El Derby Club de San Cristóbal había sido inaugurado hacía ya casi un año, a pesar de lo cual el Prado Fluminense, del Jockey Club, en San Francisco Javier, seguía siendo el favorito de los aficionados a las apuestas.
Ni siquiera los perdedores más empedernidos se mostraban indiferentes a la belleza del lugar. El camino de ida a las carreras era una bellísima promenade-, se podía llegar al turf por varias rutas, y hasta en los tranvías de la Compañía Vila Isabel, pero los trayectos más pintorescos eran, sin duda, en el ferrocarril de Rio d’Ouro, bordeando la playa llamada Retiro Saudoso, o bien siguiendo en coche la calle de la Alegría hasta la plazuela de Benfica y cogiendo allí la calle del Jockey Club.
En sus caballerizas pastaban purasangres ingleses y franceses de Río de la Plata y de Sao Paulo que competían en casi sesenta carreras al año, moviendo más de quinientas mil apuestas anuales, cantidad considerable incluso para una ciudad de cuatrocientos mil habitantes como Río de Janeiro.
Era el día del Gran Premio, y el emperador estaría presente. Por primera vez, el Gran Premio del Jockey Club ofrecía cinco millones de reis al ganador, y un millón de reis al que llegase en segundo lugar. Los periódicos de la mañana anunciaban en primera página tan impresionantes cantidades.
¡DINERAMA!
Iº ¡5:000$000!
2º ¡1:000$000!
En los anuncios se leían las advertencias de costumbre:
SE PROHÍBE ENTRAR EN EL PRADO A LAS PERSONAS QUE VAYAN DESCALZAS
SE DARÁ MUERTE SIN MÁS AVISO A CUALQUIER PERRO QUE APAREZCA ALLÍ
LAS CARRERAS NO TERMINAN HASTA LAS SEIS, CON LA PUESTA DE SOL
Aquel luminoso atardecer de comienzos de julio, la sociedad fluminense se paseaba por la pelouse del club. Los señores, de levita y chistera gris, prismáticos en bandolera, leían atentamente la revista O Jockey, recién lanzada, en busca de inspiración. Tanto señoras como señoritas, con vastas faldas de cola enderezadas por las caderas postizas, y sombrerones de paja cargados de flores o plumas y lazos de cintas, se pavoneaban por el prado de grama. Iban en pequeños grupos, antes y después de las carreras, más preocupadas por el aspecto que por el pedigrí de los animales. Muchos amoríos, lícitos e ilícitos, comenzaban en esos paseos como coloquios de lo más inocente.
Los dueños de los acaballaderos vigilaban los ensillamientos, impartiendo instrucciones en voz baja a los jockeys de uniforme, como conspiradores, para no dar pistas valiosas a los apostadores advenedizos. A la altura de sus modelos europeos, el Jockey Club seguía las normas de los hipódromos ingleses: a best of heats. Machado de Assis solía decir que nuestras carreras no desmerecían nada de las de Epsom.
Entre los asistentes que se apretujaban ante la caseta de las apuestas se veía a Fernando Limeira, el Alazán. Limeira no apostaba, pero las carreras le daban excelentes oportunidades de aplicar uno de sus golpes más sencillos e ingeniosos. Antes de la carrera, se acercaba a uno de los apostadores y le susurraba al oído:
– Oiga, me he enterado, confidencialmente, por supuesto, de boca de uno de los encargados, de que el ganador va a ser el número tal… No quiero que me dé nada antes, pero en cuanto gane el animal que le digo, y es seguro que ganará, me da usted el treinta por ciento del beneficio.
Si los caballos inscritos eran cinco, Limeira repetía este cuento a cinco apostadores, dando a cada uno de ellos un nombre de caballo distinto, y al final de la carrera se acercaba al que había ganado y le cobraba su valiosa «pista».
En el Gran Premio iban a participar diez caballos. El Alazán ya había engatusado a nueve crédulos con sus «informaciones confidenciales». No faltaba más que el incauto número diez a quien comunicar el nombre del último caballo, pero estaba resultándole difícil, porque ya se lo había ofrecido a dos portugueses y a tres terratenientes del interior, y ninguno de ellos le había hecho ningún caso. Nueve de un total de diez eran una seguridad razonable de salir ganando de todas formas, pero a Fernando Limeira no le gustaba correr riesgos. Comenzó a sentirse desasosegado, necesitaba encontrar un «cliente» antes de que el juez, con su bandera de colores vivos, diese la señal de salida. Fue justo entonces cuando vio a Salomáo Calif, que iba con su familia. El árabe era apostador empedernido y usaba el pretexto de llevar a su gorda mujer y a sus hijos gemelos a pasear por el prado para apostar enormes sumas de dinero. El Alazán se acercó al sastre y le tiró del brazo:
– ¡Hombre, Salomáo, cuánto me alegro de verte!
– ¿Y por qué te alegras? Hoy no he dado con nada que sea digno de alegría -rezongó, malhumorado, Salomáo Calif, que todavía no había conseguido acertar un solo resultado.
– Pues me alegro porque tengo información de las caballerizas sobre esta carrera. Gana Scarlet Thunder, el número uno. Lo supe de boca de su propio entrenador -le dijo, muy en secreto, Limeira.
– ¡Qué va, hombre!, he seguido con mucha atención los pronósticos, y si alguno gana esta carrera ha de ser Panache, que es el número cuatro. Por éste es por el que voy a apostar mis últimos céntimos.
Panache, propiedad del presidente del Jockey Club, Luiz Gaudie Ley, era, sin duda alguna, el favorito, el que tenía que ganar el gran premio de punta a punta. Fernando Limeira disimuló su angustia, pues ya había «vendido» el número cuatro a una vieja fanática que estaba en la tribuna de la buena sociedad. Insistió:
– No digas tonterías, Salomáo. El ganador es Scarlet Thunder. No quiero que me pagues, porque de sobra sabes que no cobro a los amigos. Tú apuestas, y luego, cuando cobres, entonces sí que me das parte de tus ganancias -propuso el Alazán, mirando, afligido, a los caballos que se acercaban a la línea de salida.
– Mira, yo apuesto por Panache y no te doy nada -se obcecó el árabe, sin perder de vista a los dos gemelos, vestidos igual, que jugaban por el prado.
Casi desesperado, Limeira echó mano de un último recurso:
– Mira, Salomáo, eres mi amigo y no puedo permitir que pierdas tu dinero de manera tan tonta. Te voy a decir la verdad. Tienes razón: Panache debería ganar esta carrera con facilidad, hasta los jockeys iban a apostar por él a escondidas.
– ¿Y qué?
– Pues, nada, que el animal se despertó raro esta mañana, llegó hasta a negarse a comer. Tú sabes muy bien que cuando un caballo no come, es que está enfermo. Y entonces el entrenador y sus amigos decidieron ponerse de acuerdo con el propietario. Prepararon un fraude. Dejan correr al animal como si nada, o sea, como favorito, pero apuestan fuerte por Scarlet Thunder; ya que Panache es el único animal que le podía vencer.
El sastre mostró interés:
– ¿Y cómo te enteraste de todo eso?
– Por el mozo de cuadra de Panache, que es novio de la cocinera de mis padres -improvisó el Alazán.
Esto era justo lo que hacía falta para convencer a Salomáo Calif, que puso todo el dinero que le quedaba en el número uno. Fernando Limeira se fue, contento, a presenciar la carrera desde lejos. Si el caballo ganaba, volvería a cobrar su comisión, y, en caso contrario, sería mejor no estar cerca de ninguno de sus «clientes».
Mientras tenía lugar esta conversación en la pelouse entre Limeira y Calif, don Pedro II, en la tribuna imperial, rodeado de condes y barones, y del marqués de Salles, quien fingía acompañar a la baronesa de Avaré, y también del zalamero vizconde de Ibituaçu, contaba a Sherlock Holmes y al doctor Watson las maravillas curativas de Araxá:
– Es tal y como se lo digo. Araxá no tiene nada que envidiar a Wiesbaden o Vichy. Siempre que puedo, me voy a pasar un par de semanas allí. Me resulta estupendo para el reuma. Debieran visitar ustedes la ciudad, en serio, tengo la seguridad de que usted, doctor Watson, como médico que es, quedaría impresionado por las aguas de Araxá.