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– No quiero que me bese -murmuró. Chase sonrió apenas.

– No iba a hacerlo. Aún no.

Natalie vio su mirada chispeante y sintió que se sonrojaba.

– Sólo quédate un poco más. Toma asiento. Podemos hablar un rato.

Natalie obedeció. Pidió un café «latte» y esperó a que él empezara.

– ¿Por qué no te quitas el abrigo? -Porque no pienso quedarme tanto. -Cuando entré en el ascensor, me pillaste desprevenido. Era como si ya nos conociéramos. ¿Crees en el destino, Natalie?

A Natalie le habría gustado, eso explicaría la muerte de sus padres y todos los acontecimientos que se sucedieron en su infancia. Pero sólo podía creer en los hechos fríos y duros. En el camionero que se había quedado dormido al volante y en la policía que llamó a la puerta de madrugada. En la horrible sensación de abandono que Lydia y ella habían sufrido cuando sólo tenía trece años y seis su hermana. Natalie negó con la cabeza.

– No, no creo en el destino. Todo sucede por una razón y sólo se ha de buscar atentamente para encontrar una explicación lógica.

– ¿Y nuestro encuentro?

– Yo volvía de comer y llegaba tarde. Y usted… ¿qué estaba haciendo en la oficina?

– Era un intento de conseguir la armonía familiar.

– De modo que no era el destino. Los dos teníamos que estar donde estábamos.

– Y ahora nos encontramos aquí, tomando café. Venga, Natalie, ¿por qué no me cuentas algo de tu vida?

– Estoy prometida -repitió ella, que ya empezaba a cansarse de sonar como un disco rayado.

– ¿Qué diría tu prometido si supiera que has tomado café conmigo?

Natalie abrió la boca y volvió a cerrarla. Edward no diría nada, no era propenso a los celos. Claro que ella tampoco le había dado motivos nunca.

– Confiamos completamente el uno en el otro.

Chase soltó una risilla.

– Si fueras mi prometida, no sería tan magnánimo.

Natalie siempre se había preguntado cómo sería que un hombre sintiera tanta pasión por ella que pudiera tener celos. Pero Chase no la sorprendía, parecía que sólo actuaba por impulsos, únicamente dejándose llevar por las emociones y eso era algo que ella ni siquiera podía empezar a imaginar.

– Pero no es mi prometido -dijo Natalie-. Ni siquiera es amigo mío. Aunque he oído hablar de usted y no crea que me engaña con su encanto.

– Dime la verdad, Natalie. ¿En serio eres feliz con ese prometido tuyo?

– Edward es todo lo que siempre he buscado en un marido -dijo ella secamente-. Nada de lo que digan los demás va a impedir que me case con él.

Chase se la quedó mirando un momento y entonces se levantó.

– Muy bien -dijo mientras dejaba unos billetes sobre la mesa-. Demonios! Creí que debía intentarlo. Un hombre no puede ignorar las señales del destino, ¿verdad?

– No, supongo que no.

Chase sonrió sarcásticamente y entones se inclinó y la besó en la mejilla.

– Ha sido maravilloso no enamorarme de ti, Natalie Hillyard. Cuídate mucho.

Natalie lo vio irse a través de la ventana, encogiendo el cuello como los demás peatones que poco a poco lo ocultaron de su vista. Respiró hondo. Ordenó lentamente los objetos que había sobre la mesa, la taza, la servilleta, la cuchara, hasta que todo estuvo perfecto. Cuando acabó, unió las manos y trató de hacer lo mismo con sus pensamientos.

– Lo que pasa es que he tenido un mal día -se dijo a sí misma-. Mañana todo volverá a la normalidad.

Se quedó sentada en el café largo rato, tratando de convencerse de que todo volvería a ser como antes. Sin embargo, de alguna manera, sabía que no era verdad, que siempre se preguntaría adonde podía haberla llevado aquel encuentro de haber estado dispuesta a dejar a un lado toda precaución y arriesgarse.

Capítulo 3

Los regalos empezaron a llegar a la mañana siguiente, justo cuando Natalie había conseguido conciliar el sueño. Había sido una noche de dar vueltas en la cama, de soñar que un hombre moreno y de sonrisa picara se superponía a las imágenes de su boda, un día lleno de equívocos, desgracias y tormentas.

Exhausta, se levantó de madrugada y comenzó a ordenar alfabéticamente todos los archivos de su boda, las cartas de respuesta, el ajuste del presupuesto, la lista de invitados y el orden en que se sentaban y que su futura madre política le había entregado. Pero, cuanto más pensaba en el día de su boda, más inquieta se sentía.

Tras numerosos intentos infructuosos, dejó de llamar a Edward a Londres y se quedó dormida en el sofá. Poco después de amanecer, la despertó el timbre de la puerta. Lo que menos esperaba era aquel ramo descomunal de narcisos amarillos.

Natalie no tuvo que mirar la tarjeta para adivinar quién los enviaba. Edward jamás le había mandado flores y no tenía motivos para empezar ahora. Sólo podían ser de Chase Donnelly.

Acababa de ponerlos en un jarrón cuando llegó la segunda entrega, seguida por otra más cada cuarto de hora. Pero ya no hubo más flores. Era una colección extraña de regalos, baguettes recién horneadas y queso, una caja de ostras, tres botellas de vino distintas, una caja de bombones belgas tremendamente caros y una cesta de fruta fresca.

Con cada entrega, Natalie echaba un vistazo a la calle para asegurarse de que sus vecinos no veían nada. Vivir en la misma ciudad pequeña que los padres de Edward le provocaba un estado de tensión constante. Pero Edward se había empeñado en llevar una vida que era un calco exacto de la de sus progenitores.

Como no hubiera sido decoroso que vivieran juntos antes de la boda, la habían dejado sola en aquella casa enorme y cavernosa, sin muebles y que pedía a gritos una mano de pintura. Edward le había prometido que trabajarían juntos en ella cuando se casaran. Natalie habría preferido una casita pequeña en el campo, pero la vida con su prometido significaba habitar una mansión de cien años que parecía perpetuamente vacía.

A las once, el vestíbulo parecía una tómbola de delicatessen. Por alguna extraña razón, Chase parecía convencido de que el modo más directo de ganarse a una mujer era a través de su estómago. Natalie lo hubiera llamado, pero no sabía su teléfono. Cuando volvieron a llamar a la puerta, fue a abrir mascullando maldiciones contra Donnelly hasta que se lo encontró, sonriendo pícaramente, apoyado en el quicio de su entrada.

– Buenos días. Estás muy bonita con el pelo mojado.

Se inclinó y la besó del mismo modo que la noche anterior, con la misma familiaridad que si lo hubiera hecho cientos de veces. Natalie escudriñó la calle, le hizo pasar y cerró la puerta.

– ¿Qué hace aquí? ¿Cómo me ha encontrado?

– ¿Te parece manera de saludar a un amigo?

– Usted no es amigo mío -dijo ella, estampando un pie descalzo sobre el suelo de mármol.

– Bueno, ¿te parece manera de saludar a un conocido al que apenas puedes soportar?

– ¿Cómo me ha encontrado? -insistió ella.

– Podría decir que he contratado a un detective privado, o que anoche te seguí. Pero, la verdad es que pirateé los archivos de los empleados con el ordenador de la oficina. ¿De verdad vives aquí? -prosiguió él, sin darle tiempo a respirar-. Sí que es una casa enorme.

– Edward y yo la compramos un mes después de que decidiéramos la fecha de la boda. Ahora tiene que irse. Si alguien lo ha visto entrar…

– O sea, que él también vive aquí, ¿no? La verdad es que me gustaría conocerlo. ¿Está en casa?

Natalie sacudió la cabeza.

– Ahora vive con sus padres. Se mudará aquí después de la boda.

– Lástima -dijo Chase-. Siempre conviene conocer a la competencia. Haría falta un ejército para sacarme a mí de la cama de mi novia, con boda o sin boda. Debe ser un hombre muy disciplinado.