Выбрать главу

Les mostró la hoja, donde había dibujado un violinista vestido de negro. En vez del arco, llevaba en la mano un enorme compás para medir cráneos. Le colgaba del cuello un collar de orejas y bailaba pisoteando un montón de mujeres muertas, desnudas, de cuyas vaginas, casi lampiñas, saltaban cuerdas de violín retorcidas como muelles de reloj. Su miembro, flácido y pequeño, le salía, colgante, de los pantalones. Tan pavorosa era la figura que todos quedaron como hipnotizados por ella. Poco a poco fueron dándose cuenta de que el monstruo tenía las facciones del ilustre Nina Milet. Era una protesta silenciosa del artista contra las absurdas teorías que propugnaba el doctor.

Casi lo único positivo de la comida fue el postre especial con que la remató Afránio: Delicia de los Afligidos, un dulce a base de chocolate y ámbar. A todos les gustó mucho, y la consumieron ávidamente, pues, según el cocinero, era excelente para restaurar las energías perdidas en los excesos sexuales.

22

Él está solo en la capilla, al otro lado del ataúd abierto de su madre. Irónicamente, después de largos años de imaginarse enfermedades inexistentes, la vieja loca ha sucumbido en pocos días a la fiebre devastadora de la viruela. El, por su parte, no siente ni dolor ni pena. Una sensación de libertad le invade el alma al observar el cadáver devastado. Tenían razón los esclavos negros de la finca de su padre, cuando en noches de magia negra, y siendo él todavía niño, le llamaban, asustados, Oluparun. Como decir el ángel de la exterminación, que también es un destructor. Él es uno de los siete ángeles que guardan los siete cálices del Apocalipsis. Él es la mortaja de la Gran Prostituta. La Gran Prostituta, llegada para contaminar a los reyes de la tierra, y, de esta forma, pervertir al necio emperador de los trópicos. Basta. Los habitantes de la tierra ya no se embriagarán más con el vino de su concupiscencia. Él sabe que Oluparun debe segar a la mujer llena de nombres de blasfemia, a la mujer siempre adornada de oro y piedras preciosas y perlas, y en cuyas manos impuras está el cáliz de las execraciones y las inmundicias de su propio libertinaje. Ha llegado la hora de abatir a la Gran Prostituta de esta agreste Babilonia. A la mujer que despertó en él la bestia de la lujuria. Ahora él es Oluparun, y la Bestia y el Angel se funden en un solo ser. Él es la bestia que se embriagará con la sangre de la madre de todas las putas y de todas las abominaciones de la tierra. El ansia el instante de dejarle escrito en la frente un nombre: MISTERIO. La Bestia odia a la Prostituta, y jará desolada y desnuda, y le comerá las carnes y la consumirá en el fuego, porque el Angel le ha puesto en la mente ejecutar los designios de Oluparun. Sólo entonces dejará de ser la Bestia. El Angel amará a la Bestia que era y ya no es.

Aquella noche fresca de mediados de julio, la baronesa de Avaré, Maria Luisa Catarina de Albuquerque, termina de leer Splendeurs et miséres des courtisanes, de Balzac, cómodamente sentada en el gabinete íntimo de su palacete de Cosme Velho. Como no espera ninguna visita, no lleva más que un peignoir de seda sobre el fino camisón de organdí. De vez en cuando toma un marrón glacé de Cailtau o un sorbito de champán. La brisa le pasa la página del libro. Esto a Maria Luisa le extraña, pues tiene la seguridad de haber cerrado los batientes del balcón, a sus espaldas. Vuelve la cabeza sin levantarse, y le ve allí, en pie, en la terraza. Le riñe, sorprendida.

– ¿Tú?, ¡qué susto me diste!, ¿pero, hombre, dónde se ha visto esto?, ¡aparecer así, a estas horas, y sin avisar!

Él no dice nada. Avanza despacio por la sala en dirección a Maria Luisa. La baronesa no sabe qué decir al verle avanzar, sombrío y taciturno. Se le ocurre que a veces la pérdida de un ser querido puede provocar curiosas reacciones en la gente.

– Me han dicho que murió tu madre. Quedé consternada. Sé cuánto la querías.

El no responde. Ella se levanta y comienza a retroceder de forma imperceptible. Él sigue acercándose, paso a paso, las manos cruzadas a la espalda. La baronesa se da cuenta de que hay algo insólito en este comportamiento. Trata de bromear:

– ¡Vaya, hombre!, ¿no sabes que causa mala impresión visitar a una viuda joven a estas horas de la madrugada?

El descruza lentamente las manos, mostrando el violín con una sola cuerda. Pasa el arco sobre el instrumento, prolongando el sonido triste y monocorde. Maria Luisa reconoce su Stradivarius y, súbitamente, lo comprende todo. Corre a la puerta en busca de socorro:

– ¡Mukumbe!, ¡Mukumbe!

Abre las puertas de la salita y su grito se congela en el aire: sobre el balaústre de la escalera que conduce al zaguán hay una bandeja de plata con la cabeza de Mukumbe, cuyos ojos sin vida parecen mirarla fijamente, pidiendo indulgencia.

Él la coge por los pelos y tira de ella hacia el gabinete. Lleva el puñal largo en la mano. Maria Luisa se debate, lucha por la vida, pero sus tentativas son inútiles ante fuerza tan descomunal. Suplica, agarrada a sus piernas:

– ¿Por qué? ¿Por qué?

Pero un golpe seco de la daga, entrándole por la boca y penetrándole en el cerebro, acalla sus súplicas.

Él se arrodilla, lívido, a su lado, le rasga el pecho con la hoja, le arranca el corazón aún caliente y devora el órgano sanguinolento. Gime de gozo y los pantalones se le empapan en semen durante tan macabro festín.

Maria Luisa Catarina de Albuquerque yace muerta a los pies de Miguel Solera de Lara.

Este sigue jadeante junto al cuerpo profanado. Le corta cachazudamente las orejas y, sin olvidar el detalle indecoroso, entierra la última cuerda que le quedaba al violín, que es la de re, entre la crespa pelambre púbica.

Aún falta todavía un detalle a la tétrica ceremonia. Se moja los dedos en la sangre que brota de la boca abierta de par en par y escribe en la cabeza la palabra MISTERIO. Luego, levantándose y saltando desde la terraza, desaparece en la noche protectora.

¡Pobre baronesa de Avaré, alegre cortesana de Palacio! Su mayor pecado fue despertar inocentemente la lascivia enfermiza del Oluparun.

Para Pimenta y Holmes, que estaban tomando café sentados a una mesa del bar del Hotel Albión, no cabía la menor duda: desde el principio mismo de los crímenes, el asesino había tenido a la baronesa en su punto de mira. Y se había arriesgado mucho al ejecutar a su víctima en la casa de ésta, como demostraba palmariamente el baño de sangre que había dejado allí. Además de a Mukumbe, había tenido que asesinar con gran destreza y celeridad a tres esclavos y a dos muchachas a fin de coger a Maria Luisa por sorpresa. Y sólo ella le había merecido tan enigmática inscripción.

– ¿Tiene usted la menor idea de lo que pueda querer decir, señor Holmes?

– Si no me engaño, es una alusión al Apocalipsis de San Juan, donde hay un pasaje en el que este profeta describe a la «Gran Prostituta» con la palabra «misterio» en la frente.

– Pues la verdad es que siento mucho que el loco ese juzgase tan mal a la baronesa -dijo Mello Pimenta, haciendo girar lentamente la cucharilla en la tacita.

Los dos estaban profundamente deprimidos. Habían pasado la mañana entera registrando con gran detalle el palacio de la baronesa, pero sin encontrar nada que les pudiese ayudar en sus investigaciones. Pimenta recogió la cuerda de violín con una incómoda sensación de alivio. Algo le decía, quizás equivocadamente, que ahora, por lo menos, se cerraría el ciclo de los horrendos crímenes del maldito instrumento. Acompañó a Sherlock Holmes al hotel al comienzo de la tarde, pero ninguno de los dos quiso comer nada tras el espantoso espectáculo que ofrecía ahora la bella mansión de la baronesa.

Estaban en silencio, tomando sorbitos de café, cuando Inojozas entró en el bar con aspecto agitado. Su cabello, habitualmente peinado con mucho esmero, estaba ahora muy revuelto, y ni siquiera se había cuidado de darse cera en las guías del bigote: