– Ya le dije que no tengo nada que explicar. Haga el favor de llamar al comisario Mello Pimenta.
– A estas horas no tengo modo de dar con él. Lo siento muchísimo, pero no le va a quedar a usted más remedio que pasar la noche en chirona.
– Preposterous! -exclamó Sherlock Holmes, incapaz de dar con la palabra portuguesa equivalente.
– Yo no sé lo que pasa en su país de usted, pero aquí la ley es la misma para todos.
– Le garantizo que se va a arrepentir de esta desvergüenza.
– Perdone, señor Holmes, pero yo diría que la falta de vergüenza fue la de usted…
Pina Couto llamó a los guardias y les ordenó que acompañasen al detective a la cárcel, que estaba bastante apartada. En el cubículo al que le llevaron había cinco gigantescos facinerosos, impacientes por depararle el amable recibimiento de que solían ser objeto los presos novatos. Sherlock se puso tenso al ver aquellas caras al otro lado de la reja:
– ¡Exijo, por lo menos, una celda para mí solo!
– El capitán dijo que tenía que ser aquí -le informó uno de los guardias.
Los presos prorrumpieron en gritos de lo más grosero.
– ¡Ay, qué niño más bonito! ¿Es que no te gustamos?
– ¡Hale, ven, hombre, ya verás lo simpáticos que somos…!
Reían y le hacían ademanes grotescos. Sherlock trató de desasirse de los policías, pero enseguida llegó otro en ayuda de sus compañeros. Siguieron arrastrando al detective, que pataleaba, exigiendo que le soltasen. Cuanto más se aproximaban a la reja, tanto más gritaban los presos, con un estruendo realmente infernaclass="underline"
– ¡Sí, sí, muy bien, queremos a este bellezo para nosotros solitos!
Justo cuando el carcelero iba a abrir la puerta de hierro, una orden le paró en seco:
– ¡Suelten a ese hombre!
Era el comisario Mello Pimenta, que llegaba a toda prisa por el pasillo en compañía del capitán Pina Couto.
– ¿Todo bien, señor Holmes?
Holmes apartó de sí a los guardias, que aún seguían sujetándole los brazos, y se dirigió hacia éclass="underline"
– ¡Benditos los ojos, comisario! ¿Cómo supo dónde estaba yo?
– Fue la señorita Anna Candelária, que consiguió dar conmigo por medio de la comisaría. Enseguida me di cuenta de que sólo podía estar usted en el cuarto, el quinto o el sexto distrito, y tuve la suerte de pasar por aquí primero. Bueno, todos hemos tenido suerte, yo, usted y, sobre todo, este idiota de Pina Couto. No quiero pensar lo que habría hecho de haberle pasado a usted algo -dijo Pimenta, mirando ferozmente al capitán.
– Perdón, comisario. No ha sido más que un malentendido. Cuando llegó usted yo ya estaba disponiéndome para poner en libertad al señor Holmes -se disculpó, descaradamente, Pina Couto.
Mello Pimenta no se molestó en contestarle. Dio media vuelta en compañía de Sherlock y los dos se dirigieron a la salida, mientras los presos, en la celda, se lamentaban, jocosos:
– ¡Anda, vuelve, guapura!
– ¡Ay, qué lástima!
– ¡Vaya, qué pena!
– ¡Y pensar que nos íbamos a echar una novieta portuguesa…!
20
Finalmente, y después de casi dos meses en Río de Janeiro, Sarah Bernhardt se despedía del público brasileño en el Teatro San Pedro de Alcántara. Para punto final de tan memorable temporada, la actriz escogió Phedre, de Racine, con ella misma en el papel principal. Había estado también en Sao Paulo, representando Fedora, Frou-Frou, Adrienne Lecouvreur y, por supuesto, La dama de las camelias. Los estudiantes de derecho de la facultad de la plazuela de San Francisco fueron varias veces a saludarla al teatro, y tiraban al suelo sus capas, entusiasmados, saludándola en una lengua que no alcanzaba del todo a ser la de Victor Hugo.
– Písez!, pisez sur nos capotes, madame! -repetían, sin saber que capotes no quiere decir «capas» en francés, sino «preservativos».
Pero la Divina, siempre elegante, perdonó tan inofensivo error, declarando a la prensa antes de volver a Río de Janeiro:
– La jeunesse intelligente et généreuse de Saint Paul ne sait pas cacher ce qu'elle sent.
Volvía a llover sobre la ciudad, pero eso no iba a empañar el brillo del acontecimiento. Cuatro días antes ya se habían vendido todas las localidades.
A pesar de sus tribulaciones de la víspera, Sherlock Holmes no se hubiera perdido el espectáculo de aquella noche por nada de este mundo. El y el doctor Watson iban a presenciarlo desde el palco imperial. Holmes, personalmente, pensaba que Racine no tenía categoría para limpiarle los zapatos a Shakespeare, pero el hecho de ser la gran Sarah Bernhardt la intérprete superaba las diferencias. Estaba terminando de arreglarse y Watson le aguardaba impaciente:
– Vamos, Holmes, no podemos llegar después del emperador.
El detective se metió en el bolsillo su pipa y un paquetito de cannabis. Desde que conocía a Anna Candelária había cambiado la nociva cocaína por el efecto suave de la nueva hierba. Echó una última ojeada de aprobación a su reflejo en el espejo y salió, junto a Watson, en dirección a la salida del hotel.
La lluvia hacía difícil dar con un vehículo de alquiler. Watson miraba angustiado su reloj de bolsillo, mientras una calesa, que llegaba a toda velocidad tirada por dos caballos blancos, se detuvo a la puerta del hotel. Se bajó de ella un gigante negro, fusta en mano, y avanzó hacia Sherlock Holmes. Era Mukumbe, el factótum de la baronesa de Avaré, que se dirigió a él sin pérdida de tiempo en correctísimo inglés:
– Buenas noches, señor Holmes, me alegro infinito de encontrarle aquí todavía.
– ¿Pues qué pasa, Mukumbe?, salimos con retraso, no podemos perdernos el principio de la obra.
– ¿Y por qué no?
Mukumbe se acercó más a Holmes y a Watson, y les preguntó en voz baja:
– ¿Han oído hablar del candomblé! -¿Cómo?
– Sí, el candomblé, la religión de los yorubas, mi nación. Watson, realmente angustiado, respondió, al tiempo que consultaba de nuevo su reloj de bolsillo:
– No, nunca, y créame que en este momento no tenemos tiempo para hablar de cuestiones espirituales. La función está a punto de empezar.
Trató de seguir adelante, junto con Sherlock, pero Mukumbe los sujetó del brazo con firmeza:
– El asunto es serio de veras, señor Holmes. Mi babalorixá, el rey Obá Shité III, me ordenó que les llevase a ustedes dos a su ilé. Es a propósito de los asesinatos.
– En primer lugar, ¿qué quiere decir eso de babalorixá e ilé?
– Babalorixá es el gran sacerdote, e ilé el templo donde éste les espera.
– ¿Y qué tiene que ver usted con todo eso? -indagó Holmes, todavía confuso.
– Es que yo soy ogá axogum del rey Obá Shité III.
– Pues sigo sin enterarme.
Mukumbe se lo explicó, apremiante:
– El ogá es el maestre de los sacrificios, el que los ejecuta. No tenemos mucho tiempo, señor Holmes. El rey Obá Shité ha recibido información importante de los orixás sobre el monstruo que está matando a las chicas.
Watson saltó irritado:
– Pues dígale usted al rey Obá Shité III que el emperador don Pedro II nos está esperando.
E iba a hacer seña a una victoria de que parase, cuando Holmes se lo impidió:
– Querido Watson, nuestro amigo tiene razón. Si este asunto tiene que ver con los asesinatos, lo siento muchísimo, pero no podremos aplaudir hoy a Sarah Bernhardt.
Y, sin más, empujó al doctor hacia la calesa, subiéndose detrás de él. Mukumbe saltó al pescante y fustigó a los caballos, que salieron disparados por el empedrado mojado de la calle Fresca.
El ilé del babalorixá yoruba nagó, Su Majestad el rey Obá Shité, estaba situado a los pies del otero de Gamboa, enfrente de la playa de la Chichorra, pegada a la Hondonada del Alférez. Allí se celebraba el más puro ritual de la religión yoruba. Al entrar en la calle de la Salud, Holmes y Watson comenzaron a oír el redoble lejano de los tamboriles que anunciaban la fiesta. Era día de salida de un «barco», o sea cuando los hijos y las hijas de santo, como se llama a los jóvenes de ambos sexos consagrados al culto fetichista afrobrasileño, se incorporaban oficialmente y por primera vez a sus orixás. El canto misterioso de las iaòs empapaba la noche con un desconcertante misticismo telúrico. Mukumbe paró el vehículo a la entrada del ilé, y los tres fueron a pie por el lugar en el que los iniciados, salidos de la cámara donde habían estado encerrados hasta entonces, bailaban ataviados en las ricas vestiduras de Xangó, Ogum, Iansá, Naná, Iemanjá, Oxum, Oxóssi y Oumaré. Los tres siguieron en dirección al apere, el trono donde estaba sentado, impresionante, el babalorixá Obá Shité III.