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El maestro Escalante demostró ser tan efectivo como su discípulo, a pesar de su edad y de la terrible golpiza sufrida en manos de sus verdugos. No tenía la agilidad y fuerza del Zorro, pero su experiencia y calma compensaban esas carencias con creces. En el fragor de la pelea el joven se cubría de sudor y perdía el aliento, mientras el maestro blandía el sable con igual determinación pero mucha más elegancia.

En pocos minutos los dos lograron reducir, desarmar o herir a sus contrincantes. Sólo cuando el campo de batalla estaba ganado, los prisioneros rescatados se atrevieron a acercarse. Ninguno había tenido el coraje de ayudar a sus salvadores, pero ahora estaban más que dispuestos a arrastrar a los guardias derrotados hacia las celdas que ellos mismos ocupaban minutos antes, donde los encerraron con insultos y golpes.

Recién entonces el Zorro recuperó la razón y echó una mirada a su alrededor. Sangre en charcos por el piso, sangre salpicada en las paredes, sangre en los cuerpos de los heridos que eran llevados a las celdas, sangre en su espada, sangre por todas partes.

– ¡Santa Madre de Dios! -exclamó, espantado.

– Vamos, no hay tiempo para consideraciones -le indicó el maestro Escalante.

Salieron del cuartel sin encontrar resistencia. Los otros prófugos se desbandaron por los callejones en tinieblas de la ciudad. Algunos lograrían salvarse huyendo al extranjero o manteniéndose ocultos durante años, pero otros serían apresados nuevamente y sometidos a tortura antes de ser ejecutados para que confesaran cómo habían escapado. Esos hombres nunca pudieron decir quién era el atrevido enmascarado que los puso en libertad, porque no lo sabían. Sólo oyeron su nombre: Zorro, que coincidía con la zeta marcada en la pared de la sala de armas.

Transcurrieron en total cuarenta minutos entre el momento en que dos supuestos borrachos distrajeron a los centinelas del cuartel y el Zorro rescató a su maestro. En la calle aguardaban los miembros de La Justicia, todavía en los uniformes de los guardias, que condujeron al fugitivo al exilio. Al despedirse, Diego y Manuel Escalante se abrazaron por primera y última vez.

Al amanecer, una vez que los hombres del cuartel se repusieron de los efectos de la droga y pudieron organizarse y atender a los heridos, el desafortunado alférez debió rendir cuenta de lo ocurrido a sus superiores. Lo único a su favor fue que, a pesar de lo ocurrido, ninguno de sus subalternos había muerto en la refriega. Informó que, según su conocimiento, Eulalia de Callís y Rafael Moncada estaban implicados en el hecho, porque de ellos provenía el fatídico barril de vino que intoxicó a la tropa.

Esa misma tarde se presentó un capitán ante los sospechosos, escoltado por cuatro guardias armados, pero con actitud servil y un rosario de zalamerías en la punta de la lengua. Eulalia y Rafael lo recibieron como a un vasallo, exigiendo que se disculpara por perturbarlos con tonterías. La dama lo envió a las caballerizas a comprobar que su escudo de armas había sido arrancado de una de sus carrozas, prueba que al capitán le pareció insuficiente, pero no se atrevió a decirlo. Rafael Moncada, con el uniforme de los oficiales del rey, presentaba un aspecto tan intimidante que no le pidió explicaciones. Moncada carecía de coartada, pero con su posición social no la necesitaba. En un pestañear el par de encumbradas personas quedaron libres de cualquier sospecha.

– El oficial que se dejó engañar de ese modo es un imbécil redomado y debe recibir un castigo ejemplar. Exijo saber qué significa la zeta marcada en la pared del cuartel y la identidad del bandido que se atreve a usar mi nombre y el de mi sobrino para sus fechorías. ¿Me ha comprendido, oficial? -espetó Eulalia al militar.

– No dude de que haremos todo lo posible por aclarar este desgraciado incidente, excelencia -le aseguró el capitán, retrocediendo hacia la salida con genuflexiones profundas.

En octubre Rafael Moncada decidió que había llegado el momento de hacer sentir su autoridad frente a Juliana, ya que la diplomacia y la paciencia no habían dado ningún resultado. Tal vez ella sospechaba que el asalto sufrido en la calle había sido obra suya, pero no tenía pruebas y quienes podrían dárselas, los gitanos, estaban lejos y no se atreverían a regresar a Barcelona. Entretanto él había indagado que la situación económica de Tomás de Romeu era insolvente. Los tiempos habían cambiado, esa familia ya no estaba en condición de hacerse de rogar.

Su propia posición era espléndida, sólo le faltaba Juliana para tener las riendas de su destino en el puño. Cierto, no contaba con la aprobación de Eulalia de Callís para cortejar a la joven, pero decidió que ya no estaba en edad de dejarse mandar por su dominante tía. Sin embargo, cuando pretendió anunciar su visita a Tomás de Romeu para notificarle sus planes, le devolvieron la misiva, porque éste se había ausentado de la ciudad con sus hijas. No supieron decirle dónde se encontraba, pero él tenía medios de averiguarlo. Por coincidencia, ese mismo día lo convocó Eulalia para fijar la fecha de presentarle a la hija de los duques de Medinaceli.

– Lo lamento, tía. Por muy conveniente que sea ese enlace, no puedo llevarlo a cabo. Como usted sabe, amo a Juliana de Romeu -le anunció Rafael con toda la firmeza de que pudo echar mano.

– Sácate a esa joven de la cabeza, Rafael -le advirtió Eulalia-. Nunca fue buen partido, pero ahora equivale a un suicidio social. ¿Crees que la recibirán en la corte cuando se sepa que su padre es un afrancesado?

– Estoy preparado para correr ese riesgo. Es la única mujer que me ha interesado en la vida.

– Tu vida apenas comienza. La deseas porque te ha hecho desaires y por ninguna otra razón. Si la hubieras conseguido, ya estarías harto de ella. Necesitas una esposa a tu altura, Rafael, alguien que te ayude en tu carrera. La De Romeu apenas sirve como amante.

– ¡No hable así de Juliana! -exclamó Rafael.

– ¿Por qué no? Hablo como me da la real gana, especialmente cuando tengo razón -replicó la matriarca en un tono sin apelación-. Con los títulos de la Medinaceli y mi fortuna puedes llegar muy lejos. Desde la muerte de mi pobre hijo, eres mi única familia; por eso te trato con la consideración de una madre, pero mi paciencia tiene un límite, Rafael.

– Que yo sepa, tía, su difunto marido, Pedro Fages, que Dios lo tenga en su santo seno, tampoco poseía títulos ni dinero cuando usted lo conoció -alegó el sobrino.

– La diferencia es que Pedro era valiente, tenía una hoja de servicio impecable en el ejército y estaba dispuesto a comer lagartijas en el Nuevo Mundo con tal de hacer fortuna. En cambio Juliana es una mocosa mimada y su padre es un don nadie. Si quieres arruinar tu vida con ella, no cuentes conmigo para nada, ¿está claro?

– Clarísimo, tía. Buenas tardes.

Chocando los talones, Moncada se inclinó y salió de la sala. Se veía espléndido en su uniforme de oficial, las botas relucientes y la espada con borlas al cinto. Doña Eulalia no se inmutó. Conocía la naturaleza humana y confiaba en el triunfo de la ambición desmedida sobre cualquier demencia de amor. El caso de su sobrino no tenía por qué ser excepcional.

Pocos días más tarde Juliana, Isabel y Nuria regresaron a Barcelona a mata caballo en el coche familiar, sin más escolta que Jordi y dos lacayos. El ruido de cascos y el alboroto en el patio alertaron a Diego, quien en esos momentos se aprontaba a salir. Las tres mujeres aparecieron demacradas y cubiertas de polvo, con la noticia de que Tomás de Romeu había sido arrestado. Un destacamento de soldados se había presentado en la casona de campo, entraron a rompe y rasga y se lo llevaron sin darle tiempo de tomar un abrigo. Las muchachas sólo sabían que había sido acusado de traición y sería conducido a la temible Ciudadela.

Cuando Tomás de Romeu fue detenido, Isabel asumió la conducción de la familia, porque Juliana, cuatro años mayor, perdió la cabeza. Con una madurez que hasta entonces no había demostrado para nada, Isabel dio órdenes de empacar lo indispensable y cerrar la casa. En menos de tres horas viajaba con Nuria y su hermana a galope tendido de vuelta a Barcelona. Por el camino tuvo tiempo de darse cuenta de que no contaba con un solo aliado en esa situación. Su padre, quien según creía jamás había hecho daño a nadie, ahora sólo tenía adversarios. Nadie estaba dispuesto a comprometerse para tender una mano a las víctimas de la persecución del Estado. La única persona a quien podían recurrir no era amigo, sino enemigo, pero no dudó ni un instante en hacerlo. Juliana tendría que postrarse a los pies de Rafael Moncada, si fuese necesario; ninguna humillación resultaba intolerable cuando se trataba de salvar a su padre, como dijo.

Melodrama o no, tenía razón. Así lo admitió la misma Juliana, y después Diego debió aceptar la decisión, porque ni una docena de Zorros podría rescatar a alguien de La Ciudadela. El fuerte era inexpugnable. Una cosa había sido introducirse en un cuartel de barrio a cargo de un alférez imberbe para rescatar a Escalante, pero distinto sería enfrentarse al grueso de las tropas del rey en Barcelona. Sin embargo, la idea de que Juliana fuera a clamarle a Moncada lo sublevaba. Insistió en ir él.

– No seas ingenuo, Diego, la única que puede obtener algo de ese hombre es Juliana. Tú no tienes nada que ofrecerle -replicó Isabel sin apelación.

Ella misma escribió una misiva anunciando la visita de su hermana y la envió con un criado a la casa del tenaz galán, luego mandó a su hermana a lavarse y vestirse con sus mejores ropas. Juliana se puso firme en que sólo la acompañara Nuria, porque Isabel perdía los estribos con facilidad y Diego no era parte de la familia. Además, él y Moncada se odiaban.

Pocas horas más tarde, todavía ojerosa por la fatiga del viaje, Juliana tocó la puerta de la mansión del hombre que detestaba, desafiando la norma de discreción establecida varios siglos antes. Sólo una mujer de reputación más que dudosa se atrevería a visitar a un hombre soltero, por mucho que se presentara acompañada por una severa dueña. Debajo del manto negro iba de verano, aunque ya soplaban vientos de otoño, con un vaporoso vestido color maíz, una chaquetilla corta bordada de mostacillas y una capota del tono del vestido, atada con un lazo de seda verde y coronada con plumas blancas de avestruz. De lejos parecía un pájaro exótico y de cerca estaba más hermosa que nunca. Nuria aguardó en el vestíbulo mientras un criado conducía a Juliana al salón, donde la esperaba su enamorado.