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Tomó la faltriquera, se dirigió a la ventana rota y emitió un agudo silbido. Momentos después, oyó los cascos de Tornado en el patio, saludó con un gesto y saltó afuera. Rafael Moncada y el sargento García corrieron tras él, llamando a la tropa. Recortada contra la luna llena vieron la silueta negra del misterioso enmascarado en su magnífico corcel.

– ¡Hasta la vista, señores! -se despidió el Zorro, haciendo caso omiso de las balas que le pasaban rozando.

Dos días más tarde Rafael Moncada se embarcó en la nave Santa Lucía con su cuantioso equipaje y los criados que había traído de España para su servicio personal. Diego, Isabel y el padre Mendoza lo acompañaron a la playa, en parte para cerciorarse de que partiera y en parte por el gusto de verle la cara de furia. Diego le preguntó con tono inocente por qué se iba tan de súbito y por qué llevaba un vendaje en el cuello. A Moncada la imagen de ese joven acicalado, que chupaba pastillas de anís para el dolor de cabeza y usaba un pañuelo de encaje, no le calzaba para nada con la del Zorro, pero seguía aferrado a la sospecha de que ambos eran el mismo hombre. Lo último que les dijo al embarcarse fue que no descansaría ni un solo día hasta desenmascarar al Zorro y vengarse.

Esa misma noche Diego y Bernardo se encontraron en las cuevas. No se habían visto desde la oportuna aparición de Bernardo en la hacienda para salvar al Zorro. Entraron por la chimenea de la casa, que Diego había recuperado y empezaban a reparar del abuso de la soldadesca, con la idea de que, tan pronto estuviera lista, Alejandro de la Vega volvería a ocuparla. Por el momento, éste convalecía al cuidado de Toypurnia y Lechuza Blanca, mientras su hijo aclaraba su situación legal. Con Rafael Moncada fuera del cuadro, no sería difícil lograr que el gobernador levantara los cargos. Los dos jóvenes se disponían a iniciar la tarea de convertir las cuevas en la guarida del Zorro.

Diego quiso saber cómo había hecho Bernardo para presentarse en la hacienda, galopar un buen rato perseguido por la tropa, saltar al vacío desde los acantilados y simultáneamente aparecer en la portezuela de la chimenea en el salón de la casa. Debió repetir la pregunta, porque Bernardo no entendió bien de qué hablaba. Nunca estuvo en la casa, le aseguró con gestos, Diego debió haber soñado ese episodio. Se lanzó al mar con el caballo porque conocía muy bien el terreno y sabía exactamente dónde caer. Era noche cerrada, explicó, pero salió la luna, iluminando el agua, y pudo dar con la playa sin dificultad. Una vez en tierra firme comprendió que no podía exigir más a su extenuado corcel y lo dejó libre. Tuvo que caminar varias horas para llegar al amanecer a la misión San Gabriel.

Mucho antes había dejado a Tornado en la cueva, para que lo encontrara Diego, porque estaba seguro de que se las arreglaría para escapar una vez que él distrajera a sus captores.

– Te digo que el Zorro vino a la hacienda para ayudarme. Si no eras tú, ¿quién fue? Lo vi con mis propios ojos.

Entonces Bernardo pegó un silbido y de las sombras salió el Zorro con su espléndido atavío, todo de negro, con sombrero, máscara y bigote, la capa echada sobre un hombro y la diestra sobre la empuñadura de su espada. Nada faltaba al impecable héroe, llevaba incluso el látigo enrollado en la cintura. Allí estaba, de cuerpo entero, alumbrado por varias docenas de velones de sebo y un par de antorchas, soberbio, elegante, inconfundible.

Diego quedó pasmado, mientras Bernardo y el Zorro contenían la risa, saboreando el momento. La incógnita duró menos de lo que éstos habrían deseado, porque Diego se dio cuenta de que el enmascarado tenía los ojos bizcos.

– ¡Isabel! ¡Sólo podía tratarse de ti! -exclamó con una carcajada.

La muchacha le había seguido cuando fue a la cueva con Bernardo la primera noche que desembarcaron en California. Los espió cuando Diego le dio a su hermano el traje negro y planearon la existencia de dos Zorros en vez de uno, entonces a ella se le ocurrió que mejor aún serían tres. Le costó muy poco obtener la complicidad de Bernardo, quien la consentía en todo. Ayudada por Nuria, cortó la pieza de tafetán negro, regalo de Laffite, y cosió el disfraz. Diego argumentó que ése era un trabajo de hombres, pero ella le recordó que le había rescatado de las manos de Moncada.

– Se necesita más de un justiciero, porque hay mucha maldad en este mundo, Diego. Tú serás el Zorro, y Bernardo y yo te ayudaremos -determinó Isabel.

No hubo más remedio que aceptarla en la pandilla, porque como argumento final ella amenazó con revelar la identidad del Zorro si la excluían.

Los hermanos se colocaron sus disfraces y los tres Zorros formaron un círculo dentro de la antigua Rueda Mágica de los indios que habían trazado con piedras en la infancia. Con el cuchillo de Bernardo se hicieron un corte en la mano izquierda. «¡Por la justicia!», exclamaron al unísono Diego e Isabel. Bernardo se sumó haciendo el signo apropiado en su lenguaje de señas. Y en ese momento, cuando la sangre mezclada de los amigos goteaba al centro del círculo, creyeron ver que surgía del fondo de la tierra una luz incandescente que bailó en el aire durante varios segundos. Era la señal del Okahué, prometida por la abuela Lechuza Blanca.

BREVE EPÍLOGO Y PUNTO FINAL Alta California, 1840

A menos que seáis lectores muy distraídos, sin duda habréis adivinado que la cronista de esta historia soy yo, Isabel de Romeu. Escribo treinta años después de que conociera a Diego de la Vega en la casa de mi padre, en 1810, y desde entonces muchas cosas han sucedido. A pesar del paso del tiempo, no temo incurrir en graves inexactitudes, porque a lo largo de la vida he tomado notas y si me falla la memoria consulto a Bernardo. En los episodios en que él estuvo presente, me he visto obligada a escribir con cierto rigor, porque no me permite interpretar los hechos a mi manera. En los demás he tenido más libertad. A veces mi amigo me saca de quicio. Dicen que los años otorgan flexibilidad a la gente, pero no es su caso; tiene cuarenta y cinco años y no ha perdido la rigidez. En vano le he explicado que no hay verdades absolutas, todo pasa por el filtro del observador. La memoria es frágil y caprichosa, cada uno recuerda y olvida según su conveniencia. El pasado es un cuaderno de muchas hojas, donde anotamos la vida con una tinta que cambia según el estado de ánimo. En mi caso, el cuaderno se parece a los mapas fantásticos del capitán Santiago de León y merece ser incluido en la Enciclopedia de Deseos, versión íntegra.

En el caso de Bernardo el cuaderno es un plomazo. En fin, al menos esa exactitud le ha servido para criar varios hijos y administrar con buen criterio la hacienda De la Vega. Ha multiplicado su fortuna y la de Diego, quien sigue ocupado de hacer justicia, en parte por buen corazón, pero más que nada porque le encanta vestirse de Zorro y correr aventuras de capa y espada. No menciono pistolas porque pronto abandonó su uso; considera que las armas de fuego, además de ser imprecisas, no son dignas de un valiente. Para batirse sólo necesita a Justina, la espada a la que ama como a una novia. Ya no tiene edad para esas chiquilladas, pero por lo visto mi amigo nunca sentará cabeza.

Supongo que deseáis saber de otros personajes de esta historia, a nadie le gusta quedarse con interrogantes después de haber leído tantas páginas, ¿verdad? No hay nada tan insatisfactorio como un final con cabos sueltos, esa tendencia moderna de dejar los libros por la mitad. Nuria tiene la cabeza blanca, se ha reducido al tamaño de un enano y respira con mucho ruido, como los leones marinos, pero está sana. No piensa morirse, dice que tendremos que matarla a palos. Hace poco nos tocó enterrar a Toypurnia, con quien tuve una excelente amistad. No volvió a vivir entre los blancos, se quedó con su tribu, pero a veces visitaba a su marido en la hacienda. Eran buenos amigos.