Rafael la vio entrar flotando como una náyade en el aire quieto de la tarde y sacó la cuenta de que llevaba cuatro años esperando ese momento. El deseo de hacerle pagar las humillaciones del pasado estuvo a punto de apoderarse de él, pero supuso que no debía estirar la cuerda; esa frágil paloma debía de estar en el límite de su resistencia. Lo último que imaginó fue que la frágil paloma resultara tan hábil para regatear como un turco del mercado.
Nadie supo exactamente cómo negociaron, porque después Juliana sólo explicó los puntos fundamentales del acuerdo a que llegaron: él obtendría la libertad de Tomás de Romeu y a cambio ella se casaría con él. Ni un gesto, ni una palabra de más traicionaron los sentimientos de Juliana. Media hora más tarde salió del salón en perfecta calma, acompañada por Moncada, que la sostenía con levedad del brazo. Le hizo un gesto perentorio a Nuria y se dirigió a su coche, donde Jordi se dormía de agotamiento en el pescante. Se fue sin dar una sola mirada al hombre a quien había prometido su mano.
Durante más de tres semanas las niñas De Romeu aguardaron los resultados de la gestión de Moncada. Las únicas salidas que hicieron en ese tiempo fueron a la iglesia para rogar a Eulalia, la santa de la ciudad, que las socorriera. «¡Cuánta falta nos hace Bernardo!», comentó más de una vez Isabel en esos días, porque estaba convencida de que él habría conseguido averiguar en qué condiciones estaba su padre, incluso hacerle llegar un mensaje. Lo que no se podía desde arriba, con frecuencia lo lograba Bernardo con sus conexiones.
– Sí, sería bueno tenerlo aquí, pero me alegra que se haya ido. Por fin está con Rayo en la Noche, donde siempre quiso estar -le aseguró Diego.
– ¿Recibiste noticias de él? ¿Una carta?
– No todavía, eso demora.
– Y entonces, ¿cómo lo sabes?
Diego se encogió de hombros. No podía explicarle en qué consistía eso que los blancos en California llamaban el correo de los indios. Funcionaba sin tropiezos entre Bernardo y él; desde niños podían comunicarse sin palabras y no había razón para que no pudieran hacerlo ahora. Sólo los separaba el mar, pero seguían en contacto permanente, como siempre estuvieron.
Nuria compró una pieza de burda lana color marrón y se dedicó a coser sayos de peregrino. Para reforzar la influencia de santa Eulalia en la corte celestial, había apelado también a Santiago de Compostela. Le prometió que si soltaban a su patrón, iría a pie con las muchachas a su santuario. No tenía la menor idea del número de leguas que deberían caminar, pero supuso que si había gente que iba desde Francia, no podían ser muchas.
La situación de la familia era pésima. El mayordomo se fue sin explicaciones apenas supo que habían detenido a su patrón. Los pocos criados que había en la casa andaban con caras largas y ante cualquier orden respondían con insolencia, porque habían perdido la esperanza de cobrar sus sueldos atrasados. Si no se marchaban era porque no tenían adonde ir. Los contadores y leguleyos que corrían con los bienes de don Tomás se negaron a recibir a sus hijas cuando acudieron a pedir dinero para el gasto diario. Diego no podía ayudarlas porque había entregado casi todo lo que poseía a los gitanos; esperaba una remesa de su padre, pero aún no llegaba. Entretanto recurría a contactos más terrenales que los de Nuria para averiguar las condiciones en que estaba el preso.
La Justicia ya no podía ayudarlo, sus miembros se habían dispersado. Era la primera vez a lo largo de dos siglos que la sociedad secreta suspendía sus actividades, porque aun en los peores momentos de su historia había funcionado. Algunos de sus miembros habían huido del país, otros estaban ocultos y los menos afortunados se hallaban en las garras de la Inquisición, que ya no quemaba a los detenidos; prefería hacerlos desaparecer discretamente.
A finales de octubre llegó Rafael Moncada a hablar con Juliana. Traía un aire derrotado. En esas tres semanas descubrió que su poder era bastante más limitado de lo supuesto, explicó. A la hora de la verdad, pudo hacer muy poco contra la pesada burocracia del Estado. Hizo un viaje a mata caballo a Madrid para interceder ante el rey en persona, pero éste lo despachó a hablar con su secretario, uno de los hombres más poderosos de la corte, con la advertencia de que no lo molestara para tonterías.
Del secretario nada consiguió con buenas palabras, y no se atrevió a sobornarlo, porque si se equivocaba podía costarle muy caro. Le notificaron que Tomás de Romeu, junto con un puñado de traidores, sería fusilado. El secretario agregó que no quemara sus influencias defendiendo a un buitre, porque podía lamentarlo. La amenaza no podía ser más clara.
Al regresar a Barcelona se dio el tiempo justo para lavarse y se presentó a contarles todo esto a las muchachas, que lo recibieron pálidas pero enteras. Para consolarlas les aseguró que no pensaba darse por vencido, seguiría intentando por todos los medios que la sentencia fuese conmutada.
– En todo caso, vuestras mercedes no quedarán solas en este mundo. Siempre podrán contar con mi estima y protección -añadió, apesadumbrado.
– Veremos -replicó Juliana, sin una lágrima.
Cuando Diego se enteró de las trágicas nuevas, decidió que si Eulalia, la santa, no había sido capaz de hacer nada por ellos, debían acudir a su homónima.
– Esa señora es muy poderosa. Sabe los secretos de medio mundo. Le tienen miedo. Además, en esta ciudad el dinero cuenta más que nada. Iremos los tres a hablar con ella -dijo Diego.
– Eulalia de Callís no conoce a mi padre y, según dicen, detesta a mi hermana -le advirtió Isabel, pero él no podía dejar de intentarlo.
El contraste entre ese palacete atiborrado de adornos, como los más lujosos de la época dorada de México, con la sobriedad de Barcelona en general y de la casa De Romeu en particular, resultaba impactante. Diego, Juliana e Isabel atravesaron inmensos salones con las paredes pintadas con frescos o cubiertas de tapicerías de Flandes, óleos de nobles antepasados y cuadros de batallas épicas. Había criados de librea apostados en cada puerta y doncellas ataviadas con encajes holandeses, cuidando a los horrendos perros chihuahua, que clavaban la vista en el suelo al paso de cualquier persona de condición social superior. Me refiero a las criadas, claro, no a los perritos.
Doña Eulalia recibió a sus visitantes en el trono con baldaquín del salón principal, ataviada como para un baile, aunque siempre de luto riguroso. Parecía un enorme león marino, envuelto en capas sucesivas de grasa, con su cabeza pequeña y hermosos ojos de largas pestañas, brillantes como aceitunas. Si la vieja señora pretendía intimidarlos, lo logró plenamente. Los jóvenes se ahogaban de vergüenza en el aire algodonoso de ese palacete, nunca se habían encontrado en una situación similar; habían nacido para dar, no para pedir.
Eulalia sólo había visto a Juliana de lejos y sentía cierta curiosidad por examinarla de cerca. No pudo negar que la joven era agraciada, pero su aspecto no justificaba la tontería que su sobrino estaba dispuesto a cometer. Hizo memoria de sus años mozos y decidió que ella había sido tan bella como la muchacha De Romeu. Además de su cabellera de fuego, había tenido un cuerpo de amazona. Debajo de la grasa que ahora le impedía caminar, seguía intacto el recuerdo de la mujer que antes fuera, sensual, imaginativa, plena de energía. Por algo Pedro Fages la amó con inagotable pasión y fue envidiado por tantos hombres.
Juliana, en cambio, tenía actitud de gacela herida. ¿Qué veía Rafael en esa doncella delicada y pálida, que seguramente se portaría como una monja en la cama? Los hombres son muy bobos, concluyó. La otra chiquilla De Romeu, ¿cómo se llamaba?, le resultó más interesante, porque no parecía tímida, pero su aspecto dejaba mucho que desear, especialmente al compararla con Juliana. Mala suerte la de esa niña, tener a una célebre beldad por hermana, pensó. En condiciones normales habría ofrecido por lo menos un jerez y entremeses a sus visitantes, nadie podía acusarla de ser tacaña con la comida, su casa era famosa por la buena cocina; pero no quiso que se sintieran cómodos, debía mantener su ventaja para el regateo que sin duda le esperaba.
Diego tomó la palabra para exponer la situación del padre de las niñas, sin omitir que Rafael Moncada había viajado a Madrid con ánimo de interceder por él. Eulalia escuchó en silencio, observando a cada uno con sus ojos penetrantes y sacando sus propias conclusiones. Adivinó el acuerdo que Juliana debía de haber hecho con su sobrino, de otro modo él no se hubiera dado la molestia de arriesgar su reputación por defender a un liberal acusado de traición. Esa torpe movida podía costarle el favor del rey. Por un momento se alegró de que Rafael no hubiese conseguido sus propósitos, pero enseguida vio lágrimas en los ojos de las muchachas y su viejo corazón la traicionó una vez más. Le sucedía con frecuencia que su buen juicio para los negocios y su sentido común tropezaran con sus sentimientos. Aquello tenía su precio, pero gastaba el dinero con gracia, porque sus espontáneos arrebatos de compasión eran los últimos resabios que quedaban de su perdida juventud.
Una larga pausa siguió al alegato de Diego de la Vega. Por fin la matriarca, conmovida a su pesar, les informó de que tenían una idea muy exagerada de su poder. No estaba en su mano salvar a Tomás de Romeu. Nada podía hacer ella que no hubiese hecho ya su sobrino, dijo, excepto sobornar a los carceleros para que fuese tratado con consideraciones especiales hasta el momento de su ejecución. Debían comprender que no había futuro para Juliana e Isabel en España. Eran hijas de un traidor y cuando su padre muriera pasarían a ser hijas de un criminal y su apellido sería deshonrado. La Corona confiscaría sus bienes, se quedarían en la calle, sin medios para vivir en ese país o en cualquier otro de Europa. ¿Qué sería de ellas? Tendrían que ganarse la vida bordando sábanas para novias o como institutrices de hijos ajenos. Cierto, Juliana podría empeñarse en atrapar a un incauto en matrimonio, incluso al mismo Rafael Moncada, pero ella confiaba en que a la hora de tomar una decisión tan grave, su sobrino, que no era ningún lerdo, pondría en la balanza su carrera y su posición social. Juliana no estaba en el mismo nivel de Rafael.