La pobre apenas tuvo tiempo de ver el largo puñal reluciendo a la luz de las farolas. Su pequeño rostro se vio envuelto inmediatamente en una capa y toda ella precipitada de bruces contra el parapeto. La hoja hizo una incisión perfecta en la parte inferior del vientre, subiendo lentamente hacia el esófago y hendiendo con pericia todo el abdomen. La muchacha no tuvo consciencia de lo que le ocurría. Sintió frío, mucho frío, y cayó en uno de los depósitos, tiñendo de rojo las aguas de la fuente. El agresor se inclinó sobre el cadáver, cortándole las orejas. Sin saber a ciencia cierta por qué, las husmeó antes de guardárselas. Finalmente, sacó el violín, que llevaba sujeto a la cintura y disimulado con la capa, y ejecutó el mismo macabro ritual de la vez anterior, sólo que con la cuerda de sol, enrollándola entre los pelos del pubis y alejándose en dirección a la iglesia de Santana, mientras con las dos cuerdas restantes del violín ejecutaba una czarda patética y melancólica.
Para el comisario Mello Pimenta, aquella calle sería siempre la calle de Bobadela. Bien conocía él desde niño la estrecha vía, y le daba igual que luego la hubiesen cambiado de nombre. «¿De modo que ahora se llama de la Vieja Guardia?», pensaba, melancólico. El cambio había sido culpa de la Guardia Militar, instalada allí para mantener el orden entre los aguadores que frecuentaban la fuente de la Carioca. Mello Pimenta cruzó la calle, pasó por delante del convento de San Antonio y siguió por la plazuela de la Carioca, hasta llegar a la fuente. Estaba agotado. Había pasado la noche y parte de la mañana tratando de resolver un problema de esclavos huidos al refugio de Gávea. El, en secreto, era convencido abolicionista, pero no tuvo más remedio que atender las quejas del propietario, que estaba muy recomendado por el señor jefe de la policía. El sol del mediodía apenas le molestaba, aunque le fastidiaba mucho que el cadáver de la muchacha aún no hubiese sido recogido y llevado al depósito. Un cordón de policías, «mata-cachorros» se les llamaba, impedía a la rala multitud de curiosos apretujarse en torno a la joven muerta. «Parecen moscones», pensó, sintiendo que su irritación crecía por momentos. Cruzó el cordón y se acercó al doctor Saraiva, que ya estaba allí. El forense tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre, culpa, probablemente, del exceso de alcohol. Saraiva era competente, aunque en más de una ocasión había estado a punto de perder el empleo por su apego al aguardiente de melaza. El aguardiente le soltaba la lengua, y los periodistas le sacaban entonces cuanta información querían, por secreta que fuese. Mello Pimenta fue al grano, sin decirle siquiera buenos días:
– ¡A ver profesor!, ¿qué me puede decir?
– Pues nada bueno, nada bueno… -respondió Saraiva, rascándose la cabeza con la mano ensangrentada y dejándose un mechón rojo más en la cabellera blanca-. Esto me recuerda mucho el caso de la prostituta de la calle del Regente.
– ¿Qué es lo que se lo recuerda?, ¿una puta más asesinada?
– No, no. Por los papeles que he encontrado en el cadáver, esta vez se trata de una hija de familia. Llevaba una carta de presentación en la que se decía que era camarera de palacio. Se llamaba Francisca Meireles y era sobrina del pintor del mismo apellido, Vítor, amigo del emperador, de la Academia Imperial de Bellas Artes.
– ¡Lo único que nos faltaba! ¿Y qué es lo que le recuerda el otro asesinato?
– Pues, primero: que también le faltan las dos orejas; y, luego, la violencia de los tajos. El asesino la despedazó como a un lechoncito -a Saraiva le encantaban estas analogías culinarias-, y, además, se percibe la misma precisión en el uso del cuchillo.
Pimenta se dio cuenta de que la víctima apretaba algo con la mano izquierda. El brazo salía del depósito, como si la muerta hubiese hecho un último esfuerzo para que lo que tenía así cogido no se le mojase. El policía trató de separar los deditos, ya rígidos, pero en vano.
– Con su permiso -intervino Saraiva, acercándose. Cogió la mano sin vida y la golpeó con fuerza contra la piedra de la fuente, como si de una nuez se tratase. Los dedos, rotos, se abrieron, dejando ver una tarjeta apretujada. El médico cogió entre el pulgar y el índice la cartulina con la dedicatoria de la actriz y se la tendió a Pimenta con mucha afectación.
Este la leyó con interés.
– Sarah Bernhardt -dijo-, ¿no es la francesa esa que actúa ahora en el San Pedro?
– Exactamente, la mejor actriz del mundo. ¿Es que no ha ido usted todavía a verla?
– Ya me dirá cuándo, como si uno tuviese tiempo para todo. La última vez que puse el pie en el teatro fue para ver a Joáo Caetano en Antonio José -volvió a echar una ojeada a la tarjeta-. Está visto que esa chica estuvo en la función de anoche. No sé, la verdad, si esto nos va a servir de mucho -añadió, guardando la tarjeta en el bolsillo del chaleco.
Saraiva cogió al detective por el brazo y lo atrajo hacia sí:
– Pero esto sí que va a serle útil -dijo, sacando del bolsillo la cuerda de violín-. Mire, otra cuerda musical. Y entre los pelos del pubis. Y, probablemente, del mismo instrumento.
Como quien se quita una mota de carbón de la chaqueta, el forense cogió un pelo que aún estaba enrollado a la cuerda y se lo tendió al comisario:
– Un souvenir…
Pimenta lo miró con asco. No había prestado mucha atención a la cuerda del primer crimen, pero era evidente que esta repetición indicaba claramente que se trataba del mismo demente. Ahora lo urgente era averiguar a qué tipo de instrumento pertenecía la cuerda y descubrir qué tipo de patología cerebral podía inducir a alguien a coleccionar orejas. A lo mejor tales extravagancias resultaban ser otras tantas pistas dejadas por el desequilibrado. Porque ya no podía caber duda de que se trataba de la misma persona, y de que era un desequilibrado. Dos víctimas en menos de un mes. Pimenta esperaba que el monstruo no continuase por aquel camino. En todos sus años de policía nunca había visto nada parecido. Dos víctimas a manos del mismo asesino, ¡y tan distintas entre sí! La una, prostituta; la otra, camarera del palacio imperial. Se puso a pensar en posibles semejanzas: jóvenes las dos, muy jóvenes, y bonitas. No tenían orejas, pero eso carecía de importancia. Antes de caerles la desgracia de topar con aquel monstruo, tenían cuatro orejas, bueno, mejor dicho: dos cada una. Pimenta se dio cuenta de que ya no razonaba con coherencia. El sol y la fatiga comenzaban a embotarle las ideas. Lo que tenía que hacer era irse a casa, lavarse la cara y comer algo. Se despidió de Saraiva:
– Bueno, pues yo ya no tengo más que hacer aquí. Si descubre algo nuevo, ya sabe, me lo dice.
– También yo me voy enseguida. Estoy aquí esperando a los que vienen a llevarse el cadáver. Quiero comenzar la autopsia esta misma tarde, y cuanto antes mejor. Pero me temo que, así y todo, va a ser difícil dar con algo nuevo. Bueno, a menos que le interese saber qué comió la muchacha antes de ir al teatro… -rió, mostrando una vez más lo mucho que le gustaba esa clase de chistes.