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– Llego tarde. Llegamos tarde. Se supone que me tienes que traer de comer quince minutos antes para que mi personal pueda darme la fiesta.

– Se supone que eso era una sorpresa -dijo Lydia con el ceño fruncido.

– Detesto las sorpresas. Además, lo tengo apuntado en el organigrama hace una semana. Voy a llegar tarde. ¿Nos vemos luego? ¿A las cinco treinta y siete en la floristería?

Lydia asintió y Natalie se despidió con un beso. Fue al ascensor preocupada con las dudas de su hermana. Quizá no estaba locamente enamorada de Edward, pero iba a fundamentar su matrimonio sobre algo mucho menos inconstante que una emoción. Siempre había sido una persona práctica, una mujer que prefería los hechos a las fantasías, el sentido común a los sentimientos.

La mayoría de la gente consideraba a Edward estirado y un poco aburrido. Pero, en él, Nat había encontrado toda la estabilidad y seguridad que había perdido el día en que murieron sus padres. A partir de ese momento, su vida había sido un trastorno creciente, su hermana y ella pasaban de la casa de algún familiar al orfanato y vuelta a empezar. Edward siempre tendría un hogar para ella y eso era todo lo que Nat necesitaba para ser verdaderamente feliz.

Con otro vistazo al reloj, apretó el botón del ascensor y zapateó impacientemente. Llegaba realmente tarde. Tenía la esperanza de que las mujeres de la oficina le regalaran un obsequio conjunto en vez de una multitud de paquetitos que tendría que abrir y, en consecuencia, perder un tiempo precioso. Eran su personal, no amigas suyas. En el lugar de trabajo no había espacio para hacer amigos.

El ascensor llegó. Nat entró y, cuando estaba a punto de apretar el botón de subida, oyó un voz masculina.

– ¡Espere un momento!

Cuando una mano apareció entre las puertas activando el sensor que desconectaba el mecanismo, ella volvió a apretar el botón. No tenía tiempo para esperar a desconocidos. Que tomara el siguiente ascensor.

Las puertas empezaron a cerrarse, pero aquel hombre volvió a interponer la mano. Así estuvieron, abriéndolas y cerrándolas hasta que el desconocido dejó escapar una maldición y metió el hombro. Natalie quitó la mano del panel de botones y se retiró al fondo con una sonrisa de plástico en los labios.

El hombre entró con una manifiesta expresión de enfado. Pero entonces se quedó inmóvil y la miró sin parpadear y sin vergüenza. Abrió la boca y la cerró otra vez con un chasquido. Fruncía el ceño, pero seguía mirándola y ella no pudo evitar hacer lo mismo. Después de todo, era increíblemente atractivo, con unos rasgos afilados que ella sólo había visto en los anuncios de moda.

Una extraña corriente de atracción crepitó entre ellos. Nat sintió escalofríos. Pero no podía apartar la mirada. El tenía los ojos más verdes que había visto nunca, claros y directos, sin dobleces. Tras toda una infancia de cuidar y proteger a su hermana pequeña había aprendido a juzgar a los desconocidos de aquella manera, a adivinar su personalidad mirándolos a los ojos. No había nada que temer de aquel hombre, de eso estaba segura.

Entonces, ¿por qué sentía de repente que le faltaba el aire? Claro, era muy guapo, cualquier mujer se daría cuenta, pero era el modo en que la miraba, como si la desnudara lentamente. Nunca un hombre la había mirado así, ni siquiera Edward. Natalie tampoco lo esperaba porque sabía que no era particularmente bonita.

Se obligó a apartar la vista, a fijarla en el panel de control. Pero, inexplicablemente, volvía a fijarla en él, y tuvo que echarle otra mirada de reojo cuando las puertas empezaban a cerrarse. Se preguntó si no debía salir de allí, pero ya iba con retraso y eso era algo que ella detestaba, también detestaba a la gente que hacía caso omiso de las reglas no escritas de la etiqueta en los ascensores. Aquel atractivo desconocido no se volvió hacia la puerta ni centró su atención en las luces del techo. No, continuó mirándola como si la conociera.

Natalie se hizo a un lado, preguntándose si se habían visto en alguna parte. Pero ella no lo hubiera olvidado, los rasgos perfectos, el bronceado profundo que hablaba de un invierno pasado en climas más cálidos. El pelo negro era mas largo de lo que el estricto código de los hombres de negocios dictaba y rozaba el cuello de la cazadora de cuero.

Natalie lo miró de arriba abajo antes de ser ella quien fijara los ojos en el techo. Llevaba vaqueros y una camisa de color caqui y, ¡cielos! Una corbata con una bailarina de «hula-hula» pintada a mano. Natalie reprimió una sonrisa y le miró los zapatos.

– ¿Nos conocemos?

Tenía una voz profunda y cálida, que resonó en la cabina. Por un instante, Natalie no se dio cuenta de que estaba hablando con ella, pero entonces recordó que no había nadie más en el ascensor. Se volvió para hablar, pero apartó la mirada. Su sentido común le decía que ignorara a aquel hombre, sin embargo no podía. Excepto por la corbata, no parecía de los que se dedican a ligar en los ascensores.

– No -murmuró-. No lo creo.

– Es raro. Podría haber jurado…

Natalie se encontró sonriéndole.

– Tengo muy buena memoria para los nombres y las caras. Estoy segura de que no nos conocemos.

El desconocido apretó un botón en el panel. El ascensor se detuvo.

– Esto le va a parecer raro, pero creo que sé dónde nos hemos visto.

Nat hubiera debido asustarse, atrapada en un ascensor detenido con un extraño por toda compañía. Pero el caso era que no tenía miedo. A pesar de todo su sentido común, sabía que aquel hombre no pretendía hacerle ningún daño. La verdad era que su atención la halagaba.

– Estoy completamente segura de que no…

El hombre se pasó la mano por el pelo y entonces levantó la otra.

– De acuerdo. Fue en un sueño. Estábamos en un velero y yo te… Bueno, la verdad es que eso no importa.

Natalie sonrió otra vez. Desde luego, aquél era el cuento más original que había oído, aunque esperaba algo más suave, más sofisticado. Sin embargo, que el desconocido intentara ligar, le produjo una extraña sensación de placer.

– Todo esto es muy divertido, pero estoy comprometida.

Su declaración pareció pillarlo completamente desprevenido y volvió a fruncir el ceño.

– Pero no puede ser. Se supone que tienes que casarte conmigo.

Natalie abrió desmesuradamente los ojos, de repente recuperó todo su sentido común. Aquel hombre no sólo era guapo, sino que estaba loco, majara, ido sin remedio. Sin perder tiempo, puso en marcha el ascensor pero sólo hasta que el lunático volvió a apretar el botón.

La furia de Natalie empezó a encenderse. ¿Quién se había creído? ¿Qué derecho tenía a secuestrarla en un ascensor?

– Escuche, señor. No sé qué querrá, pero como no…

– ¡Espera! Escúchame un momento. Te juro que no estoy loco.

– No quiero escucharlo -gritó ella-. Llego tarde y estoy comprometida. Nada de lo que usted diga va a cambiar eso.

El hombre cerró los ojos y sacudió la cabeza.

– Tienes razón -dijo mientras ponía el ascensor en marcha-. Es que mi abuela tuvo una visión y ella nunca se equivoca. Y entonces apareciste tú en mi sueño. Y ahora aquí. Y en algún lugar entre la tarta de cumpleaños y este ascensor he perdido por completo el juicio.

El extraño maldijo entre dientes y la observó de soslayo.

– No querrás cenar conmigo esta noche, ¿verdad?

Natalie tuvo que echarse a reír. El sonido burbujeante que brotó de su garganta la dejó sorprendida, porque rara vez encontraba algo que la divirtiera de verdad. No obstante, aquel atractivo desconocido tenía la extraordinaria capacidad de echar abajo su habitual dominio de sí misma.

– Ya se lo he dicho, estoy comprometida.

– Y yo soy Chase -dijo él, ofreciéndole la mano-. El diminutivo de Charles. Me alegro de conocerte. ¿Quizá podamos vernos para tomar un café después del trabajo?