– Bueno, ¿qué?, ¿nos vamos? La verdad es que esta noche no ha ocurrido nada de particular.
Sherlock Holmes no acababa de creer lo que veían sus ojos:
– Pero, Watson, ¿es que no te acuerdas de nada?
– Sí, claro que me acuerdo, me acuerdo perfectamente. Entramos en esta sala y el negro ridículo ese se puso a mezclar conchas. Pero, aparte de esto, aquí no ha pasado nada. Lo que siento, y mucho, es que hayamos tenido que perdernos la maravillosa representación de Sarah Bernhardt por culpa del entusiasmo precipitado del joven este.
Holmes, angustiado, trataba de azuzarle la memoria:
– ¡Vamos, hombre, vamos!, dime el nombre del serial killer.
El doctor respondió fríamente:
– Querido mío, pienso que el sol de los trópicos te ha hecho hervir los sesos. ¿Por qué piensas que voy a conocer yo a ese repugnante asesino?
Holmes trató, una vez más, de contarle lo ocurrido.
– Pero, Watson…
Sin prestar oídos a sus palabras, el doctor Watson, muy tieso y digno, se dirigió a toda prisa a la salida:
– Bueno, señores, pásenlo ustedes bien -dijo, brusco, calándose el sombrero sobre la cabellera empapada en sangre de gallina.
21
A pesar de lo temprano de la hora, una turba alegre y ruidosa había ido a decir adiós a Sarah Bernhardt. Si fueron tres mil los que acudieron a recibirla, ahora eran por lo menos el doble los que se apretujaban en el muelle de Pharoux.
Phedre, la obra representada la víspera como despedida, había superado todas las expectativas. Al final, el actor Vasques declamó unos versos suyos, escritos especialmente para la ocasión, cuyo estribillo repetía en cada cuarteto: «…tu nombre, Sarah Bernhardt!».
Los espectadores del patio de butacas no pudieron contenerse y se liaron a tirar al escenario sombreros, paraguas y hasta abrigos. La delegación francesa invadió la escena con una enorme corbeille de flores que formaban los colores de la bandera de su país.
A pesar del mal tiempo, un sinnúmero de entusiastas acompañó el coche de la Divina hasta el Gran Hotel después del espectáculo, entre estruendosas ovaciones y gritos de «¡Viva Sarah Bernhardt!», pasajes de La Marsellesa resonaron por todas las calles hasta la madrugada.
Exhausta y emocionada, tratando de huir de tanta manifestación de afecto en el momento de embarcarse, Sarah llegó con mucha anticipación al Britannia, el vapor de la Pacific Steam Navigation Company que iba a llevarla a Buenos
Aires. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos, porque sus admiradores no cesaron de gritar cariñosamente su nombre hasta que consiguieron obligarla a aparecer en el combés. La multitud, enternecida, la saludaba con pañuelos azules, blancos y rojos.
Entre los que se apretujaban para rendir este último homenaje a la gran actriz estaban Sherlock Holmes y Artur Azevedo, Miguel Solera de Lara, Guimaráes Passos, el marqués de Salles y, naturalmente, Paula Nei, que había sido el primero en darle la bienvenida, cosa de mes y medio antes, a bordo del Cotopaxi.
El doctor Watson se quedó en el hotel, tratando de eliminar los últimos vestigios de sangre coagulada de gallina que se obstinaban en no soltar su cuero cabelludo. El doctor seguía negándose a creer la insólita experiencia por la que había pasado en el ilé de Obá Shité, y atribuía el incidente a una broma de mal gusto. Se empecinaba en afirmar que alguien le había echado sangre en el interior de su sombrero.
La compañía Heller se presentó en pleno. Anna Candelária confesó a Holmes:
– Estoy triste.
– ¿Por qué?
– Esta partida me recuerda que también tú nos dejarás uno de estos días…
A Holmes se le encogió el corazón. Ya sentía un afecto muy especial por aquel país tan lleno de contradicciones. Se tocó la cinta de Xangó que le había dado Obá, y se dijo que, además, iba a sentir profundamente separarse de Anna. Tuvo una idea súbita.
– ¿Y por qué no te vienes conmigo a Londres?
Anna Candelária le miró largamente, como sopesando esa posibilidad:
– No sé…, difícil me parece…, después de todo, mi tierra, mi vida, todo lo mío está aquí.
Antes de que el detective pudiese insistir, se oyó su nombre, gritado por alguien en medio del tumulto:
– ¡Señor Holmes!
Era el comisario Mello Pimenta, que se acercaba, abriéndose camino. Venía agitado, con un sobre en la mano.
– Buenos días, comisario, ¿de modo que también usted viene a despedirse de madame Bernhardt?
– Bueno, la verdad es que venía buscándole a usted. Hay novedades -le dijo, blandiendo una hoja de papel.
– ¿Y de qué se trata?
– Pues, nada menos, que he recibido en la comisaría una carta del asesino -reveló el comisario en voz baja al oído de Sherlock.
Holmes quiso quitarle la carta de las manos.
– No, señor Holmes, aquí hay mucha gente. Además, vamos a tener más ayuda. Me figuro que usted no sabrá quién es Nina Milet.
– Pues, no, la verdad, no lo sé.
– ¿Quién es Nina Milet? -preguntó Guimaráes Passos, metiéndose de pronto en la conversación.
– Un joven criminalista y patólogo de Bahía que está aquí haciendo su doctorado. Nos ha ayudado mucho en algunas investigaciones, y nuestro caso le interesa. Quiere ayudarnos a reconstruir el perfil del asesino.
El marqués de Salles, que se acercó al grupo, intervino también en la conversación:
– Estupenda idea. Podríamos reunimos en el Lacombe. Voy a convocar a la canalla. Pienso que todos podremos echar una mano.
Mello Pimenta iba a decir que no estaba de acuerdo con tal idea, que aquello, después de todo, era asunto exclusivo de la policía, pero a Sherlock le pareció bien la proposición del marqués. Ante el callejón sin salida en que se encontraban, cualquier colaboración, incluso si los que la ofrecían eran aficionados, sería bienvenida.
– Bueno, qué, entonces nos vemos todos en el Lacombe, ¿no? Yo me encargo de llevar al señor Holmes -se ofreció Guimaráes Passos.
El detective se volvió hacia Anna Candelária para proseguir la conversación interrumpida, pero la muchacha se había apartado en silencio, juntándose a la troupe de Heller, que ya empezaba a irse del muelle. Holmes trató de llamarla, pero el alegre estruendo de la multitud sofocó su voz.
Se oyó el silbido plañidero del Britannia, dando la impresión de que hasta al transatlántico le dolía la hora de la partida. En torno al vapor, que ya empezaba a moverse, había aún varias lanchas menores, y los que iban en ellas lanzaron tres vítores al mito viviente que los abandonaba. Luego tiraron al mar pañuelos azules, blancos y rojos, formando así una inmensa alfombra de colores en la estela de la nave. Y mientras ésta se alejaba, Sarah Bernhardt ondeaba, emocionada, una bandera brasileña que tenía en la mano.
El restaurante Lacombe estaba en un segundo piso de la calle de San José. Su menú ofrecía los platos más variados: sopa de cajús, pajaritos fritos con plátanos, empanadillas de ostras, brotes de calabaza, tallos de taioba, huevos de tortuga, araras, papagayos y periquitos asados, pechuga de ternera con mariscos, rabo de vaca con pulpa de lentejas, corazón de vaca asado, ganso ensopado de samambaia, chuletas de venado, ranas rehogadas con lagartos, y guisado de tortuga. Pero la gran especialidad del Lacombe era la cobra. El cocinero, Afránio, se enorgullecía de su receta, que daba con todo detalle: «La cobra», decía, «tiene una carne de lo más delicioso, que no le cede en gusto a la de ningún pescado, al cual, por cierto, se parece. Los que han comido carne de cobra la prefieren a todas las demás. Pero lo más notable de esta carne es su eficacia para la cura de molestias cardíacas, de sífilis persistente y, sobre todo, de la lepra, la cual, cuando está empezando, desaparece del todo con la carne de cobra. Como es natural, hay que perder ese horror instintivo que nos inspira la cobra, y, sobre todo, el prejuicio de que su carne tiene que ser venenosa, porque se sabe perfectamente que la cobra sólo tiene veneno en unas bolsitas que lleva debajo de los colmillos. Aparte de que ese veneno no hace ningún daño si se bebe, porque únicamente es mortal al entrar en contacto con la sangre. Ahora bien, antes de preparar carne de cobra es importante cortarle la cabeza al reptil, luego arrancarle la piel, y, finalmente, abrirlo y limpiarlo bien. Después hay que cortar la cobra en pedazos, rehogarla con dos cucharadas de grasa y una cebolla picada, espolvorearla con una cucharada de harina de trigo y una tacita de agua, sal, salsa, pimienta y un poco de nuez moscada rallada. Se deja hervir hasta que cueza, añadiendo al caldo yemas de huevo disueltas en un vaso de vino. La carne de las cobras vivíparas es preferible a la de las ovíparas, y la de la de cascabel es la más delicada y sabrosa».