe mortal en la cabeza de la serpiente. Watson se sentó sobre una piedra, gimiendo y cogiéndose la pierna, mientras Mello Pimenta llegaba a todo correr.

– ¡Dios mío, lo que nos faltaba! ¡Hay que encontrar socorro urgente!

– Pienso, comisario, que es demasiado tarde para eso. Al doctor le ha mordido una coral -dijo Sherlock, consultando su reloj.

Se inclinó y cogió el cadáver de la cobra, anillado de rojo, negro y amarillo. Se sacó la lupa del bolsillo y trató de examinarlo detalladamente.

– No sé, la verdad, cómo se las arregló. Las corales son cobras mansas, y es muy raro que piquen -se volvió a Watson-: ¡Pero, hombre de Dios!, ¿qué hiciste para que el animal te atacase?

– No lo sé, debe de ser que le pisé la cola sin querer -se lamentó el doctor.

Holmes recorrió con la lupa todo el cuerpo del reptil, contando los anillos de colores.

– Eres hombre de suerte, Watson, esta coral no es venenosa -y volviéndose a Mello Pimenta, añadió, en su más delicado portugués de Lisboa-: este ofidio no posee ponzoña.

Tranquilizado, Mello Pimenta comentó:

– No sabía yo que usted entendía de cobras, señor Holmes.

– Aprendí todo cuanto se puede saber sobre las cobras cuando estudié venenos exóticos en Macao con el gran especialista portugués profesor Nicolau Travessa. Incluso la coral venenosa, la Micrurus corallus, casi nunca ataca al hombre. Y menos mal, porque su veneno es potentísimo.

– Ya le vi examinar esta coral con gran cuidado, hasta contando el número de sus anillos. ¿Fue así como averiguó que no era venenosa?

Sherlock Holmes le explicó:

– No, comisario, lo que hice fue aplicarle el método perfeccionado por Travessa en Goa cuando a algún hindú le picaba una serpiente. Esperé el tiempo exacto que tarda el veneno de la coral en surtir efecto, y luego, al ver que Watson seguía vivo, deduje que no era una cobra venenosa.

Mello Pimenta miró al doctor, que estaba dándose masaje en el mordisco:

– ¿Y le va a contar al doctor Watson el sistema que utilizó?

– No creo que haga falta hacerle perder el tiempo en tales minucias -sentenció el detective, tirando lejos el cuerpo de la coral muerta y limpiándose las manos con el pañuelo.

– La verdad, me pasma su facilidad para lidiar con estos bichos; debo confesar que me dan pavor las cobras, las arañas y los lagartos -dijo Mello Pimenta.

Holmes se acordó entonces de un episodio ocurrido hacía muchos años en una cacería, en Paquistán:

– Figúrese, comisario, una vez, estando yo en una cacería de tigres, en plena selva, en la región del Punjab, con un amigo que se llamaba Wilfred Marmeduke, pues, nada, que una naja le picó en un sitio la mar de delicado… nada menos que en la punta del pene.

– ¿Y cómo fue eso? -se horrorizó Mello Pimenta.

– Pues porque Marmeduke tuvo que satisfacer una perentoria necesidad fisiológica, y el chorro acertó, fíjese usted qué casualidad, justo en la cabeza de la serpiente, que estaba dormida.

– ¡Espantoso!

– Me di cuenta de que no conseguiría llevarme a cuestas al pobre Marmeduke, que se retorcía, presa de unos dolores terribles. Bueno, pues monté a caballo y salí volando en dirección a la aldea más próxima para buscar al único médico disponible, pero, cuando llegué, le encontré en medio de una operación quirúrgica. Entonces lo que hice fue preguntarle qué era lo que había que hacer.

– ¿Y qué le dijo el médico? -indagó, ansioso, Mello Pimenta.

– Me dijo que sólo había una forma de evitar la muerte de mi querido amigo, a quien yo tenía grandísimo afecto. Me ordenó hacer una incisión con un cuchillo en el sitio mismo del mordisco y chupar con mi propia boca todo el veneno.

– Fantástico, señor Holmes. De modo que fue usted y le salvó la vida, ¿no?

– No, comisario, por desgracia no fue así, mi amigo murió -respondió Sherlock Holmes, la vista perdida en el horizonte.

A pesar de lo trágico que era, este episodio se había transformado en anécdota anónima, perpetuada en los clubs de Londres.

La locomotora avisó con su silbido a los pasajeros de que era hora de seguir el viaje. Los tres se subieron a su vagón de primera y el tren salió rumbo a Petrópolis.

El recital del violinista José White se había convertido en el acontecimiento social del año. Los ingresos que rindiera se destinarían a las obras de beneficencia de la princesa Isabel, para la liberación de los cautivos, y la verdad es que el local era apropiado a más no poder. Construido para servir de invernadero, el pabellón del Palacio de Cristal había sido una idea de su marido, el conde D’Eu, presidente de la Asociación Agrícola y Hortícola de Petrópolis. La majestuosa construcción de hierro y vidrio, encargada en Francia a la empresa de Saint-Saveur-les-Arras, tenía un aspecto deslumbrante, sobre todo de noche, cuando la iluminación realzaba la suavidad de su transparencia. La plataforma de los músicos y las butacas de los espectadores habían sido puestas entre las plantas, y la decoración se completaba con inmensos candelabros. El salón estaba lleno. Además de la familia imperial y de la corte, asistía al acto toda la buena sociedad de Río de Janeiro. Sarah Bernhardt y su hijo Maurice se instalaron junto a los intelectuales y bohemios que también habían sido invitados. La baronesa de Avaré, Maria Luisa Catarina de Albuquerque, que se mantenía apartada de don Pedro siempre que a éste le acompañaban la emperatriz y sus hijas, estaba sentada al lado del marqués de Salles. Había sobre el estrado un piano Pleyel de cola, que dominaba el ambiente. Sherlock Holmes, Mello Pimenta y el doctor Watson estaban en pie, al fondo del pabellón, escudriñando detalladamente la sala.

– Bueno, señor Holmes, ¿tiene usted idea de quién pueda ser nuestro hombre?

– Todavía no, comisario, pero algo me dice que lo tenemos cerca. Tal vez cometa aquí su próximo asesinato.

– ¿En medio de toda esta gente?

– Después del recital.

– No sé qué le diga, señor Holmes. Empiezo a pensar que este viaje va a ser una pérdida de tiempo.

– Por lo menos aprovecharemos la música -concluyó, animado, el detective.

Cesaron de pronto todas las conversaciones en el Palacio de Cristal. El cubano José White y el portugués Artur Napoleáo aparecieron en escena y fueron calurosamente aplaudidos. Napoleáo se sentó al piano mientras White se apoyaba el violín en el hombro. Comenzó la velada. El programa arrancaba con sonatas de Vivaldi, Bach, Haendel y Mozart. La primorosa técnica y el talento de los dos músicos cautivaron rápidamente a los oyentes. Las señoras cerraron sus abanicos para que no turbasen con su susurro la pureza de la música.

Después de las sonatas, se unieron a los dos músicos Julius

Weber con su viola y Manuel Zeferino con su violonchelo para tocar entre todos el Cuarteto opus 19 en mi bemol mayor de Beethoven. Sarah Bernhardt estaba emocionada. Nunca había pensado encontrar en los trópicos interpretaciones musicales de tal nivel. La extraordinaria calidad de los músicos sólo corría pareja con el vibrante recibimiento que les dispensaban los espectadores.

José White instó al violinista Adelelmo do Nascimento, por quien sentía gran admiración, a unirse al grupo para interpretar entre todos el Quinteto opus 34 en fa menor de Brahms. Los espectadores estaban emocionados. Cuando terminaron, el cubano se secó el sudor del rostro con un fino pañuelo de lino, alzó los brazos pidiendo silencio y dijo, mezclando portugués y españoclass="underline"