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Un miércoles, a primera hora de la mañana, ingresó en el hospital para someterse a la operación de la carótida derecha. El procedimiento fue exactamente el mismo que el seguido con la carótida izquierda. Esperó su turno en la antesala con el resto de los pacientes programados para ese día hasta que le llamaron por su nombre, y, con la delgada bata y las zapatillas de papel, se dirigió al quirófano acompañado por una enfermera. Esta vez, cuando el anestesista enmascarado le preguntó si quería anestesia local o general, él pidió la general, para que soportar la operación le resultara más fácil que la primera vez.

Las palabras que le habían dicho los huesos le hacían sentirse eufórico e indestructible, lo mismo que el sometimiento, conseguido con tanto esfuerzo, de sus pensamientos más sombríos. Nada podía extinguir la vitalidad de aquel muchacho cuyo cuerpo indemne y esbelto como un torpedo cabalgó en el pasado las grandes olas del Atlántico embravecido desde cien metros mar adentro hasta la orilla. ¡Ah, el dejarse ir durante aquel trayecto, el olor del agua salada y el sol abrasador! Pensó en la luz del día que lo penetraba todo, un día veraniego tras otro en aquel mar vivo y deslumbrante, un tesoro óptico tan vasto y valioso que era como si mirase, a través de la lupa de joyero con las iniciales grabadas de su padre, al perfecto, de incalculable valor, planeta en sí mismo: a su hogar, ¡el planeta Tierra con sus miles de millones, billones, trillones de quilates! Se sumió en la inconsciencia sintiéndose lejos de haber sido abatido, en absoluto condenado, deseoso de realizarse plenamente una vez más; sin embargo, no se despertó. Paro cardíaco. Ya no existía, liberado de ser, entrando en la nada sin saberlo siquiera. Tal como había temido desde el principio.

Philip Roth

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