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El día de su boda fue el mas sencillo y normal que hubiesen podido imaginar. Cuando salió del trabajo, fueron a buscar la licencia matrimonial. Después Fiona había quedado con un pastor eclesiástico al que conocía y un sábado del mes de enero por la tarde, ella y John acudieron a una pequeña iglesia en el Village que a Fiona siempre le había gustado. Tomaron un taxi en el centro y se llevó a Sir Winston consigo. No fue exactamente el tipo de boda que John habría planeado, pero era punto por punto la que deseaba Fiona. Bajó la escalera vestida de blanco, con un abrigo de piel digno de ella, y llevaba el pelo lustroso y suelto. Nunca había estado tan guapa como cuando se dieron el sí en aquella diminuta iglesia y él le colocó un sencillo anillo de oro en el dedo. Al mirar a John, finalmente creyó que le pertenecería para siempre, y que él era suyo. Nunca había imaginado lo mucho que significaba eso para ella. Para Fiona, aquella era una promesa que no debía romperse jamás, y sabía que para John era una creencia igual de fuerte, pues por eso se había casado con él. Era una institución solemne en la que ambos creían. Y cuando llegaron a casa esa tarde, se sentaron durante un rato y se tomaron una copa de champán. Entonces Fiona se echó a reír tontamente.
– No puedo creer que lo haya hecho -dijo incrédula.
– Ni yo tampoco. Estoy tan contento de que lo hayas hecho. De que lo hayamos hecho -se corrigió. Decidieron no llamar a las chicas hasta la mañana siguiente. No querían hacer nada que pudiese empañar ese momento.
Pasaron la noche en la cama, abrazados, e hicieron el amor, y todo a su alrededor parecía tranquilo y en paz. Y cuando se despertaron por la mañana, estaba nevando y el mundo por completo parecía haber quedado cubierto por un manto blanco.
Prepararon el desayuno y sacaron al perro a pasear. John la miró asombrado.
– Por cierto, ¿cómo vas a llamarte ahora? Lo digo para saberlo cuando te presente a alguien.
– ¿A ti qué te parece? ¿Fiona Anderson no te suena un poco raro? Fiona Monaghan-Anderson me parece demasiado pretencioso. ¿Sabes qué haré?, probaré con Anderson durante unas semanas, si me gusta, lo dejaré así.
– Eso es todo un detalle de tu parte. Tengo que admitir que espero que te guste.
– Podemos intercambiar apellidos -dijo juguetona.
Después del paseo, Fiona llamó a Adrian y John subió al piso de arriba para telefonear a sus hijas. El resultado de ambas llamadas resultaba previsible. Adrian estaba de su lado, estaba muy ilusionado, y las chicas se mostraron desagradables con su padre. Sabía que ellas tenían la esperanza de detenerle mediante sus numeritos, por eso les horrorizó descubrir que no habían podido hacerlo. Ahora ya no podían hacer nada. Se había casado con Fiona y esperaba que ellas, tarde o temprano, lo aceptasen, pero de no ser así, nada iba a cambiar. Fiona no le hizo muchas preguntas cuando volvió a bajar. No esperaba que sus hijas reaccionasen de un modo diferente a como lo habían hecho hasta entonces. Adrian le preguntó si todavía tenía intención de ir a París para los desfiles de alta costura de enero.
– Por supuesto. No voy a dejar mi trabajo, solo me he casado -dijo. Solo le había llevado cuarenta y dos años hacerlo. Realmente no dejaba de ser algo alucinante.
Pero apenas tuvieron tiempo de celebrarlo. Fiona ya le había dicho que habían celebrado la luna de miel antes de la boda yendo al Caribe. Se fue a París diez días después para los desfiles de las colecciones de primavera/ verano de alta costura. Y justo después, ya en Nueva York, estuvo muy ocupada con los desfiles de prêt-à-porter durante la semana de la moda. La semana infernal, como ella la llamaba. Tuvo muchísimo trabajo, así que apenas vio a su marido durante el primer mes de matrimonio. Ni siquiera dispusieron de tiempo para planear la fiesta. Y cuando las chicas llegaron a la ciudad, John les dijo que podían quedarse en casa de Fiona o bien que Fiona y él se alojarían juntos en el apartamento, pero que ya no tenía intención alguna de verlas a solas.
A Fiona le horrorizó que las chicas aceptasen, a regañadientes, la idea de que ella se alojase con él en el apartamento, pero John insistió mucho y finalmente decidió pasar allí un fin de semana. Sabía lo importante que eso era para él. Era uno de esos atroces sacrificios de los que Adrian le había hablado, los que marcaban la diferencia, así que acordó hacerlo. Y resultó ser casi tan desagradable como había esperado que fuese.
Las chicas apenas le dirigieron la palabra, y cuando lo hicieron se mostraron desdeñosas y maledicientes, pero al menos toleraron su presencia, lo cual supuso una mejora. La maldita señora Westerman estuvo a punto de envenenarla con un curry tan especiado que casi acaba con ella, y para susto de John, y para aumentar sus suspicacias, dejó suelta a Fifi fuera de la cocina «accidentalmente», y la perra se lanzó directamente hacia la pierna izquierda de Fiona en esta ocasión, y le dio un buen mordisco en el tobillo izquierdo en lugar de en el derecho. Esta vez solo necesitó cuatro puntos. Adrian la miró anonadado cuando ella llegó a la revista el lunes por la mañana.
– ¿Otra vez? ¿Estás loca? ¿Cuándo van a matar a esa perra?
– Me temo que John va a matar al ama de llaves. Gritó con tanta fuerza que las chicas se echaron a llorar, y ella amenazó con dejar el trabajo. Creo que tendré que llevar conmigo una de esas pistolas falsas la próxima vez que las chicas vengan a visitarnos.
– Espero que no vengan a menudo. ¿John ha despedido al ama de llaves?
– No puede. Las chicas la adoran.
– Fiona, está intentando matarte.
– Lo sé. Muerte por envenenamiento de curry. Todavía me arde el estómago. Gracias a Dios, la perra es muy pequeña y no puede llegarme a la garganta, si no acabaría conmigo. Pero tengo que aguantar lo mejor que pueda. Le amo.
– Pero no tienes por qué amar a la perra, ni al ama de llaves, ni a sus hijas.
– Eso es un reto mayor -confesó.
John, sin ir más lejos, había vuelto a pasarlo mal. Había sido un fin de semana bastante espantoso, y por otra parte estaba sufriendo mucha tensión en la oficina. Fiona estaba más ocupada de lo que había estado desde hacía meses. La revista parecía inmersa en un huracán. Varias personas se habían ido, el formato había cambiado, y la nueva campaña de publicidad estaba causando algunos problemas y se habían visto obligados a rediseñarla, lo cual suponía también uno de los problemas de John. Un fotógrafo había demandado a la revista. Una supermodelo sufrió una sobredosis durante una sesión fotográfica y estuvo al borde de la muerte, atrayendo a su vez mucha publicidad negativa. Fiona llegaba a casa todos los días a las diez de la noche y viajaba más que nunca. Voló tres veces a París en un solo mes, y al mes siguiente pasó dos semanas en Berlín, y después tuvo que ir a Roma para una importante reunión con Valentino. John se quejaba de que no la veía nunca, y tenía razón.
– Lo sé, cariño, y lo siento. No sabía que esto iba a pasar. Y lo malo es que no sé cuándo se van a calmar las cosas. Cada vez que resuelvo un problema, surge uno nuevo. -Pero la oficina de John no pasaba por una situación más relajada. La agencia volvía a cambiar de manos y eso conllevaba un montón de problemas. Y en abril, una de sus hijas le dijo que se había quedado embarazada y que había abortado. Culpó a su padre y le dijo que de no haberse casado con Fiona no habría estado tan fuera de sus casillas y no habría sido tan descuidada con el chico con el que se acostaba. Era ridículo culparlo por algo así, pero John, de algún modo, se sintió culpable y se culpó a sí mismo, e indirectamente, una noche en la que bebió más de la cuenta, a Fiona; algo que la dejó con la boca abierta.