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Solo quedaba Howie, a quien por entonces llevaba un tiempo sin telefonear. Era como si desde que sus padres murieran hacía tiempo experimentara toda clase de impulsos que antes estaban proscritos o sencillamente no existían, y el hecho de que les diera rienda suelta con la cólera de un enfermo (la cólera y la desesperación de un enfermo sombrío incapaz de evitar la trampa más letal de la enfermedad prolongada, que es la distorsión del carácter) hubiera destruido el último vínculo con las personas que más quería de todas las que había conocido. Su primera aventura amorosa había sido con su hermano. Lo único sólido durante toda su vida había sido su admiración por aquel hombre bueno. Todos sus matrimonios habían sido un desastre, pero a lo largo de sus vidas adultas él y su hermano se habían mantenido verdaderamente fieles. A Howie nunca era necesario pedirle nada. Y ahora lo había perdido, y de la misma manera había perdido a Phoebe… y el único culpable era él. Como si no hubiera ya cada vez menos personas que significaran algo para él, había completado la descomposición de la familia original. Pero descomponer familias era su especialidad. ¿No había despojado a tres hijos de una infancia coherente y de la protección amorosa y constante de un padre como aquel a quien él mismo había idolatrado, que había pertenecido exclusivamente a él y a Howie, un padre que no había sido de nadie más?

Al darse cuenta de todo lo que había aniquilado, por si solo y sin ninguna buena razón aparente, y, lo que era todavía peor, contra su misma intención, contra su voluntad, al pensar en su dureza hacia un hermano que nunca había sido duro con él, que jamás había dejado de sosegarle y acudir en su ayuda, en el efecto que había tenido en sus hijos su abandono de hogares… ante el humillante reconocimiento de que ahora estaba disminuido no solo físicamente sino convertido en alguien que no quería ser, empezó a golpearse el pecho con el puño, de forma cadenciosa a modo de autoinculpación, y solo por unos pocos centímetros no lo hizo sobre el desfibrilador. En aquel momento, sabía mucho mejor de lo que Randy o Lonny sabrían jamás dónde radicaba su insuficiencia. Aquel hombre, de ordinario ecuánime, se golpeaba enfurecido el corazón como un fanático al orar, y, bajo los embates del remordimiento, no solo por aquel error sino por todos sus errores, todos los imborrables, estúpidos e inevitables errores, arrebatado por la desgracia de sus limitaciones pero actuando como si cada incomprensible contingencia de la vida fuese obra suya, dijo en voz alta: «¡Sin Howie siquiera! ¡Acabar así, y ni siquiera con él!».

En el rancho que Howie tenía en Santa Bárbara había una confortable casita para invitados, casi tan grande como su apartamento. Un verano, años atrás, él, Phoebe y Nancy se alojaron allí durante dos semanas, mientras Howie y su familia estaban de vacaciones en Europa. La piscina se encontraba justo enfrente de la entrada, los caballos de Howie correteaban por las colinas y la servidumbre les preparó la comida y los atendió en todo. Lo último que había sabido era que uno de los hijos de Howie, Steve, el oceanógrafo, vivía temporalmente allí con su novia. ¿Se atrevería a pedirlo? ¿Podría ir directamente allí y decirle a su hermano que le gustaría alojarse en la casa para invitados durante un par de meses hasta que decidiera dónde viviría a continuación? Si pudiera volar a California después de la intervención y disfrutar de la compañía de su hermano durante el período inicial de la convalecencia…

Marcó el número telefónico de Howie. Le respondió el contestador automático, y dejó su nombre y su número. Más o menos una hora después le telefoneó Rob, el hijo menor de Howie.

– Mis padres están en el Tíbet -le informó Rob.

– ¿El Tíbet? ¿Qué están haciendo allí? -Creía que estaban en Santa Bárbara y que Howie no quería ponerse al aparato.

– Papá fue a Hong Kong en viaje de negocios, creo que a una reunión de la junta, y mi madre le acompañó. Luego fueron a visitar el Tíbet.

– ¿Permiten a los occidentales visitar el Tíbet?

– Sí, claro -respondió Rob-. Estarán allí tres semanas más. ¿Quieres dejarles un mensaje? Puedo comunicarme con ellos por correo electrónico. Es lo que hago cada vez que les llama alguien.

– No, no es necesario. ¿Cómo están tus hermanos, Rob?

– Todos están bien. ¿Y tú qué tal estás?

– Voy tirando -respondió, y colgó.

Muy bien, se había divorciado tres veces, había sido un marido en serie distinguido no menos por su entrega que por sus felonías y errores, y debería seguir arreglándoselas solo. A partir de entonces debería arreglárselas siempre solo. Incluso cuando era veinteañero, cuando él mismo se consideraba convencional, y hasta bien entrada la cincuentena, había recibido por parte de las mujeres toda la atención que podía desear; desde que ingresó en la escuela de arte, esa atención nunca había cesado. Era como si no estuviera destinado a otra cosa. Pero entonces sucedió algo imprevisto, imprevisto e impredecible: había vivido cerca de tres cuartos de siglo, y el estilo de vida productivo y activo había quedado atrás. Ya no poseía el atractivo viril del hombre productivo ni podían germinar en él los goces masculinos, y procuraba no echarlos mucho de menos. Durante cierto tiempo, y sin ayuda de nadie, había tenido la sensación de que el componente que le faltaba de algún modo regresaría para hacerle de nuevo inexpugnable y reafirmar su autoridad, que el derecho cancelado por error sería restaurado y que podría reanudar el camino allí donde lo había interrumpido solo unos años atrás. Pero ahora parecía que, como les sucede a todos los ancianos, se encontraba en un proceso de creciente disminución y tendría que pasar sus días sin sentido hasta el final tan solo como lo que era… los días y las noches inciertas y la obligación de soportar impotente el deterioro físico y la tristeza terminal y la espera, la interminable espera de nada. Así son las cosas» se decía, esto es lo que no podías saber.,…

El hombre que cruzó a nado la bahía con la madre de Nancy había llegado a donde jamás había soñado estar. Era el momento de preocuparse por la desaparición. Había alcanzado el remoto futuro.

Un sábado por la mañana, menos de una semana antes del día fijado para la intervención -tras una noche de sueños horribles en la que se despertó debatiéndose por respirar a las tres de la madrugada, tuvo que encender todas las luces del apartamento para aquietar sus temores y solo pudo volver a dormirse con las luces todavía encendidas-, pensó que le haría bien ir a Nueva York para ver a Nancy y los gemelos y visitar de nuevo a Phoebe, que ahora estaba en casa con una enfermera. Normalmente su deliberada independencia constituía su mayor fortaleza; por eso podía llevar una nueva vida en un nuevo lugar sin preocuparse por dejar atrás a familiares y amigos. Pero desde que abandonara toda esperanza de vivir con Nancy o alojarse en casa de Howie, tenía la sensación de que se estaba convirtiendo en una criatura infantil que iba debilitándose cada día que pasaba. ¿Era la inminencia de la séptima hospitalización anual lo que minaba su confianza? ¿Era la perspectiva de que su pensamiento estuviera monopolizado por la enfermedad y excluyera todo lo demás? ¿O era la percepción de que con cada una de aquellas estancias en el hospital, que se remontaban a la infancia y proseguían hasta su inminente operación, el número de presencias junto a su cama disminuía y el ejército con el que empezara se había reducido hasta quedarse en nada? ¿O era sencillamente la premonición de lo irremisible por venir?