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– He oído del Convento de las Ursulinas en Nueva Orleáns. Las señoritas podrían esperar allí hasta que lleguen noticias de mi padre…

– ¡Antes muerta que con esas monjas! ¡De aquí no me mueve nadie! -lo interrumpió Juliana con una vehemencia que nunca le habían visto.

Todos los ojos se volvieron hacia ella. Estaba roja, afiebrada, sudando bajo el vestido de pesado brocado. La expresión de su rostro no dejaba lugar a dudas: se disponía a asesinar a quien intentara separarla de su pirata. Diego abrió la boca, pero no supo qué decir y se calló, derrotado.

Jean Laffite recibió el exabrupto de Juliana como un mensaje deseado y temido, casi como una caricia. Había tratado de evitar a la joven, repitiendo para sus adentros lo mismo que le decía siempre a su hermano Pierre, el negocio viene antes que el placer, pero por lo visto ella estaba tan prendada como él.

Esa devastadora atracción lo confundía, porque se jactaba de tener una mente fría. No era hombre impulsivo y estaba acostumbrado a la compañía de mujeres bellas. Prefería a las cuarteronas, mulatas famosas por su gracia y hermosura, entrenadas para satisfacer los más secretos caprichos de un hombre. Las mujeres blancas le parecían arrogantes y complicadas, se enfermaban con frecuencia, no sabían bailar y servían de poco a la hora de hacer el amor porque no les gustaba despeinarse. Sin embargo, esa joven española con ojos de gato era diferente. Podía competir en belleza con las más célebres criollas de Nueva Orleáns y por lo visto su limpia inocencia no interfería con su corazón apasionado. Disimuló un suspiro, procurando no abandonarse a las trampas de la imaginación.

El resto de la velada transcurrió como si todos estuvieran sentados en clavos. La conversación se arrastraba a duras penas. Diego observaba a Juliana, ella a Laffite y el resto de los comensales miraba el plato con gran atención. El calor era sofocante en el interior de la casa y al término de la comida el corsario los invitó a tomar un refresco en la terraza. Del techo colgaba un abanico de palmas que un esclavo movía con parsimonia. Laffite tomó la guitarra y empezó a cantar con una voz entonada y agradable, hasta que Diego anunció que estaban cansados y preferían retirarse. Juliana lo fulminó con una mirada letal, pero no se atrevió a negarse.

Nadie durmió en esa casa. La noche, con su concierto de sapos y el ruido lejano de tambores, se arrastró con una lentitud pavorosa. Sin poder aguantarse más, Juliana les confesó su secreto a Nuria e Isabel, en catalán para que no la entendiera la esclava que las atendía.

– Ahora sé lo que es el amor. Quiero casarme con Jean Laffite -dijo.

– Santa María, líbranos de esta desgracia -musitó Nuria, persignándose.

– Eres su prisionera, no su novia. ¿Cómo piensas resolver ese pequeño dilema? -quiso saber Isabel, bastante celosa, porque también estaba muy impresionada con el corsario.

– Estoy dispuesta a todo, no puedo vivir sin él -replicó su hermana con ojos de loca.

– Esto no le gustará a Diego.

– ¡Diego es lo de menos! ¡Mi padre debe estar revolcándose en la tumba, pero no me importa! -exclamó Juliana.

Impotente, Diego presenció la transformación de su amada. Juliana apareció al segundo día de cautiverio en Barataría olorosa a jabón, con el cabello suelto a la espalda y con un vestido ligero, obtenido de las esclavas, que revelaba sus encantos. Así se presentó al mediodía siguiente a la mesa, donde madame Odilia había dispuesto una abundante merienda. Jean Laffite la estaba esperando y, por el brillo de sus ojos, no cupo dudas que prefería ese estilo informal a la moda europea, insoportable en ese clima. De nuevo la saludó con un beso en la mano, pero bastante más intenso que el del día anterior.

Las sirvientas trajeron jugos de fruta con hielo, traído por el río en cajas con aserrín desde montañas remotas, lujo que sólo los ricos podían darse. Juliana, habitualmente inapetente, se tomó dos vasos del helado brebaje y comió con voracidad de cuanto había sobre la mesa, excitada y locuaz. A Diego e Isabel les pesaba el alma, mientras ella y el corsario charlaban casi en susurros. Algo pudieron captar de la conversación y se dieron cuenta de que Juliana exploraba el terreno, probando las armas de seducción que nunca antes había tenido necesidad de usar.

En ese momento estaba explicándole, entre risas y pestañeos, que a su hermana y a ella no les vendrían mal ciertas comodidades. De partida, un arpa, un piano y partituras de música, también libros, preferiblemente novelas y poesía, así como ropa liviana. Había perdido todo lo que tenía, «¿y por culpa de quién?», preguntó con un mohín. Además, deseaban libertad para pasear por los alrededores y cierta privacidad; les molestaba la vigilancia constante de las esclavas.

«Y a propósito, señor Laffite, debo decirle que abomino de la esclavitud, es una práctica inhumana.» Él respondió que si paseaban solas por la isla encontrarían gente vulgar que no sabía tratar a doncellas tan delicadas como ella y su hermana. Agregó que la función de las esclavas no era vigilarlas, sino atenderlas y espantar mosquitos, ratones y víboras, que se metían en los cuartos.

– Déme una escoba y yo misma me haré cargo de ese problema -replicó ella con una sonrisa irresistible, que Diego no le conocía.

– Respecto a lo demás que solicita, señorita, tal vez lo encontremos en mi bazar. Después de la siesta, cuando refresque un poco, iremos todos al Templo.

– No tenemos dinero, pero supongo que usted pagará, ya que nos ha traído aquí por la fuerza -replicó ella, coqueta.

– Será un honor, señorita.

– Puede llamarme Juliana.

Madame Odilia seguía este intercambio de galanteos desde un rincón de la sala con la misma atención de Diego e Isabel. Su presencia le recordó a Jean que no podía seguir por ese peligroso camino, tenía obligaciones ineludibles. Sacando fuerzas de donde pudo, decidió ser claro con Juliana. Llamó con un gesto a la bella del turbante y le susurró algo al oído. Ella desapareció durante unos minutos y regresó con un bulto en brazos.

– Madame Odilia es mi suegra y éste es mi hijo Pierre -explicó Jean Laffite, pálido.

Diego lanzó una exclamación de alegría y Juliana una de horror. Isabel se puso de pie y madame Odilia le mostró el bulto.

A diferencia de las mujeres normales, que suelen ablandarse a la vista de un crío, a Isabel no le gustaban los niños, prefería los perros, pero debió admitir que ese mocoso era simpático. Tenía la nariz respingona y los mismos ojos de su padre.

– No sabía que era usted casado, señor pirata… -comentó Isabel.

– Corsario -la corrigió Laffite.

– Corsario, pues. ¿Podríamos conocer a su esposa?

– Me temo que no. Yo mismo no he podido visitarla durante varias semanas, está débil y no puede ver a nadie.

– ¿Cómo se llama?

– Catherine Villars.

– Disculpadme, me siento muy cansada… -musitó Juliana, desfalleciente.

Diego le retiró la silla y la acompañó con aire compungido, aunque estaba encantado con el giro de los acontecimientos. ¡Qué suerte tan extraordinaria! A Juliana no le quedaba más remedio que reevaluar sus sentimientos. Ya no sólo se trataba de que Laffite fuese un viejo de treinta y cinco años, mujeriego, criminal, contrabandista y traficante de esclavos, todo lo cual una niña como Juliana podía excusar fácilmente, sino que tenía mujer y un crío. ¡Gracias, Dios mío! No se podía pedir más.

Por la tarde Nuria se quedó aplicando paños fríos en la frente afiebrada de Juliana, mientras Diego e Isabel acompañaban a Laffite al Templo. Fueron en un bote, impulsado por cuatro remeros, que se introdujo en un laberinto de pantanos malolientes, en cuyas orillas reposaban docenas de caimanes, mientras las culebras zigzagueaban en el agua.

Con la humedad, el cabello de Isabel se disparó en todas direcciones, ensortijado y denso como un colchón. Los canales parecían todos idénticos, el paisaje era chato, no había ni un montículo que sirviera de referencia en esa vegetación de pastos altos. Los árboles tenían las raíces en el agua y pelucas de musgo colgando de las ramas. Los piratas conocían cada recodo, cada árbol, cada peñasco de ese territorio de pesadilla y avanzaban sin vacilación.

Al llegar al lugar donde estaba el Templo vieron los lanchones planos en que los piratas transportaban la mercadería, además de las piraguas y botes de algunos clientes, aunque la mayoría acudía por tierra, a caballo y en vistosos carruajes. Lo más granado de la sociedad se había dado cita, desde aristócratas hasta cortesanas de color. Los esclavos habían colocado toldos para que reposaran sus amos y servían comida y vino, mientras las damas recorrían el bazar examinando los productos.

Los piratas vociferaban la mercancía, telas de China, jarras de plata peruana, muebles de Viena, joyas de todas las procedencias, golosinas, artículos de tocador, nada faltaba en aquella feria, donde regatear era parte de la diversión. Pierre Laffite ya estaba allí, con una lámpara de lágrimas en la mano, anunciando a gritos que todo estaba en liquidación, los precios eran botados, compren, messieurs et mesdames, porque no volverá a presentarse una oportunidad como ésta.

Con la llegada de Jean y sus acompañantes se produjeron murmullos de curiosidad. Varias mujeres se acercaron al atrayente corsario, misteriosas bajo sus alegres parasoles, entre ellas la esposa del gobernador. Los caballeros se fijaron en Isabel, divertidos por su indómito cabello, parecido al musgo de los árboles. En la comunidad de los blancos había dos hombres por cada mujer y cualquier rostro nuevo era bienvenido, incluso un tan poco usual como el de Isabel.

Jean hizo las presentaciones sin mencionar para nada la forma en que había obtenido a esos nuevos «amigos», y enseguida buscó los objetos mencionados por Juliana aunque sabía que ningún regalo podría consolarla del golpe que le había dado al contarle lo de Catherine de manera tan brutal. No había otra forma, debía cortar aquella atracción mutua de raíz, antes de que los destruyera a ambos.

En Barataría, Juliana yacía sobre la cama, hundida en un lodazal de humillación y loco amor. Laffite había encendido en ella una llamarada diabólica, y ahora debía luchar con toda su voluntad contra la tentación de arrebatárselo a Catherine Villars. La única solución que se le ocurría era entrar de novicia al Convento de las Ursulinas y terminar sus días atendiendo a enfermos de viruela en Nueva Orleáns, al menos así podría respirar el mismo aire que ese hombre. No podría volver a dar la cara a nadie. Estaba confundida, avergonzada, inquieta, como si un millón de hormigas se paseara bajo su piel, se sentaba, paseaba, se tendía en la cama, se daba vueltas entre las sábanas. Pensaba en el niño, el pequeño Pierre, y más lloraba.