– No debe desesperar, padre, por favor. Rafael Moncada nos aseguró que utilizará toda su influencia para obtener su libertad -gimió Juliana.
– La ejecución ha sido fijada para dentro de dos días, Juliana. Moncada no hará nada por ayudarme porque fue él quien me denunció.
– ¡Padre! ¿Está seguro? -clamó la joven.
– No tengo pruebas, pero lo oí de mis captores -explicó Tomás.
– ¡Pero Rafael fue a pedirle su indulto al rey!
– No lo creo, niña. Pudo haber ido a Madrid, pero por otras razones.
– ¡Entonces es culpa mía!
– No tienes culpa de la maldad ajena, hija. No eres responsable de mi muerte. ¡Valor! No quiero ver más lágrimas.
De Romeu creía que Moncada lo había delatado no tanto por motivos políticos o para vengarse de los desaires de Juliana, sino por cálculo. A su muerte sus hijas quedarían desamparadas y tendrían que acogerse bajo la protección del primero que se la ofreciera. Allí estaría él, esperando a que cayera Juliana como una tórtola en sus manos, por eso el papel de Diego era tan importante en ese momento, añadió. El joven estuvo a punto de decirle que Juliana jamás caería en poder de Moncada, que él la adoraba y de rodillas se la pedía en matrimonio, pero se tragó las palabras. Juliana nunca le había dado motivos para suponer que correspondía a su amor. No era el momento de mencionar eso. Además, se sentía como un mequetrefe, no podía ofrecer a esas niñas un mínimo de seguridad. Su valor, su espada, su amor, de poco servían en este caso. Se dio cuenta de que sin el respaldo de la fortuna de su padre, él no podía hacer nada por ellas.
– Puede estar tranquilo, don Tomás. Daría mi vida por sus hijas. Velaré siempre por ellas -dijo, simplemente.
Dos días más tarde, al amanecer, cuando la niebla del mar cubría la ciudad con un manto de intimidad y misterio, once presos políticos acusados de colaborar con los franceses fueron ajusticiados en uno de los patios de La Ciudadela. Media hora antes un sacerdote les ofreció la extremaunción, para que partieran al otro mundo limpios de culpas, como recién nacidos, tal como explicó.
Tomás de Romeu, quien durante cincuenta años había despotricado contra el clero y los dogmas de la Iglesia, recibió el sacramento con los demás condenados y hasta comulgó. «Por si acaso, padre, no se pierde nada…», comentó en broma.
Había estado enfermo de miedo desde el momento en que oyó a los soldados llegar a su casa de campo, pero ahora estaba tranquilo. Su congoja desapareció en el momento en que pudo despedirse de sus hijas. Durmió las dos noches siguientes sin sueños, y pasó las jornadas animado. Se abandonó a la muerte cercana con una placidez que no había tenido en vida. Empezó a gustarle la idea de acabar sus días con un disparo, en vez de hacerlo de a poco, sumido en el inevitable proceso de la decrepitud. Tal vez pensó en sus hijas, libradas a su suerte, deseando que Diego de la Vega cumpliera su palabra. Las sintió más distantes que nunca.
En las semanas de cautiverio se había ido desprendiendo de recuerdos y sentimientos, así había adquirido una libertad nueva: ya nada tenía que perder. Al pensar en sus hijas no lograba visualizar sus rostros o diferenciar sus voces, eran dos pequeñas sin madre jugando con muñecas en los sombríos salones de su casa. Dos días antes, cuando lo visitaron en la prisión, se maravilló ante esas mujeres que habían reemplazado a las chiquillas con botines, delantales y moñitos de sus reminiscencias. Carajo, cómo pasa el tiempo, murmuró al verlas. Se despidió de ellas sin pesar, sorprendido de su propia indiferencia. Juliana e Isabel harían sus vidas sin él, ya no podía protegerlas. A partir de ese instante pudo saborear sus últimas horas y observar con curiosidad el ritual de su ejecución.
La madrugada de su muerte, Tomás de Romeu recibió en su celda el último presente de Eulalia de Callís, una cesta con un abundante refrigerio, una botella del mejor vino y un plato con los más delicados bombones de chocolate de su colección. Lo autorizaron para lavarse y afeitarse, vigilado por un guardia, y le entregaron la muda de ropa limpia que enviaron sus hijas. Caminó gallardo e impávido hacia el sitio de la ejecución, se colocó ante el poste ensangrentado, donde lo ataron, y no permitió que le vendaran los ojos. A cargo del pelotón estuvo el mismo oficial de los iris celestes que había recibido a Juliana e Isabel en La Ciudadela. A él le tocó darle un balazo en la sien cuando comprobó que tenía medio cuerpo destrozado por los disparos pero seguía vivo. Lo último que vio el condenado antes de que el tiro de misericordia estallara en su cerebro fue la luz dorada del amanecer en la niebla.
El militar, que no se impresionaba con facilidad, porque había sufrido la guerra y estaba acostumbrado a las brutalidades del cuartel y de los calabozos, no había podido olvidar el rostro anegado en lágrimas de la virginal Juliana, arrodillada ante él. Quebrantando su propia norma de separar el cumplimiento del deber de sus emociones, fue a llevarles la noticia en persona. No quiso que las hijas de su prisionero lo supieran por otros medios.
– No sufrió, señoritas -les mintió.
Rafael Moncada se enteró al mismo tiempo de la muerte de Tomás de Romeu y de la estratagema de Eulalia para sacar a Juliana de España. Lo primero estaba incluido en sus planes, pero lo segundo le produjo un exabrupto de ira. Se cuidó, sin embargo, de enfrentarse con ella, porque no había renunciado a la idea de obtener a Juliana sin perder su herencia. Lamentaba que su tía tuviese tan buena salud; provenía de una familia longeva y no había esperanza de que muriese pronto, dejándolo rico y libre para decidir su destino. Tendría que conseguir que la matriarca aceptara a Juliana por las buenas, era la única solución. Ni pensar en presentarle el matrimonio como un hecho consumado, porque jamás se lo perdonaría, pero discurrió un plan, basado en la leyenda de que en California, cuando era la mujer del gobernador, Eulalia había transformado a un peligroso guerrero indiano en una civilizada doncella cristiana y española.
No sospechaba que ese personaje era la madre de Diego de la Vega, pero había oído el cuento varias veces de boca de la misma Eulalia, quien padecía el vicio de tratar de controlar las vidas ajenas y además se jactaba de ello. Pensaba suplicarle que recibiera a las niñas De Romeu en su corte en calidad de protegidas, en vista de que habían perdido a su padre y no contaban con familia. Salvarlas de la deshonra y lograr que fuesen aceptadas de vuelta en la sociedad sería un desafío interesante para Eulalia, tal como lo fue aquella india en California, veintitantos años antes.
Cuando la madraza abriera su corazón a Juliana e Isabel, como al final hacía con casi todo el mundo, él volvería a plantear el asunto del casamiento. Sin embargo, si aquel rebuscado plan no daba resultados, siempre existía la alternativa sugerida por la misma Eulalia. Las palabras de su tía le habían dado una impresión imborrable: Juliana de Romeu podría ser su amante. Sin un padre que velara por ella, la joven terminaría mantenida por algún protector. Nadie mejor que él mismo para ese papel. No era mala idea. Eso le permitiría obtener una esposa con rango, tal vez la misma Medinaceli, sin renunciar a Juliana. Todo se puede hacer con discreción, pensó. Con esto en mente se presentó en la residencia de Tomás de Romeu.
La casa, que siempre le había parecido venida a menos, ahora se veía arruinada. En pocos meses, desde que cambió la situación política en España y Tomás de Romeu se sumió en sus preocupaciones y deudas, el edificio adquirió el mismo aire derrotado y suplicante de su dueño. La maleza se había apoderado del jardín, las palmeras enanas y los helechos se secaban en sus maceteros, había bosta de caballo, basura, gallinas y perros en el patio noble. En el interior de la mansión reinaban el polvo y la penumbra, no se habían abierto las cortinas ni encendido las chimeneas durante meses. El soplo frío del otoño parecía atrapado en las inhóspitas salas. Ningún mayordomo salió a recibirlo, en su lugar apareció Nuria, tan mal agestada y seca como siempre, y lo condujo a la biblioteca.
La dueña había tratado de reemplazar al mayordomo y hacía lo posible por mantener a flote aquel velero a punto de naufragar, pero carecía de autoridad frente al resto de la servidumbre. Tampoco sobraba el dinero en efectivo, porque habían guardado hasta el último maravedí para el futuro, única dote que tendrían Juliana e Isabel.
Diego había llevado los pagarés de Eulalia de Callís donde un banquero que ella misma recomendó, hombre de escrupulosa honestidad, quien le entregó el equivalente en piedras preciosas y algunos doblones de oro, con el consejo de coser aquel tesoro en los refajos. Les explicó que así habían salvado sus bienes los hebreos durante siglos de persecución, porque se podía transportar fácilmente y en todos lados valía igual. Juliana e Isabel no podían creer que ese puñado de pequeños cristales de colores representara todo lo que su familia había poseído.
Mientras Rafael Moncada aguardaba en la biblioteca, entre los libros empastados en cuero que fueran el mundo privado de Tomás de Romeu, Nuria partió a llamar a Juliana. La joven estaba en su habitación, cansada de llorar y rezar por el alma de su padre.
– No tienes obligación de hablar con ese desalmado, niña -dijo la dueña-. Si quieres, puedo decirle que se vaya al infierno.
– Pásame el vestido color cereza y ayúdame a peinarme, Nuria. No quiero que me vea de luto ni vencida -decidió la joven.
Momentos más tarde aparecía en la biblioteca, tan deslumbrante como en sus mejores tiempos. En la luz vacilante de las velas, Rafael no alcanzó a ver sus ojos enrojecidos por el llanto ni la palidez del duelo. Se puso de pie de un salto, con el corazón al galope, comprobando una vez más el efecto inverosímil que esa joven tenía sobre sus sentidos. Esperaba verla deshecha de sufrimiento y en cambio allí estaba ante él, tan hermosa, altiva y conmovedora como siempre. Cuando logró sacar la voz sin carraspear, manifestó cuánto lamentaba la horrible tragedia que afectaba a su familia y le reiteró que no había dejado piedra sin levantar en busca de ayuda para don Tomás, pero todo había sido inútil. Sabía, agregó, que su tía Eulalia le había aconsejado irse de España con su hermana, pero él no lo consideraba necesario. Estaba convencido de que pronto se ablandaría el puño de hierro con que Fernando VII estrangulaba a sus opositores.