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– Mucha gente piensa que estos jardines asimétricos se inventaron en Inglaterra…

– ¿Cómo dices, querido?

Sherlock carraspeó e insistió, con más ternura si cabe:

– No, que decía yo que hay mucha gente que piensa que estos jardines asimétricos son un invento inglés…

– ¿Y…?

– Que no es verdad, amor mío. Se comenzaron a hacer en

China, en el reinado de Long-Teching, y de allí los ingleses los llevaron a Europa. La gente que no entiende de esto afirma que esos jardines son un invento inglés, pasión de mi vida…

– Ya… -dijo Anna Candelária, llevando, intrigada, al detective hacia un banco de piedra que había a la sombra de un lozano jequitibá.

– Y después, amor mío, fue el arquitecto William Kent quien creó el primer jardín de paisaje en Europa, como éste mismo, y lo hizo en Stowe House. A pesar de su aspecto desordenado, la mezcla de plantas es científica, queridísima Anna… Las formas irregulares indujeron al escritor Horace Walpole a afirmar que, para Kent, «toda la naturaleza era un jardín». ¿Verdad que es bonito, amada mía? -concluyó Sherlock, galante, como quien acaba de recitar un poema de amor.

Atónita primero, risueña después, Anna Candelária le rebatió:

– ¿Sabes lo que es bonito? ¡Pues que estoy loca por darte un beso! -exclamó la muchacha, poniendo rápidamente sus labios sobre los de Holmes.

El inglés respondió a esto con un ardor insospechado. Ni él mismo sabía que su interior guardase tanto deseo. Comenzó a acariciarle el seno con una mano por encima de la blusa, tratando al tiempo de abrirse camino con la otra bajo las largas faldas de la bella muchacha. De pronto, con una osadía insólita en él en tales casos, se sorprendió a sí mismo preguntando, jadeante, a Anna:

– ¡Amor mío!, ¿por qué no vamos a tu casa?

– Bien querría yo, pero es que mi cuarto es alquilado, y la encargada es severísima -le explicó Anna Candelária, casi sin aliento.

– ¿Vamos a mi hotel? -insistió Sherlock, besándola, echado sobre ella en el banco.

– ¡Está muy lejos…! ¡deja!, ¡deja! -susurraba Anna, apretando cada vez más al inglés contra su cuerpo.

Sherlock, alucinado, le acariciaba los muslos calientes y húmedos bajo el pesado vestido. La mano nerviosa de la muchacha recorría al tiempo el sexo del detective. Incluso en plena pasión, la mente analítica de éste no podía menos de reflexionar sobre tan increíble fenómeno: que su miembro pudiese alcanzar tales proporciones y endurecerse de tal forma. Mordisqueaba los labios carnosos de Anna, que le contestaba explorando su boca con la lengua. Los dos habían perdido toda noción de tiempo o espacio. Ya ni siquiera sabían dónde estaban. Les daba igual que aquello fuese el Paseo Público, pues el instinto exacerbado de los dos amantes transformaba el vasto jardín en una alcoba. Trataban de rasgarse la ropa para sentir mejor el ardor de sus cuerpos, y ya estaban a punto de llegar al clímax de sus sensaciones sobre aquel lecho de piedra cuando los interrumpió bruscamente la voz de un agente del cuerpo de guardias urbanos: -¡Policía!, ¡dense ustedes presos!

Los dos se recompusieron de la mejor manera posible. Anna Candelária estaba asustada, pero Holmes recuperó enseguida su flema habituaclass="underline"

– Cálmese, agente. Le garantizo que no estábamos haciendo nada reprobable. Estábamos charlando -afirmó, mientras se volvía a meter los faldones de la camisa bajo los pantalones y trataba de abrocharse disimuladamente la bragueta.

El guardia tenía el genio vivo, a pesar de ser tan bajito: -¡Ustedes, los portugueses, son de lo que no hay! ¿Sabe usted lo que le digo? ¡Pues que hay que respetar la ley! ¡Esto, por si acaso no se había dado cuenta, ya no es una colonia! -le gritó, engañado por el acento de Holmes.

– Se equivoca, amigo, soy inglés, y me llamo Sherlock Holmes. -A mí me tiene sin cuidado lo que sea usted. Lo único que sé es que les he cogido en flagrante delito de atentar contra la moral y las buenas costumbres. ¡Esto, ciudadano, es el Paseo Público, entérese, y no la casa de la Bernarda! -dictaminó el guardia. Holmes, que no conocía la expresión, replicó, impasible: -Esta señorita se llama Anna, no Bernarda, y hágame usted el favor de no meter en este asunto a la tal Bernarda.

– ¡Se acabó la charla! ¡Al calabozo todo el mundo!

– Todo el mundo, no. Esta señorita no tiene nada que ver con lo que ha ocurrido aquí. Si ha ocurrido algo censurable, ella no fue más que la víctima de un insensato arrebato mío -confesó Sherlock, situándose, protectoramente, delante de Anna Candelária. El guardia pensó protestar, pero estaba solo y Holmes era más fuerte que él y parecía decidido a todo, de modo que optó por una solución intermedia:

– Bueno, de acuerdo, pero le advierto que, llegado el caso, a lo mejor ella tiene que declarar también.

El detective se despidió de Anna, todavía temblorosa, con un auténtico handshake británico. La muchacha se dirigió rápidamente hacia su casa, antes de que el polizonte cambiase de idea. Sherlock, entonces, se volvió al guardia:

– Bueno, ¿qué?, ¿vamos?

El guardia le cogió del brazo y salieron en dirección a la comisaría. La diferencia de altura entre ambos era tal que, de no ser por el garboso uniforme del cuerpo de guardias urbanos, habría resultado difícil dilucidar quién había detenido a quién.

Sherlock Holmes había estado a punto de perder su inefable virginidad bajo la copa de un frondoso jequitibá del idílico Paseo Público de Río de Janeiro.

El capitán Pina Couto, del quinto distrito del Cuerpo Militar de Policía de la Corte, estaba de pésimo humor. Y sus motivos tenía. Primero, le fastidiaban sobremanera los incidentes durante su turno nocturno; segundo, no toleraba la fama que empezaba a tener el nombre de Mello Pimenta. Y la mayor parte de la culpa de esa fama la tenía precisamente el inglés alto y lleno de aplomo que estaba ahora ante sus ojos. El guardia que le trajo a la comisaría le había explicado haría cosa de una hora las razones de la detención de Sherlock Holmes, pero Pina Couto sabía muy bien que, por mucho que le hubiera gustado hacerlo, no iba a poder empapelar al detenido. A fin de cuentas, Holmes era un invitado personal del emperador, y estaba tratando de descubrir al causante de los repulsivos crímenes del «cazador de orejas», como ya le llamaban los periódicos. Muy en contra de su voluntad, Pina Couto se dijo que no iba a poder procesar a Sherlock Holmes por atentado contra la moral y las buenas costumbres. Además, en cuanto el comisario Mello Pimenta se enterase de lo ocurrido, se encargaría de liberar a su «socio» de cualquier inconveniente.

Así y todo, Pina Couto resolvió dar una lección al detective. Antes de que Pimenta pudiese intervenir, le metería en la celda grande hasta el amanecer, junto con otros veteranos del calabozo, la escoria del hampa. No estaba bien lo que iba a hacer, de acuerdo, pero, así y todo, tampoco era cosa de tolerar, sin más, que un extranjero convirtiese los jardines públicos de la capital en auténticos refugios de sátiros.

– Lo que ha hecho usted, señor Holmes, es grave, muy grave. No acabo de comprender por qué razón lo hizo, habrían podido parar un cupé y dar la vuelta al parque -dijo el capitán, refiriéndose a los elegantes coches de alquiler decorados con espejos, seda damasquinada y apliques de plata, verdaderas camas ambulantes, que se anunciaban a diario en los periódicos.