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– ¿Qué ocurre? ¿Hablabais de mí? -preguntó el señor John Knightley al oír pronunciar su nombre.

– Querido, siento decirte que mi padre no te encuentra un aspecto saludable… pero espero que sólo sea porque estás un poco cansado. A pesar de todo ya sabes que te dije que me hubiera gustado que el señor Wingfield te visitara antes de salir de Londres.

– Querida Isabella -exclamó él con impaciencia-, te ruego que no te preocupes por mi aspecto. Confórmate con mimar y medicinar a los niños y a ti misma y déjame tener el aspecto que quiera.

– No he entendido bien lo que estabas contando a tu hermano -exclamó Emma -sobre tu amigo el señor Gra ham, que quería tomar un mayordomo escocés para que cuidara de sus nuevas propiedades. ¿Crees que dará resultado? ¿No son demasiado fuertes los viejos prejuicios?

Y así siguió hablando durante tanto rato y con tan buena fortuna que cuando volvió a verse obligada a prestar atención de nuevo a su padre y a su hermana, lo más grave que oyó fue que Isabella se interesaba amablemente por Jane Fairfax… y aunque Jane Fairfax no era precisamente una de sus favoritas, en aquellos momentos sintió un gran alivio al escuchar elogios suyos.

– ¡Oh, Jane Fairfax! ¡Es tan cariñosa y tan amable! -dijo la señora John Knightley-. ¡Hace tanto tiempo que no la he visto…! Excepto unas cuantas veces que nos hemos encontrado por casualidad en Londres y hemos hablado sólo unos momentos… ¡Qué contentas deben de estar su anciana abuela y su tía, que son tan buenas personas, cuando viene a visitarlas! Siempre que pienso en ella, lo siento tanto por Emma, que no pueda pasar más tiempo en Highbury… Pero ahora que su hija se ha casado, supongo que el coronel y la señora Campbell no consentirán en separarse de ella. ¡Hubiera sido una compañera tan agradable para Emma…! El señor Woodhouse estuvo de acuerdo con todo esto, pero añadió:

– Sin embargo, nuestra joven amiga, Harriet Smith, también es otra muchacha excelente. Te gustará, Harriet. Emma no podía tener mejor compañera que Harriet.

– No sabes-lo que me alegra oír esto… sólo que Jane Fairfax es tan fina, tan distinguida… Y además tiene exactamente la misma edad que Emma.

La cuestión fue discutida con toda cordialidad, y al cabo de un rato se pasó a otro de similar importancia que también se debatió en medio de la mayor armonía; pero la velada no concluyó sin que un nuevo incidente volviera a turbar un poco aquella calma. Llegó el avenate proporcionando nueva materia de conversación… grandes elogios y muchos comentarios… la irrefutable afirmación de que era saludable para toda clase de personas, y lo que se dice severas filípicas contra las numerosas casas en las que no se podía tomar un avenate medianamente tolerable… pero, por desgracia, entre los lamentables casos que su hija citó como ejemplos para corroborar lo que decía el señor Woodhouse, el más reciente y por lo tanto el más importante había ocurrido en su propio hogar, en South End, en donde una muchacha que habían contratado para la temporada nunca había sido capaz de comprender lo que ella quería decir cuando hablaba de un bol de buen avenate que no fuera espeso, sino más bien claro, aunque tampoco demasiado claro. Ni una sola vez de las que había querido tomar avenate y se lo había pedido había sido capaz de hacerle algo que pudiera beberse. Éste era un principio peligroso.

– ¡Ay! -dijo el señor Woodhouse meneando la cabeza y contemplando a su hija con una mirada de afectuosa preocupación.

La exclamación para Emma quería decir: «¡Ay! No tienen fin las tristes consecuencias de vuestra estancia en South End; pero de eso no se puede hablar.» Y durante unos minutos Emma confió en que no iba a hablar de ello y que sus silenciosas cavilaciones bastarían para devolverle al placer de saborear su avenate claro, como debía ser. Pero al cabo de unos minutos añadió:

– Siempre lamentaré que este otoño hayáis ido al mar en vez de venir aquí.

– Pero ¿por qué tienes que lamentarlo, papá? Te aseguro que a los niños les fue muy beneficioso.

– Además, si teníais que ir al mar hubiera sido mejor no ir a South End. South End es un lugar poco saludable. Perry quedó muy sorprendido al saber que habíais elegido South End.

– Ya sé que hay mucha gente que opina así, pero la verdad, papá, es que se equivocan del todo… Allí nos hemos encontrado perfectamente bien de salud, y el limo no nos molestó lo más mínimo; y el señor Wingfield dice que es un gran error suponer que es un lugar malsano; y estoy segura de que puede confiarse en su criterio, porque él sabe perfectamente de qué se compone el aire, y su propio hermano ha estado allí con su familia varias veces.

– Sí, querida, pero si queríais tomar baños podíais haber ido a Cromer; Perry hace tiempo que pasó una semana en Cromer y considera el lugar como el mejor de todos para los baños de mar. Tiene una playa grande y hermosa, y dice que allí el aire es muy puro. Y por lo que he oído decir, allí podríais alojaros bastante lejos del mar, a un cuarto de milla de distancia… y con todas las comodidades. Deberíais consultarlo con Perry.

– Pero, papá querido, piensa que eso está mucho más lejos; tendríamos que hacer un viaje larguísimo… Cien millas por lo menos, en vez de cuarenta.

– ¡Ay, querida! Como dice Perry, cuando se trata de la salud, no debe tenerse en cuenta nada más; y si hay que viajar, tanto da recorrer cuarenta millas como cien… Es mejor no moverse de casa, es mejor quedarse en Londres que recorrer cuarenta millas para ir a buscar un aire que es peor que el de la ciudad. Eso fue exactamente lo que dijo Perry. A su entender vuestra decisión no podía ser más equivocada.

Los esfuerzos de Emma por hacer callar a su padre fueron en vano; y cuando las cosas llegaban a este punto a Emma ya no le extrañaba que su cuñado interviniera.

– El señor Perry dijo en un tono de voz que revelaba una profunda contrariedad- haría mejor en guardarse sus opiniones para quien se las pidiera. ¿Él qué tiene que ver con eso y por qué se mete en lo que hago? ¿Por qué tiene que opinar sobre si llevo mi familia a un pueblo de la costa o a otro? Espero que se me permitirá dar mi opinión igual que al señor Perry… No necesito ni sus consejos ni sus medicinas. -Hizo una pausa, Y calmándose rápidamente agregó con sarcástica sequedad-: Si el señor Perry puede decirme cómo trasladar a la esposa y a cinco hijos a una distancia de ciento treinta millas sin más gastos ni molestias que a una distancia de cuarenta, estaré de acuerdo con él en que es preferible ir a Cromer en vez de a South End.

– Sí, sí, eso es verdad -exclamó su hermano, interviniendo apresuradamente en la conversación-, es la pura verdad. Eso es algo muy importante. Pero, John, sobre lo que te decía acerca de mi proyecto de desviar el camino de Langham, de hacerlo pasar un poco más hacia la derecha para que no atraviese los prados de la finca, yo no veo que haya ninguna dificultad. Si tuviera que representar molestias para los habitantes de Highbury no seguiría adelante, pero si te acuerdas bien del trazado que tiene el camino… Pero el único modo de demostrártelo es consultar nuestros planos. Supongo que te veré mañana por la mañana en la Abadía, ¿no?, y entonces podremos volverlos a estudiar y me darás tu opinión.

El señor Woodhouse se sentía un poco turbado por los duros comentarios que se habían hecho sobre su amigo Perry, a quien en realidad, aunque inconscientemente, había atribuido muchas de sus propias ideas y de sus propias expresiones; pero los apaciguadores cuidados de sus hijas consiguieron que poco a poco se fuera desvaneciendo su inquietud, y la inmediata intervención de uno de los dos hermanos y las mejores disposiciones del otro evitaron que se renovase la violencia de aquella situación.

CAPÍTULO XIII

NADIE más feliz que la señora John Knightley durante su breve estancia en Hartfield, visitando cada mañana a sus antiguas amistades en compañía de sus cinco hijos, y por la noche contando a su padre y a su hermana todo lo que había hecho durante el día. No podía desear nada mejor… excepto que los días no pasaran tan aprisa. Eran unas vacaciones mara villosas, perfectas a pesar de ser demasiado cortas.

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