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En esos días el orondo rector de la Universidad de Cervera pronunció ante el rey la frase que definía la vida académica de España: «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar».

A comienzos de septiembre detuvieron a un miembro de La Justicia, que se había ocultado durante varias semanas en casa del maestro Manuel Escalante. La Inquisición, como brazo de la Iglesia, prefería no derramar sangre. Sus métodos más recurrentes de interrogatorio eran descoyuntar a las víctimas en el potro o quemarlas con hierros al rojo. El infeliz prisionero confesó los nombres de quienes le habían socorrido y poco después el maestro de esgrima fue detenido. Antes de ser arrastrado al siniestro coche de los alguaciles, tuvo el tiempo justo de avisar a su criado, quien llevó la mala noticia a Diego. Al amanecer del día siguiente, éste pudo averiguar que Escalante no había sido conducido a La Ciudadela, como era habitual en el caso de presos políticos, sino a un cuartel en el barrio del puerto, porque pensaban conducirlo en los próximos días a Toledo, donde estaba centralizada la funesta burocracia de la Inquisición. Diego se puso en contacto de inmediato con Julio César, el hombre con quien había luchado en el tabernáculo de la sociedad secreta durante su iniciación.

– Esto es muy grave. Pueden arrestarnos a todos -dijo éste.

– Jamás lograrán hacer confesar al maestro Escalante -opinó Diego.

– Tienen métodos infalibles, desarrollados durante siglos. Han detenido a varios de los nuestros, ya tienen mucha información. El círculo se cierra en torno a nosotros. Tendremos que disolver la sociedad en forma temporal.

– ¿Y don Manuel Escalante?

– Espero, por el bien de todos, que logre poner fin a sus días antes de ser sometido a suplicio -suspiró Julio César.

– Tienen al maestro en un cuartel de barrio, no en La Ciudadela, debemos intentar rescatarlo… -propuso Diego.

– ¿Rescatarlo? ¡Imposible!

– Difícil, pero no imposible. Necesitaré ayuda de La Justicia. Lo haremos esta misma noche -replicó Diego y procedió a explicar su plan.

– Me parece una locura, pero vale la pena intentarlo. Os ayudaremos -decidió su compañero.

– Hay que sacar al maestro de la ciudad de inmediato.

– Por supuesto. Habrá un bote con un remero de plena confianza aguardando en el puerto. Creo que podremos eludir la vigilancia. El remero conducirá al maestro a un barco que zarpa mañana al alba hacia Nápoles. Allí estará a salvo.

Diego suspiró pensando que pocas veces le había hecho más falta Bernardo. Esta prueba era más seria que introducirse al palacete del chevalier Duchamp. No era broma asaltar un cuartel, reducir a los guardias -no sabía cuántos-, liberar al preso y llevarlo ileso hasta un bote, antes de que le cayera encima el zarpazo de la ley.

Se dirigió a caballo a la mansión de Eulalia de Callís, cuya planta se había dado el trabajo de estudiar con atención en cada oportunidad en que la visitó. Dejó su caballo en la calle y, sin ser visto, avanzó agazapado por los jardines y se encaminó al patio de servicio, donde pululaban animales domésticos entre mesones para matar cerdos y aves, artesas del lavado, ollas para hervir sábanas y alambres con la ropa tendida a secar. Al fondo estaban los galpones de las carrozas y los establos de los caballos. Por todas partes se veían cocineros, lacayos y criadas, cada uno ocupado en lo suyo.

Nadie le dio ni una mirada. Se introdujo en los galpones, disimulándose entre las carrozas, escogió la que le convenía y aguardó encogido en su interior, con los dedos cruzados para que ningún mozo de cuadra lo descubriera. Sabía que a las cinco tocaban una campana para llamar a la servidumbre a la cocina, la misma Eulalia de Callís se lo había contado. Era la hora en que la matriarca ofrecía un tentempié a su ejército de criados: tazones de espumante chocolate con leche y pan para ensopar.

Media hora más tarde Diego escuchó los campanazos y en un dos por tres el patio se vació de gente. La brisa le trajo el delicado aroma del chocolate y se le llenó la boca de saliva. Desde que se fuera la familia al campo, se comía muy mal en la casa De Romeu. Diego, consciente de que sólo disponía de diez o quince minutos, desprendió deprisa el escudo de armas de la portezuela de una carroza y se apoderó de un par de chaquetas del elegante uniforme de los lacayos, que colgaban en sus perchas. Eran libreas de terciopelo celeste con cuello y forro carmesí, y botones y charreteras doradas. Completaban la tenida, cuellos de encaje, pantalones blancos, zapatos de charol negro con hebillas de plata y una faja de brocado rojo en la cintura. Como decía Tomás de Romeu, ni Napoleón Bonaparte se vestía con tanto lujo como los criados de Eulalia.

Una vez seguro de que el patio estaba desocupado, salió con su carga, escondiéndose entre los arbustos, y buscó su caballo. Poco después trotaba calle abajo.

En casa de Tomás de Romeu se hallaba la desvencijada carroza de la familia, demasiado frágil y antigua para llevarla al campo. Comparada con cualquiera de las de doña Eulalia era una ruina, pero Diego contaba con que de noche y con prisa nadie notaría su decrépito aspecto. Debía esperar que se pusiera el sol y medir su tiempo con cuidado, de eso dependería el éxito de su misión.

Después de clavar el escudo en la carroza, se dirigió a la bodega de los licores, que el mayordomo siempre mantenía bajo llave, insignificante estorbo para Diego, quien había aprendido a violar toda suerte de cerrojos. Abrió la bodega, sacó un barril de vino y se lo llevó rodando a plena vista de los criados, que no le hicieron preguntas, creyendo que don Tomás le había dado la llave antes de irse.

Durante más de cuatro años Diego había guardado como un tesoro el frasco del jarabe de la adormidera que le diera su abuela Lechuza Blanca como regalo de despedida, con la promesa de que sólo debía usarlo para salvar vidas. Ése era justamente el destino que pensaba darle. Muchos años antes, con aquella poción el padre Mendoza había amputado una pierna y él había aturdido a un oso. No sabía cuan poderosa sería la droga disuelta en esa cantidad de vino, tal vez no tendría el efecto que él esperaba, pero debía intentarlo. Vertió el contenido del frasco en el tonel y lo rodó para mezclarlo.

Poco después llegaron dos cómplices de La Justicia, que se encasquetaron pelucas blancas de lacayos y las libreas del uniforme de la casa de Callís, para acompañarlo. Diego se vistió como príncipe, con su mejor tenida de chaqueta de terciopelo café con pasamanería de oro y plata, cuello de piel, corbata de plastrón sujeta con un prendedor de perlas, pantalón color mantequilla, zapatos de petimetre con hebillas doradas y sombrero de copa. Así lo condujeron sus camaradas en la carroza al cuartel.

Era de noche cerrada cuando se presentó ante la puerta, mal alumbrada por unos faroles. Diego ordenó a los dos centinelas, con la voz altisonante de alguien acostumbrado a mandar, que llamaran a su superior. Éste resultó ser un joven alférez con fuerte acento andaluz, que se impresionó con la aplastante elegancia de Diego y el escudo de armas de la carroza.

– Su excelencia, doña Eulalia de Callís, le envía un tonel del mejor vino de sus bodegas, para que haga un brindis con sus hombres por ella esta misma noche. Es su cumpleaños -anunció Diego con aire de superioridad.

– Me parece extraño… -alcanzó a balbucear el hombre, sorprendido.

– ¿Extraño? ¡Debe ser nuevo en Barcelona! -lo interrumpió Diego-. Su excelencia siempre ha mandado vino al cuartel para su cumpleaños, y con mayor razón lo hace ahora, cuando la patria está libre del déspota ateo.

Desconcertado, el alférez ordenó a sus subalternos que retiraran el barril e incluso invitó a Diego a beber con ellos, pero éste se excusó, alegando que debía repartir otros presentes similares en La Ciudadela.

– Dentro de un rato, su excelencia les enviará su guiso predilecto, pies de cerdo con nabos. ¿Cuántas bocas hay aquí? -preguntó Diego.

– Diecinueve.

– Bien. Buenas noches.

– Su nombre, señor, por favor…

– Soy don Rafael Moncada, sobrino de su excelencia, doña Eulalia de Callís -replicó Diego, y golpeando con su bastón la portezuela de la carroza ordenó al falso cochero emprender la retirada.

A las tres de la madrugada, cuando la ciudad dormía y las calles se encontraban vacías, Diego se dispuso a llevar a cabo la segunda etapa del plan. Calculaba que en esas horas los hombres del cuartel habrían bebido su vino y, si no estaban dormidos, por lo menos estarían atontados. Ésa sería su única ventaja. Se había cambiado de ropa y vestía como el Zorro. Llevaba látigo, pistola y su espada afilada como navaja. Para no llamar la atención con los cascos de un caballo sobre los adoquines, fue a pie.

Deslizándose pegado a los muros, llegó hasta una de las callejuelas próximas al cuartel, donde verificó que los mismos centinelas, bostezando de fatiga, seguían bajo los faroles. Por lo visto no habían tenido ocasión de probar el vino. En las sombras de un zaguán lo esperaban Julio César y otros miembros de La Justicia, disfrazados de marineros, tal como habían convenido. Diego les dio sus instrucciones, que incluían la orden terminante de no intervenir para ayudarlo, pasara lo que pasara. Cada uno debía velar por sí mismo. Se desearon suerte mutuamente en nombre de Dios y se separaron.

Los marineros fingieron una riña de borrachos cerca del cuartel, mientras Diego esperaba su oportunidad disimulado en la oscuridad. La pelea atrajo la atención de los centinelas, que abandonaron brevemente sus puestos para averiguar la causa del bochinche. Se aproximaron a los supuestos ebrios para advertirles que se alejaran o serían arrestados, pero éstos continuaron propinándose torpes bofetones, como si no los oyeran. Tanto trastabillaban y mascullaban tonterías, que los centinelas se echaron a reír de buena gana, pero cuando se dispusieron a dispersarlos a golpes, los borrachos recuperaron milagrosamente el equilibrio y se les fueron encima.

Pillados por sorpresa, los guardias no atinaron a defenderse. Los aturdieron en un instante, los cogieron por los tobillos y los arrastraron sin miramientos a un callejón adyacente, donde había una puerta de enanos disimulada en un portal. Golpearon tres veces, se abrió una mirilla, dieron la contraseña y una mujer sesentona, vestida de negro, les abrió. Entraron agachados, para evitar darse cabezazos contra el bajísimo dintel, e introdujeron a sus prisioneros inertes en una bodega de carbón. Allí los dejaron atados de manos y encapuchados, después de quitarles la ropa. Se colocaron los uniformes y volvieron a la puerta del cuartel para apostarse bajo los faroles. En los escasos minutos que duró la operación de reemplazar a los centinelas, Diego se había introducido al edificio, espada y pistola en mano.