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El segundo día de Fiona en París fue incluso más atareado que el día anterior, y John llegó justo cuando ella entraba en su habitación del hotel a última hora de la tarde. El teléfono sonó pocos segundos después de que ella la hubiese cerrado a su espalda.

– Debes de ser vidente -se burló Fiona-. Justo acabo de entrar.

– Lo sé -confesó John-. Me lo ha dicho el conserje. Hablé con él sobre reservas para restaurantes. ¿Adonde te gustaría ir?

– A mí me encanta Le Voltaire. -Era pequeño, chic y acogedor, y allí se reunían las personas más elegantes de París, amontonándose alrededor de sus mesas, o apretándose en los dos diminutos reservados. Apenas había espacio suficiente para unas treinta personas en todo el local, pero era donde todo el mundo quería ir-. Pero, en cualquier caso, esta noche vamos a ir a la fiesta de Dior, y creo que Givenchy ha preparado algo para mañana. Podemos pasar por el cóctel de Versace antes o después. Tal vez podríamos ir a cenar al Voltaire después de la fiesta de nuestra revista, si todavía estás aquí. -No tenía claro cuántos días tenía pensado quedarse John o qué dosis de moda sería capaz de resistir. La mayoría de hombres ni siquiera se atrevían con esa clase de cosas, otros tenían suficiente con un día o dos, y él no tenía precisamente la pinta de ser de los que se sienten como pez en el agua en el universo femenino. Ella jamás se cansaba, y además era su trabajo. John no dejaba de ser un turista en ese ámbito.

– Yo estaré aquí todo el tiempo qué tú quieras que esté -le dijo con tono juguetón, una afirmación nueva para ella. En un principio, habían hablado de un día o dos-. No quiero ser un estorbo, entorpecer tu trabajo. No tengo que volver a Londres. Lo hemos solucionado todo hoy, y en Nueva York está todo aclarado. Así que aquí me tienes, y si no quieres que me quede, me lo dices y me largaré a casa. -Lo dijo de un modo más filosófico de como lo sentía. Había notado la ambivalencia que Fiona experimentaba respecto a su posible relación y no quería asustarla.

– ¿Por qué no lo vives un poco primero para ver si te gusta o no? -dijo algo vagamente-. Es posible que estés hasta el gorro de alta costura en un par de días. -Él estaba convencido de que necesitaría mucho más de un par de días para hartarse de ella, o al menos eso esperaba, pero no se lo dijo.

– ¿Qué tienes pensado? ¿Adonde quieres que vaya?

– El desfile de Dior es a las siete. Eso es lo que indica la invitación. Si tenemos suerte, empezará a las nueve. Dior siempre es como un zoo, nunca siguen el horario establecido, siempre empiezan tarde. A las siete todavía estarán cosiendo lentejuelas y dobladillos, pero es el mejor desfile. Y suelen celebrarlos en lugares de lo más extraño que anuncian en el último momento. Hemos descubierto que lo harán en la estación del tren, así que no está demasiado lejos. Si salimos de aquí a las siete y media, estará bien. No quiero pasarme dos horas sentada. Y si por alguno de esos extraños milagros empezase antes de lo que en ellos es habitual, también llegaremos a tiempo.

– Americana y corbata, supongo… -No tenía ninguna clase de referencia, y Fiona se echó a reír ante su pregunta.

– Podrías ir desnudo si quisieras. En el desfile de Dior, nadie se daría cuenta.

– No sé si eso es tranquilizador o insultante. -Esperaba que fuese lo primero, pero ella no le había dado indicación alguna de si andaba buscando, o siquiera aceptaría mantener, una relación sentimental con él, en especial una en la que lo físico tuviese algo que ver. Había sentido la atracción magnética entre ellos desde el primer momento, pero en ciertas ocasiones ella se mostraba muy fría y distante. A pesar del romántico entorno, de encontrarse en la ciudad más hermosa del mundo, aquí Fiona parecía más metida en su trabajo que nunca. Pero por eso, precisamente, estaba allí, así que él entendía su manera de comportarse. Se preguntó si dispondrían de algo de tiempo a solas antes de que él se marchase. Pero tanto si la respuesta era positiva como negativa, sabía de antemano que iba a disfrutar al lado de Fiona y que sería divertido sumergirse en un mundo tan diferente al suyo. Había sido una invitación muy singular, y estaba entusiasmado ante la posibilidad de compartir esos días con ella. Suponía que iba a ser testigo de excepción del mundo en el que Fiona comía, dormía, bebía y respiraba. La moda conformaba por completo su día a día.

– Nos encontraremos en el vestíbulo a las siete y cuarto -dijo con decisión. Tenía que hacer unas cuantas llamadas telefónicas y ocuparse de otras cuantas cuestiones antes de volver a verlo, pero de repente su voz se suavizó y adquirió un tono más humano-. Gracias por haber venido, John -dijo amablemente-. Espero que lo pases bien aquí. Y si se te hace demasiado cuesta arriba, puedes volver al hotel y meterte un rato en la piscina.

– No te preocupes por mí. Lo sobrellevaré bien, Fiona.

– Bien. Te veo en el vestíbulo. -Colgó rápidamente y, como era de esperar, a las siete y media la vio llegar corriendo por el vestíbulo. Daba la impresión de que había allí un millón de personas, pues a los habituales turistas veraniegos alojados en el Ritz se le sumaban todas las personas relacionadas con la alta costura. Había modelos, fotógrafos, periodistas, clientas de la alta costura ataviadas con sus últimas adquisiciones de las colecciones de enero, mujeres europeas, americanas, árabes y asiáticas, tirando de sus maridos y flanqueadas por un montón de gente que no les quitaba ojo de encima. Fuera del hotel había groupies y paparazzis esperando para fotografiar a alguien conocido. Según los cuchicheos que corrían, Madonna acababa de pasar hacía solo unos minutos. Al rato, Fiona y John entraron en el coche con chófer que ella había alquilado para su estancia y se pusieron de camino a la estación. Adrian y los dos ayudantes les seguían en otro coche. Los fotógrafos de la revista ya estaban en la estación de tren, donde lo tenían todo preparado desde hacía horas. Todas las fotos que tomasen allí eran importantes. Los desfiles de alta costura en París eran como los Juegos Olímpicos de la moda.

Al mirar a John, Fiona sonrió sorprendida.

– No puedo creer que estés haciendo esto por mí. Eres de lo más comprensivo, John.

– Ignorante, más bien. No tengo ni idea de dónde me estoy metiendo. -Pero, fuera como fuese, ya le estaba resultando divertido. Le encantaba la atmósfera, la tensión subrepticia y la sensación de expectativa-. ¿Cómo van a ser capaces de montar el desfile en la estación? -Iban camino de la Gare d'Austerlitz.

– Quién sabe. Ya lo veremos. Si te pierdo después del desfile, busca el coche o ve a esperarme al hotel. -Suponía que en la estación imperaría un caos apenas bajo control, lo que no era suponer demasiado habida cuenta de cómo se desarrollaban la mayoría de los desfiles.

– ¿Quieres marcarme la dirección de mi casa en la camisa? Mi madre lo hizo en una ocasión cuando fuimos a Disneylandia. Ni siquiera confiaba en mi capacidad para recordar mi propio nombre. Tenía toda la razón del mundo. Me perdí en cuanto entramos.

– No olvides la mía -dijo con una sonrisa triste cuando se disponían a salir del coche para abrirse paso entre la multitud. Sus entradas eran grandes tarjetas de invitación de color plateado muy fáciles de ver, pero a pesar de eso les llevó casi veinte minutos entrar. Eran las ocho pasadas cuando llegaron al interior. Sus asientos eran las típicas sillas de director de cine con estampados de leopardo colocadas en el andén. Las hileras de sillas parecían extenderse hasta allí donde alcanzaba la vista. Y el tema del desfile era, como Fiona enseguida captó, la jungla africana.