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Mucho antes había dejado a Tornado en la cueva, para que lo encontrara Diego, porque estaba seguro de que se las arreglaría para escapar una vez que él distrajera a sus captores.

– Te digo que el Zorro vino a la hacienda para ayudarme. Si no eras tú, ¿quién fue? Lo vi con mis propios ojos.

Entonces Bernardo pegó un silbido y de las sombras salió el Zorro con su espléndido atavío, todo de negro, con sombrero, máscara y bigote, la capa echada sobre un hombro y la diestra sobre la empuñadura de su espada. Nada faltaba al impecable héroe, llevaba incluso el látigo enrollado en la cintura. Allí estaba, de cuerpo entero, alumbrado por varias docenas de velones de sebo y un par de antorchas, soberbio, elegante, inconfundible.

Diego quedó pasmado, mientras Bernardo y el Zorro contenían la risa, saboreando el momento. La incógnita duró menos de lo que éstos habrían deseado, porque Diego se dio cuenta de que el enmascarado tenía los ojos bizcos.

– ¡Isabel! ¡Sólo podía tratarse de ti! -exclamó con una carcajada.

La muchacha le había seguido cuando fue a la cueva con Bernardo la primera noche que desembarcaron en California. Los espió cuando Diego le dio a su hermano el traje negro y planearon la existencia de dos Zorros en vez de uno, entonces a ella se le ocurrió que mejor aún serían tres. Le costó muy poco obtener la complicidad de Bernardo, quien la consentía en todo. Ayudada por Nuria, cortó la pieza de tafetán negro, regalo de Laffite, y cosió el disfraz. Diego argumentó que ése era un trabajo de hombres, pero ella le recordó que le había rescatado de las manos de Moncada.

– Se necesita más de un justiciero, porque hay mucha maldad en este mundo, Diego. Tú serás el Zorro, y Bernardo y yo te ayudaremos -determinó Isabel.

No hubo más remedio que aceptarla en la pandilla, porque como argumento final ella amenazó con revelar la identidad del Zorro si la excluían.

Los hermanos se colocaron sus disfraces y los tres Zorros formaron un círculo dentro de la antigua Rueda Mágica de los indios que habían trazado con piedras en la infancia. Con el cuchillo de Bernardo se hicieron un corte en la mano izquierda. «¡Por la justicia!», exclamaron al unísono Diego e Isabel. Bernardo se sumó haciendo el signo apropiado en su lenguaje de señas. Y en ese momento, cuando la sangre mezclada de los amigos goteaba al centro del círculo, creyeron ver que surgía del fondo de la tierra una luz incandescente que bailó en el aire durante varios segundos. Era la señal del Okahué, prometida por la abuela Lechuza Blanca.

BREVE EPÍLOGO Y PUNTO FINAL Alta California, 1840

A menos que seáis lectores muy distraídos, sin duda habréis adivinado que la cronista de esta historia soy yo, Isabel de Romeu. Escribo treinta años después de que conociera a Diego de la Vega en la casa de mi padre, en 1810, y desde entonces muchas cosas han sucedido. A pesar del paso del tiempo, no temo incurrir en graves inexactitudes, porque a lo largo de la vida he tomado notas y si me falla la memoria consulto a Bernardo. En los episodios en que él estuvo presente, me he visto obligada a escribir con cierto rigor, porque no me permite interpretar los hechos a mi manera. En los demás he tenido más libertad. A veces mi amigo me saca de quicio. Dicen que los años otorgan flexibilidad a la gente, pero no es su caso; tiene cuarenta y cinco años y no ha perdido la rigidez. En vano le he explicado que no hay verdades absolutas, todo pasa por el filtro del observador. La memoria es frágil y caprichosa, cada uno recuerda y olvida según su conveniencia. El pasado es un cuaderno de muchas hojas, donde anotamos la vida con una tinta que cambia según el estado de ánimo. En mi caso, el cuaderno se parece a los mapas fantásticos del capitán Santiago de León y merece ser incluido en la Enciclopedia de Deseos, versión íntegra.

En el caso de Bernardo el cuaderno es un plomazo. En fin, al menos esa exactitud le ha servido para criar varios hijos y administrar con buen criterio la hacienda De la Vega. Ha multiplicado su fortuna y la de Diego, quien sigue ocupado de hacer justicia, en parte por buen corazón, pero más que nada porque le encanta vestirse de Zorro y correr aventuras de capa y espada. No menciono pistolas porque pronto abandonó su uso; considera que las armas de fuego, además de ser imprecisas, no son dignas de un valiente. Para batirse sólo necesita a Justina, la espada a la que ama como a una novia. Ya no tiene edad para esas chiquilladas, pero por lo visto mi amigo nunca sentará cabeza.

Supongo que deseáis saber de otros personajes de esta historia, a nadie le gusta quedarse con interrogantes después de haber leído tantas páginas, ¿verdad? No hay nada tan insatisfactorio como un final con cabos sueltos, esa tendencia moderna de dejar los libros por la mitad. Nuria tiene la cabeza blanca, se ha reducido al tamaño de un enano y respira con mucho ruido, como los leones marinos, pero está sana. No piensa morirse, dice que tendremos que matarla a palos. Hace poco nos tocó enterrar a Toypurnia, con quien tuve una excelente amistad. No volvió a vivir entre los blancos, se quedó con su tribu, pero a veces visitaba a su marido en la hacienda. Eran buenos amigos.

Nueve años antes habíamos enterrado a Alejandro de la Vega y al padre Mendoza, fallecidos durante la epidemia de influenza. La salud de don Alejandro nunca se repuso completamente de la experiencia en El Diablo, pero hasta el último día de su vida manejó su hacienda a caballo. Era un verdadero patriarca, ya no quedan hombres como él.

El correo de los indios repartió la noticia de que el padre Mendoza se estaba muriendo y llegaron tribus completas a despedirlo. Vinieron de Alta y Baja California, de Arizona y Colorado, chumash, shoshone y muchos otros. Durante días y noches danzaron, salmodiando cánticos funerarios, y antes de irse colocaron en su tumba regalos de conchas, plumas y huesos. Los más ancianos repetían la leyenda de las perlas, de cómo el misionero las encontró un día en la playa, traídas por los delfines desde el fondo del mar para socorrer a los indios.

De Juliana y Laffite, podréis enteraros por otros medios, ya que no me cabe más en estas páginas. Se ha escrito en los periódicos sobre el corsario, aunque su destino actual es un misterio. Desapareció después que los americanos, a quienes él había defendido en más de una batalla, arrasaron con su imperio en Grande Isle. Puedo deciros solamente que Juliana, convertida en una robusta matrona, ha tenido la originalidad de permanecer enamorada de su marido. Jean Laffite se cambió el nombre, se compró un rancho en Texas y posa de hombre respetable, aunque en el fondo siempre será un bandido, con el favor de Dios. La pareja tiene ocho hijos y he perdido la cuenta de los nietos.

De Rafael Moncada prefiero no hablar, ese bellaco jamás nos dejará en paz, pero a Carlos Alcázar lo despacharon a tiros en una taberna de San Diego, poco después de la primera intervención del Zorro. No encontraron a los culpables, pero se dijo que fueron matones a sueldo. ¿Quién los contrató? Me gustaría deciros que fue Moncada, al enterarse de que su socio lo había engañado con las perlas, pero sería un truco literario para redondear esta historia, porque Moncada estaba de regreso en España cuando balearon a Alcázar. Su muerte, muy merecida, por cierto, dejó el camino libre a Diego de la Vega para cortejar a Lolita, a quien debió confesarle la identidad del Zorro antes de ser aceptado. Estuvieron casados sólo un par de años, porque ella se desnucó cayéndose del caballo. Mala suerte. Años después Diego se casó con otra joven, de nombre Esperanza, quien también murió trágicamente, pero su historia no cabe en este relato.

Si me vierais, amigos, creo que me reconoceríais, ya que no he cambiado mucho. Las mujeres bellas se afean con la edad. Las mujeres como yo envejecen no más, y algunas hasta mejoran de aspecto. Yo me he suavizado con los años. Mi cabello está salpicado de gris, y no se me ha caído, como al Zorro; todavía alcanza para dos cabezas. Tengo algunas arrugas, que me dan carácter, me quedan casi todos los dientes, sigo siendo fuerte, huesuda y bizca. No me veo mal para mis años bien vividos. Eso sí, luzco varias orgullosas cicatrices de sable y de bala, obtenidas ayudando al Zorro en sus misiones de justicia.

Me preguntaréis, sin duda, si continúo enamorada de él, y tendré que confesar que sí, pero no sufro por eso. Recuerdo cuando lo vi por primera vez, él tenía quince años y yo once, éramos un par de mocosos. Yo llevaba un vestido amarillo, que me daba aspecto de canario mojado. Me enamoré de él entonces y ha sido mi único amor, excepto por un breve período en que me encapriché con el corsario Jean Laffite, pero me lo arrebató mi hermana, como sabéis.

Eso no significa que yo sea virgen, ni pensarlo; no me han faltado amantes de buena voluntad, unos mejores que otros, pero ninguno memorable. Por fortuna no me enamoré del Zorro locamente, como le ocurre a la mayoría de las mujeres al conocerlo; siempre he mantenido la cabeza fría con respecto a él. Me di cuenta a tiempo de que nuestro héroe sólo es capaz de amar a aquellas que no le corresponden, y decidí ser una de ellas. Ha pretendido casarse conmigo cada vez que le falla una de sus novias o se queda viudo -eso ha ocurrido un par de veces-, y me he negado. Tal vez por eso sueña conmigo cuando come pesado. Si yo lo aceptara como marido, muy pronto se sentiría atrapado y yo tendría que morirme para dejarle libre, como hicieron sus dos esposas. Prefiero esperar nuestra vejez con paciencia de beduino. Sé que estaremos juntos cuando él sea un anciano de piernas enclenques y mala cabeza, cuando otros zorros más jóvenes le hayan reemplazado, y en el caso improbable de que alguna dama le abriera su balcón y él no fuera capaz de treparlo. ¡Entonces me vengaré de las penurias que el Zorro me ha hecho pasar!

Y con esto concluye mi narración, queridos lectores. Prometí contaros los orígenes de la leyenda y he cumplido, ahora puedo dedicarme a mis propios asuntos. El Zorro me tiene harta, y creo que ha llegado el momento de ponerle punto final.