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– ¡Jamás! Ahora Juliana sabe qué clase de canalla es -la interrumpió Diego.

– El corazón es caprichoso -replicó ella.

Escondió la joya en una bolsa, entre los pliegues de sus amplias faldas sobrepuestas, hizo un gesto de adiós a Diego con los dedos y retrocedió, perdiéndose en las sombras heladas de la catedral. Instantes más tarde corría por las callejuelas del barrio hacia las Ramblas.

Poco después de la huida de los gitanos y antes de Navidad, llegó una carta del padre Mendoza. El misionero escribía cada seis meses para dar noticias de la familia y la misión. Contaba, por ejemplo, que habían vuelto los delfines a la costa, que el vino de esa temporada había resultado ácido, que los soldados habían detenido a Lechuza Blanca porque arremetió contra ellos a bastonazos en defensa de un indio, pero mediante la intervención de Alejandro de la Vega la soltaron. Desde entonces, agregaba, no habían visto a la curandera por esos lados.

Con su estilo preciso y enérgico lograba conmover a Diego mucho más que Alejandro de la Vega, cuyas cartas eran sermones salpicados de consejos morales. Diferían poco del tono habitual establecido por Alejandro en la relación con su hijo. En esa ocasión, sin embargo, la breve misiva del padre Mendoza no era para Diego, sino para Bernardo, y venía sellada con lacre. Bernardo partió el sello con un cuchillo y se instaló cerca de la ventana a leerla. Diego, que lo observaba a pocos pasos de distancia, lo vio cambiar de color a medida que sus ojos recorrían la angulosa escritura del misionero. Bernardo la leyó dos veces y luego se la pasó a su hermano.

Ayer, dos de agosto del año mil ochocientos trece, vino a visitarme a la misión una joven indígena de la tribu de Lechuza Blanca. Traía a su hijo, de poco más de dos años, a quien llama simplemente Niño. Ofrecí bautizarlo, como se debe, y le expliqué que de otro modo el alma de ese inocente corre peligro, ya que si Dios decide llevárselo, no podrá ir al cielo y quedará varado en el limbo. La india se negó al bautismo. Dijo que esperará el regreso del padre para que él escoja el nombre. También rehusó oír la palabra de Cristo e incorporarse a la misión, donde ella y su hijo tendrían una vida civilizada.

Me dio el mismo argumento: que cuando regrese el padre del niño, tomará una decisión al respecto. No insistí, porque he aprendido a aguardar con paciencia que los indios acudan aquí por su propia voluntad, de otro modo su conversión a la Verdadera Fe resulta apenas un barniz. El nombre de la mujer es Rayo en la Noche. Que Dios te bendiga y guíe siempre tus pasos, hijo mío.

Te abruza, en Cristo Nuestro Señor,

Padre Mendoza

Diego le devolvió la carta a Bernardo y ambos se quedaron en silencio, mientras la luz del día se apagaba en la ventana. Bernardo, quien por la necesidad de comunicarse tenía un rostro muy expresivo, en esos momentos parecía esculpido en granito. Comenzó a tocar una melodía triste, refugiándose en la flauta para no dar explicaciones. Diego no se las pidió, porque sentía en su propio pecho los golpes del corazón de su hermano. Había llegado el momento de separarse.

Bernardo no podía seguir viviendo como un muchacho, lo reclamaban sus raíces, deseaba regresar a California y asumir sus nuevas responsabilidades. Nunca se sintió cómodo lejos de su tierra. Había vivido varios años contando días y horas en esa ciudad de piedra y de helados inviernos, por la lealtad de acero que lo unía a Diego, pero ya no podía más, el hueco en el pecho se le iba agrandando como una insondable caverna.

El amor absoluto que sentía por Rayo en la Noche ahora adquiría una terrible urgencia, porque no tenía la menor duda de que ese niño era su hijo. Diego aceptó los silenciosos argumentos con una garra en el pecho y respondió con un discurso a borbotones desde el alma.

– Tendrás que irte solo, hermano, porque me faltan varios meses para graduarme en el Colegio de Humanidades y en ese tiempo pretendo convencer a Juliana de que se case conmigo, pero antes de declararme y pedir su mano a don Tomás, debo esperar a que se reponga de la desilusión que le produjo Rafael Moncada.

Perdona, hermano, soy muy egoísta, no es el momento de majadearte una vez más con mis fantasías de amor, sino de hablar de ti. Durante estos años me he divertido como un chiquillo mimado, mientras tú has estado enfermo de nostalgia por Rayo en la Noche, sin saber siquiera que te dio un hijo. ¿Cómo has aguantado tanto? No quiero que te vayas, pero tu lugar está en California, de eso no hay duda. Ahora entiendo lo que mi padre y tú mismo siempre dijisteis, Bernardo, que nuestros destinos son diferentes, yo nací con fortuna y privilegios que tú no tienes. No es justo, porque somos hermanos.

Un día seré dueño de la hacienda De la Vega y entonces podré darte la mitad que te corresponde, entretanto le escribiré a mi padre para pedirle que te entregue suficiente dinero para instalarte con Rayo en la Noche y tu hijo donde tú quieras, no tienes que vivir en la misión. Te prometo que mientras yo pueda, nunca le faltará nada material a tu familia. No sé por qué lloro como un chiquillo, debe de ser porque te estoy echando de menos por adelantado. ¿Qué haré sin ti? No tienes idea de cuánto necesito tu fuerza y tu sabiduría, Bernardo.

Los dos jóvenes se abrazaron, primero conmovidos y después con risa forzosa, porque se jactaban de no ser sentimentales. Había concluido una etapa de la juventud.

Bernardo no pudo partir de inmediato, como deseaba. Tuvo que aguardar hasta enero para conseguir que una fragata mercante lo condujese a América. Tenía muy poco dinero, pero le aceptaron pagar su pasaje trabajando como marinero a bordo. Le dejó una carta a Diego con la recomendación de que se cuidara del Zorro, no sólo por el riesgo de ser descubierto, sino porque el personaje terminaría apoderándose de él. «No te olvides de que eres Diego de la Vega, un hombre de carne y hueso, mientras que ese Zorro es un engendro de tu imaginación», le decía en la carta.

Le costó despedirse de Isabel, a quien había llegado a querer como a una hermana menor, porque temía no volver a verla, a pesar de que ella le prometió cien veces que iría a California apenas su padre le diera permiso.

– Nos veremos de nuevo, Bernardo, aunque Diego nunca se case con Juliana. El mundo es redondo, y si le doy la vuelta, un día llegaré a tu casa -le aseguró Isabel, soplándose la nariz y secándose las lágrimas a manotazos.

El año 1814 se anunció pleno de esperanzas para los españoles. Napoleón estaba debilitado por sus derrotas en Europa y la situación interna en Francia. El tratado de Valencay devolvió la corona a Fernando VII, quien se aprontaba para retornar a su patria. En enero el Chevalier dio orden a su mayordomo de empacar el contenido de su palacete, tarea nada simple porque se desplazaba con esplendor principesco. Sospechaba que a Napoleón le quedaba poco tiempo en el poder y en ese caso su propio destino estaba en peligro, porque en su calidad de hombre de confianza del emperador carecía de futuro en cualquier gobierno que lo reemplazara.

Para no alterarle el ánimo a su hija, le presentó el viaje como una promoción en su carrera: por fin volvían a París. Agnés le echó los brazos al cuello, encantada. Estaba harta de sombríos españoles, campanarios mudos, calles muertas por el toque de queda y, sobre todo, de que le tiraran basura a su carroza y le hicieran desaires. Odiaba la guerra, las privaciones, la frugalidad catalana y España en general. Se lanzó en frenéticos preparativos para el viaje.

En sus visitas a casa de Juliana parloteaba excitada a propósito de la vida social y las diversiones de Francia. «Tienes que visitarme en el verano, la época más linda de París. Para entonces papá y yo estaremos instalados como corresponde. Viviremos muy cerca del palacio del Louvre.» De paso, también le ofreció hospitalidad a Diego, porque en su opinión éste no podía regresar a California sin haber conocido París.

Todo lo importante sucedía en esa ciudad, la moda, el arte y las ideas, dijo, incluso los revolucionarios americanos se habían formado en Francia. ¿No era California una colonia de España? ¡Ah! Entonces había que independizarla. Tal vez en París se curaría Diego de sus melindres y dolores de cabeza y se convertiría en un militar famoso, como aquel de Sudamérica que llamaban el Libertador. Simón Bolívar o algo por el estilo.

Entretanto, en la biblioteca, el chevalier Duchamp compartía el último coñac con Tomás de Romeu, lo más parecido a un amigo que había conseguido durante varios años en esa ciudad hostil. Sin revelarle información estratégica, le planteó la situación política y le sugirió que aprovechara ese momento para salir de viaje al extranjero con sus hijas. Las niñas estaban en la edad perfecta para descubrir Florencia y Venecia, dijo, nadie que aprecie la cultura puede dejar de conocer esas ciudades. Tomás respondió que lo pensaría; no era mala idea, tal vez lo harían en el verano.

– El emperador ha autorizado el regreso de Fernando VII a España. Puede suceder de un momento a otro. Creo conveniente que no se encuentren aquí para entonces -insinuó el Chevalier.

– ¿Por qué, excelencia? Usted sabe cuánto celebro la influencia francesa en España, pero creo que la vuelta del Deseado terminará con la guerrilla, que dura ya seis años, y permitirá a este país reorganizarse. Fernando VII tendrá que gobernar con la Constitución liberal de 1812 -replicó Tomás de Romeu.

– Así lo espero, por el bien de España y el suyo, amigo mío -concluyó el otro.

Poco después, el chevalier Duchamp volvió a Francia con su hija Agnés. El convoy de sus carrozas fue interceptado a los pies de los Pirineos por una banda de enardecidos guerrilleros, de los últimos que aún quedaban. Los asaltantes estaban bien informados, conocían la identidad del elegante viajero, sabían que era la sombra gris de La Ciudadela, el responsable de innumerables torturas y ejecuciones.

No lograron vengarse, como pretendían, porque el Chevalier viajaba protegido por un contingente de guardias bien armados que los recibieron con los mosquetes preparados. La primera salva dejó a varios españoles en un charco de sangre y el resto lo hicieron los sables. El encuentro duró menos de diez minutos. Los guerrilleros sobrevivientes se dispersaron, dejando atrás a varios hombres heridos, que fueron ensartados en los aceros sin misericordia.