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Esa noche, durante la austera cena, en un comedor tan lúgubre como el salón de armas, Eulalia de Callís y Pedro Fages se lanzaron a la cara las recriminaciones que les emponzoñaban el alma, tomando por testigo a su huésped. Alejandro de la Vega se refugió en un incómodo silencio hasta el momento del postre, cuando adivinó que el vino había hecho efecto y la ira de los esposos comenzaba a ceder, entonces planteó el motivo de su visita. Explicó el hecho de que Toypurnia tenía sangre española, describió su valor e inteligencia, aunque omitió su belleza, y rogó al gobernador que fuera indulgente con ella, haciendo justicia a su fama de compasivo y en nombre de la mutua amistad. Pedro Fages no se hizo de rogar, porque el rubor en el escote de Eulalia había logrado distraerlo, y consintió en cambiar la pena de muerte por veinte años de prisión.

– En la prisión esa mujer se convertirá en mártir a los ojos de los indios. Bastará invocar su nombre para poner de nuevo a las tribus en pie de guerra -lo interrumpió Eulalia-. Se me ocurre una solución mejor. Antes que nada, debe ser bautizada, como Dios manda, luego me la traes aquí y yo me encargaré del problema. Te apuesto que en un año habré convertido a esa Toypurnia, la Hija de Lobo, la india brava, en una dama cristiana y española. Así destruiremos para siempre su influencia entre los indios.

– Y, de paso, tendrás en qué entretenerte y alguien que te haga compañía -agregó su marido, de buen talante.

Así se hizo. Al mismo Alejandro de la Vega le tocó ir a buscar a la prisionera a San Gabriel y conducirla a Monterrey, ante el alivio del padre Mendoza, quien tenía prisa por deshacerse de ella. La joven era un volcán listo para explotar en la misión, donde los neófitos no se habían repuesto todavía del bochinche de la guerra. Toypurnia recibió en el bautizo el nombre de Regina María de la Inmaculada Concepción, pero olvidó de inmediato la mayor parte y se quedó sólo con Regina. El padre Mendoza la vistió con el sayal de tela burda de los neófitos, le colgó una medalla de la Virgen al cuello, la ayudó a subir al caballo, porque iba con las manos atadas, y le dio su bendición.

Apenas los chatos edificios de la misión quedaron atrás, el capitán De la Vega soltó las manos de la cautiva y, mostrándole con un gesto la inmensidad del horizonte, la invitó a escapar. Regina lo pensó por unos minutos y debió de llegar a la conclusión de que si volvían a apresarla no habría perdón para ella, porque negó con la cabeza. O tal vez no fue sólo temor, sino el mismo ardiente sentimiento que ofuscaba la mente del español. En todo caso, lo siguió sin asomo de rebelión durante la travesía, que él demoró lo más posible porque imaginaba que no volverían a verse.

Alejandro de la Vega saboreó cada paso del Camino Real con ella, cada noche en que durmieron bajo las estrellas sin tocarse, cada ocasión en que se remojaron juntos en el mar, mientras libraba obstinado combate contra el deseo y la imaginación. Sabía que un hidalgo De la Vega, un hombre de su honor y linaje, no podía ni soñar en unirse con una mestiza.

Si esperaba que esos días a caballo con Regina por las soledades de California le enfriarían el amor, se llevó un chasco, porque cuando inevitablemente llegaron al presidio de Monterrey, estaba enamorado como un adolescente. Debió echar mano de su larga disciplina de soldado para despedirse de la mujer y jurarse porfiadamente que no intentaría comunicarse con ella nunca más.

Tres años más tarde Pedro Fages cumplió la promesa hecha a su esposa y renunció a su puesto de gobernador de Alta California, con el fin de regresar a la civilización. En el fondo estaba feliz con esa resolución, porque el ejercicio del poder le había parecido siempre una tarea ingrata. La pareja cargó las recuas de mulas y las carretas de bueyes con sus baúles, reunió a su pequeña corte y emprendió la marcha hacia México, donde Eulalia de Callís había hecho alhajar un palacio barroco con la pomposidad propia de su rango. De necesidad se detenían en cada pueblo y misión del camino, para recuperar fuerzas y dejarse agasajar por los colonos. A pesar del mal carácter de ambos, los Fages eran queridos, porque él había gobernado con justicia y ella tenía fama de loca generosa.

La gente de La Reina de los Ángeles juntó sus recursos con los de la cercana misión San Gabriel, la más próspera de la provincia, a cuatro leguas de distancia, para ofrecer a los viajeros un recibimiento digno. El pueblo, fundado al estilo de las ciudades coloniales españolas, era un cuadrado con una plaza central, bien planeado para crecer y prosperar, aunque en aquel momento sólo contaba con cuatro calles principales y un centenar de casas de cañabrava. También había una taberna, cuya trastienda servía de almacén, una iglesia, una cárcel y media docena de edificios de adobe, piedra y teja, donde residían las autoridades.

A pesar de la escasa población y la pobreza generalizada, los colonos eran famosos por su hospitalidad y por las rondas de festejos que ofrecían las familias a lo largo del año. Las noches se animaban con guitarras, trompetas, violines y pianos; los sábados y domingos se bailaba el fandango. La llegada de los gobernadores fue el mejor pretexto que habían tenido desde su fundación para celebrar. Levantaron arcos con estandartes y flores de papel en torno a la plaza, pusieron mesones largos con manteles blancos, y todo aquel capaz de tocar un instrumento fue reclutado para el sarao, incluso un par de presos, que se libraron del cepo cuando se supo que podían rasgar una guitarra.

Los preparativos tomaron varios meses y durante ese tiempo no se habló de otra cosa. Las mujeres se hicieron vestidos de gala, los hombres pulieron sus botones y hebillas de plata, los músicos ensayaron bailes llegados de México, las cocineras se afanaron en el banquete más suntuoso que se había visto por allí. El padre Mendoza acudió con sus neófitos, provisto de varios toneles de su mejor vino, dos vacas y varios cerdos, gallinas y patos, que fueron sacrificados para la ocasión.

Al capitán Alejandro de la Vega le tocó hacerse cargo del orden durante la estadía de los gobernadores en el pueblo. Desde el instante en que se enteró de su venida, la imagen de Regina lo atormentó sin darle tregua. Se preguntaba qué habría sido de ella en esos tres siglos de separación, cómo habría sobrevivido en el sombrío presidio de Monterrey, si acaso se acordaría de él. Las dudas se le pasaron la noche de la fiesta, cuando a la luz de las antorchas y al son de la orquesta vio llegar a una joven deslumbrante, vestida y peinada a la moda europea, y reconoció al punto esos ojos color azúcar quemada. Ella también lo distinguió en la muchedumbre y avanzó sin vacilar, plantándosele al frente con la expresión más seria del mundo.

El capitán, con el alma a punto de hacérsele trizas, quiso extender la mano para invitarla a bailar, pero en vez le preguntó a borbotones si quería casarse con él. No fue un impulso descontrolado, lo había pensado durante tres años, y había llegado a la conclusión de que más valía manchar su impecable linaje, que vivir sin ella. Se daba cuenta de que nunca podría presentarla a su familia o a la sociedad en España, pero no le importaba, porque por ella estaba dispuesto a echar raíces en California y no moverse más del Nuevo Mundo. Regina lo aceptó porque lo había amado en secreto desde los tiempos en que él la trajo de vuelta a la vida, cuando ella agonizaba en la bodega de vinos del padre Mendoza.

Y así fue como la brillante visita de los gobernadores en La Reina de los Ángeles fue coronada por la boda del capitán con la misteriosa dama de compañía de Eulalia de Callís. El padre Mendoza, quien se había dejado crecer el cabello hasta los hombros para disimular la horrenda cicatriz de la oreja cortada, ofició la ceremonia, a pesar de que hasta el último momento intentó disuadir al capitán de casarse. Que la novia fuera mestiza no le molestaba, muchos españoles se casaban con indias, sino la sospecha de que bajo la impecable apariencia de señorita europea de Regina acechaba intacta Toypurnia, Hija de Lobo.

Pedro Fages en persona entregó a la novia en el altar, porque estaba convencido de que ella había salvado su matrimonio, ya que, en el afán de educarla, a Eulalia se le suavizó el carácter y dejó de atormentarlo con sus rabietas. Considerando que además le debía la vida de su mujer a Alejandro de la Vega, como aseguraban los chismes, decidió que ésa era una buena ocasión de mostrarse generoso. De un plumazo asignó a la flamante pareja los títulos de propiedad de un rancho y varios millares de cabezas de ganado, ya que estaba entre sus facultades distribuir tierras entre los colonos. Trazó el contorno en un mapa siguiendo el impulso del lápiz; después, cuando averiguaron los límites reales del rancho, resultó que eran muchas leguas de pastizales, cerros bosques, ríos y playa. Se necesitaban varios días para recorrer la propiedad a caballo: era la más grande y mejor ubicada de la región. Sin haberlo solicitado, Alejandro de la Vega se vio convertido en hombre rico.

Unas semanas más tarde, cuando la gente comenzó a llamarlo don Alejandro, renunció al ejército del rey para dedicarse por entero a prosperar en esa tierra nueva. Un año después fue elegido alcalde de La Reina de los Ángeles.

De la Vega construyó una vivienda amplia, sólida y sin pretensiones, de adobe, con techos de teja y suelos de tosca baldosa de greda. Decoró su casa con pesados muebles, fabricados en el pueblo por un carpintero gallego, sin ninguna consideración por la estética, sólo por la durabilidad. La ubicación era privilegiada, muy cerca de la playa, a pocas millas de La Reina de los Ángeles y de la misión San Gabriel. La gran casa de adobe, al estilo de las haciendas mexicanas, se hallaba sobre un promontorio y su orientación ofrecía una vista panorámica de la costa y el mar. A corta distancia estaban los siniestros depósitos naturales de brea, donde nadie se acercaba de buen grado porque allí penaban las almas de los muertos atrapados en el alquitrán. Entre la playa y la hacienda había un laberinto de cuevas, lugar sagrado de los indios, tan temido como los charcos de brea. Los indios no iban allí por respeto a sus antepasados y los españoles tampoco por los frecuentes derrumbes y porque resultaba muy fácil perderse adentro.