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– Quizás, la próxima vez que venga por aquí -respondió cortésmente Watson, zafándose de tan incómodo viaje.

Más apartados, Miguel Solera de Lara y Guimaràes Passos observaban a las jóvenes coquetas que lucían los más recientes figurines traídos de París.

– Y tú, Miguel, que eres soltero y pasas por ser un buen partido, ¿qué?, ¿no te animas? Mira por allí, qué bomboncitos… -bromeaba Guimaràes.

– Si quiere que le diga la verdad, amigo Passos, me parecen ridículos esos patéticos alardes de cursilería -confesó el librero, disimulando un bostezo de hastío.

La baronesa de Avaré leía con entusiasmo al marqués de Salles trozos de la reseña publicada en el Jornal do Commercio sobre la velada de Petrópolis:

– «… han nacido para concertistas, porque tienen una extraordinaria sangre fría, y es una verdadera pena que no se dediquen de lleno a ello, por ser, el uno, detective, y aristócrata el otro, pues es indudable que les esperaría una sucesión ininterrumpida de éxitos…».

Holmes, que analizaba, encantado, los caballos que trotaban por la pista, se dirigió al emperador:

– No sabía que a Su Majestad le gustasen las carreras hípicas. Como sabe, es una tradición muy antigua de la familia real inglesa. A nuestro rey Jorge, que adoraba los caballos, le gastaron una vez una broma muy pesada.

Don Pedro, con la mirada fija en Sherlock, le disparó, lacónico:

– Filho da Puta.

Los que acompañaban al monarca se quedaron helados, escuchando con verdadero pasmo la palabrota imperial.

– Sí, justo, Filho da Puta -respondió, sin alterarse, Sherlock Holmes.

El emperador prorrumpió en una carcajada, y Holmes le imitó. Como los nobles que los rodeaban seguían mirándolos con perplejidad, don Pedro se lo explicó:

– Filho da Puta es el nombre de un purasangre que era propiedad del rey Jorge IV. Le puso ese nombre el embajador de Portugal, que era un tipo la mar de guasón, y gran amigo del rey.

Sherlock Holmes le corrigió:

– La broma no habría tenido por qué tener consecuencias, el rey ya tenía docenas de potros; lo que pasó fue que el dichoso caballo resultó ser un verdadero campeón. Ganó la carrera de Saint-Leger, en Doncaster, y se hicieron muchos grabados de él en honor a esa victoria.

– Menos mal que sólo los que saben portugués se dan cuenta de la bromita del irreverente lusitano -remató el emperador, dirigiéndose a los miembros de su comitiva, que ahora reían también con alivio.

El vizconde de Ibituaçu, adulón inveterado, no perdió la oportunidad de arriesgar una lisonja:

– Sólo un monarca de alta estirpe sería capaz de contar tan sutilmente este double-sens.

De pronto se oyó un confuso ruido de voces y todos se volvieron hacia la entrada. Acababa de llegar Sarah Bernhardt. La acompañaba Philippe Garnier, que, según los rumores, además de ser Armand Duval en La dama de las camelias, era también su amante en la vida real. Llevaba un maravilloso vestido azul con faldas de vuelo y se tocaba con un gran sombrero florido sujeto bajo la barbilla con una cinta del mismo color. Parecía una mariposa gigantesca revoloteando en dirección a don Pedro:

– Dispense la tardanza, Majestad, tuve que pasar por entre un grupo de jóvenes gentes que se manifestaban contra el esclavaje. Llevaban grandes placarás y habían convertido la protesta en una fiesta.

– Espero que no la hayan molestado, madame -dijo el emperador, ligeramente contrariado.

– ¡No, no, del todo! Al contrario, han sido alegres y joviales. Tanto me gustaban que casi me uní a ellos. Philippe quiso interponerse, pues todavía estaba preocupado por lo de ayer por la noche, pero es claro que no había motivo.

– ¿Pues qué es lo que le pasó anoche? -quiso saber Sherlock Holmes.

– No, nada, un soupçon infundado de mi joven amigo, temió que nos seguían al salir del teatro.

– ¿Vio quién era? -preguntó el detective.

– No, era muy oscuro, y se mantenía lejos. Debía de ser algún admirador. Estoy acostumbrada a este tipo de adoración a distancia, mas Philippe es demasiado celoso cuando se trata de mi persona -remató la Bernhardt, sonriendo y acariciando el rostro del actor.

– Hoy mismo, miren, cuando vi esa turba gritando a la entrada del prado, ¿qué quieren?, tuve miedo -se disculpó Garnier.

– Chéri, yo, a esos muchachos, comprometidos en una causa tan noble, no les llamaría «turba»; ah, Majestad, no olvide de felicitar de mi parte a su hija, vengo de enterarme de que es una de las defensoras de la abolición.

El emperador cambió rápidamente de tema:

– El Gran Premio está a punto de comenzar. ¿Piensa usted hacer alguna apuesta, madame Bernhardt?

– Me encantaría, pero es que no sé por quién. Todos los caballos me parecen maravillosos -afirmó Sarah Bernhardt.

Sherlock Holmes se ofreció a ayudarla:

– Si usted me lo permite, puedo hacerle una sugerencia. He asistido a la presentación de los animales y el mejor de todos me parece Scarlet Thunder.

Sarah examinó la lista de los caballos:

– Pienso que mi querido Holmes escoge este caballo porque tiene nombre inglés, pero yo, en tanto que francesa, yo apuesto por Panache.

Abrió su bolso y pidió a Philippe Garnier que le hiciese la apuesta. Sherlock Holmes y el doctor Watson se abstuvieron de apostar; los otros, por galantería, siguieron la intuición de Sarah.

Momentos después los caballos corrían veloces por la pista. Un purasangre argentino, Rayo de Luna, cogió ventaja, adelantándose rápidamente a los demás. El público vibraba, azuzando a sus favoritos, gritando sus nombres:

– ¡Hale, Vizcaya! ¡Adelante, Saltarelle! ¡Corre, corre, Regalía! ¡Animo, Bonita).

Los caballos terminaron la primera vuelta, y poco a poco Rayo de Luna comenzó a dar señales de fatiga. Tres potros se destacaron del grupo, rivalizando entre sí: Scarlet Thunder, Bonita y Panache. Pasaron la última curva y entraron en la recta, saliendo disparados hacia la meta. Panache, Bonita y Scarlet Thunder galopaban juntos, pegados casi, alternándose en la delantera. Los jockeys les surcaban el lomo sudoroso con sus pequeñas fustas. La muchedumbre gritaba sin parar. Salomáo Calif, viendo a su caballo en tan disputada porfía, hocico a hocico, rompió a gritar como un loco, revelando el acento árabe que a veces le salía en momentos de gran nerviosismo: -¡Gómedelo fifo!, ¡hale, gafaliño, gómedelo fifo!

Tan absortos estaban todos que no se dieron cuenta del avance fulminante de Panache, corriendo por el lado de la cerca de madera que ceñía la pista, tocándola casi. El favorito de Sarah Bernhardt tomó rápidamente la delantera. Tuvo aliento suficiente para adelantarse varios metros a sus dos adversarios y cruzar victorioso la línea de llegada.

El turfman, doctor Luiz Gaudie Ley, estaba ya eufórico en el paddock, esperando a su glorioso vencedor. Como presidente del Jockey Club y propietario, se sentía doblemente feliz: por entregar el premio y por recibirlo. En la tribuna imperial todos felicitaban a Sarah por su intuición hípica. La actriz pinchó al detective:

– ¿Lo ve, querido Holmes? Aquí, por lo menos, Francia llegó primero que Inglaterra.

– La felicito, madame. Lástima que los generales de Napoleón no tuviesen su perspicacia -ironizó el detective.

– Touché -respondió, risueña, la Divina.

Sherlock Holmes se dirigió al emperador:

– Pido permiso para despedirme de Vuestra Majestad. Ya ha terminado esto. Ha sido una tarde encantadora, y os la agradezco infinito.

Watson y Sherlock besaron la mano a Sarah Bernhardt y saludaron a todos. Al bajar los escalones de la tribuna, Holmes se volvió y preguntó:

– ¿Cómo se puede entrar en las caballerizas? Antes de volver al hotel querría averiguar una cosa.