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– ¿En serio lo crees? ¿Crees que el aborto y el embarazo de Hilary han sido culpa mía? -Fiona le miró incrédula.

– No sé qué creer. Hemos alterado por completo sus vidas. Y, maldita sea, Fiona, no te veo nunca. -Esa era la cuestión que realmente le desagradaba.

– ¿Qué tiene eso que ver?

– Me da la impresión de vivir con una azafata. Vienes a cambiarte de ropa, haces la maleta y vuelves a largarte. Y yo me quedo aquí con tu jodido perro y un lunático que va por ahí medio desnudo con un bañador Speedo de lamé dorado. Necesito algo más de cordura a mi alrededor. Me gustaría venir a casa y sentir que todo es normal, ya tengo suficiente estrés en la oficina.

– Entonces tendrías que haberte casado con una persona normal -espetó. Lo que le había dicho no le había gustado.

– Creía que lo había hecho. No puedo vivir envuelto en todo este caos.

– ¿Qué caos?

Ella ya apenas invitaba a nadie a su casa. Sus famosas fiestas habían desaparecido del mapa, precisamente porque no quería incomodarlo. Y había prometido pedirle a Jamal que se pusiese algo más de ropa. Ella ya se lo había dicho con anterioridad, pero en cuanto ella no estaba presente, él hacía lo que le venía en gana. Pero no hacía daño a nadie, y no cabía duda de que era un hombre dulce.

Adrian se percató de lo furiosa que estaba cuando llegó a la redacción esa mañana y se lo contó. Ella y John habían tenido otra discusión acerca de Jamal.

– Te dije que tenías que comprometerte. Cómprale un uniforme a Jamal y dile que lo lleve puesto.

– ¿Qué diferencia supondría eso? ¿A quién le importa lo que lleva puesto cuando pasa la aspiradora?

– A John -dijo Adrian con tono severo-. ¿Y qué hiciste al final con los armarios?

– No he tenido tiempo de hacer nada. Llevo tres meses subiendo y bajando de aviones. No he tenido ni un solo día de descanso, Adrian, ya lo sabes.

– Pues bien, tendrás que hacer algo al respecto. No quieres perderlo, ¿verdad?

– No voy a perderlo -dijo confiada-. Estamos casados.

– ¿Desde cuándo es eso una garantía absoluta?

– Bueno, se supone que tiene que serlo -respondió insistente-. Los votos matrimoniales significan algo, ¿no?

– Sin duda, siempre que te cases con un santo. Con los seres humanos, la garantía puede caducar. Fiona, las personas pueden ser impacientes. -Intentó alertarla.

– De acuerdo, de acuerdo. Le daré un armario. En cualquier caso, ¿para qué necesita él un armario? Ha dejado la mayoría de su ropa en el apartamento. Junto a la de su esposa, y ese retrato que tanto odio. También discutimos por eso el otro día. Quería traérselo para que las chicas se sintiesen cómodas en mi casa. Por amor de Dios, ¿por qué demonios querría yo vivir con el retrato de su otra esposa?

– ¡Compromiso, compromiso, compromiso! -Adrian blandió un dedo frente a su cara-. Él tiene su punto de vista particular. Eso tal vez haría que les gustases más a las chicas. Podrías ponerlo en su dormitorio. No tienes por qué verlo.

– No voy a convertir mi casa en un santuario de su otra esposa. No podría vivir con eso.

– El primer año es siempre el más duro -dijo Adrian con mucha calma, pero eso lo decía porque no era él quien tenía que comprometerse. Pero Fiona tampoco se estaba comprometiendo. Ella quería que todo siguiese estando en el mismo sitio, y cada vez que John cambiaba o movía algo, ella tenía que volver a ordenarlo todo. Le había dicho a Jamal que no le permitiese a John cambiar nada. Ese fue el motivo de su gran discusión cuando ella estaba en Los Ángeles supervisando una sesión fotográfica de Madonna. John había colocado algunos de sus libros en la biblioteca y Jamal no quiso dejar que lo hiciese. John la telefoneó a Los Ángeles y amenazó con irse si no le decía a Jamal que le dejase en paz. Era la primera vez que lo hacía y Fiona se asustó, así que le dijo a Jamal que le permitiese hacer lo que quisiese. Jamal discutió con ella por teléfono, le recordó que le había pedido que no dejase que John cambiase nada, y ella casi se dejó llevar por la histeria y le gritó, diciéndole que obedeciese sus órdenes y que no pusiese más problemas. Jamal la llamó después llorando y amenazó con renunciar a su trabajo, pero ella le suplicó que no se fuese. Fiona deseaba que a su alrededor hubiese gente, lugares y cosas familiares. Tenía dos hijastras a las que no soportaba y un hombre que quería dejar huella en su vida, algo a lo que tenía todo el derecho.

Pero tras toda una vida de hacer las cosas a su manera, de controlar su entorno, sentía que todos los cambios que proponía John eran como una especie de invasión de su persona. Incluso el mero hecho de ver sus libros en las estanterías la ponía un poco nerviosa. John había colocado alguno de los libros de Fiona en el estante superior para hacer algo de hueco para los suyos.

La cosa estaba siendo bastante dura, por lo que estaban al borde del ataque de nervios todo el día, dispuestos a discutir o a lanzarse a la garganta del otro a la menor oportunidad. La señora Westerman había amenazado con dejar el trabajo, John estaba planteándose la posibilidad de vender el apartamento y sus hijas estaban indignadas. Pasara lo que pasase, Fiona no estaba dispuesta a hacerse cargo de la perra. Le había dicho a John que estaba dispuesta a matarla si la traía a su casa, John les dijo algo al respecto a Hilary y Courtenay y ahora ellas la odiaban un poco más. Se había formado un círculo vicioso inquebrantable a base de malentendidos y tergiversaciones, y nervios a flor de piel, y constantes situaciones estresantes para todos los implicados.

En abril los acontecimientos sufrieron un dramático cambio de orientación a peor, cuando John le dijo que estaba organizando una cena para un nuevo cliente. Quería celebrarla en Le Cirque, en un reservado, y le pidió ayuda a Fiona. Su secretaria no era buena con ese tipo de cosas y le pareció razonable pedirle a Fiona que le echase una mano. Lo único que él quería era que ella reservara plazas, escogiera el menú, encargara flores y le ayudara con la distribución de los asientos. Tenía que invitar a varias personas de la agencia y al menos un miembro del equipo de creativos, por lo que conformarían un grupo algo heterodoxo. Conocía bastante bien al cliente, pero nunca había visto a su esposa, por lo que esperaba el juicio de Fiona respecto a los detalles y a cómo sentar a los invitados. El cliente era un tipo extremadamente severo del Medio Oeste, tan alejado del mundo de Fiona como uno pudiese imaginar.

Lo primero que hizo Fiona fue insistir en que celebrasen la cena en casa. Dijo que eso le daría un toque más personal y que entrañaría mucho menos trabajo. Insistió en que todo el mundo se sentiría allí más cómodo que en un restaurante, lugar que a ella le parecía más impersonal, a pesar de que a los dos les encantaba Le Cirque.

– Siempre he preparado aquí las cenas de trabajo de la revista -insistió, pero John replicó que no estaba seguro del todo.

– Le gente de la revista a la que tú sueles invitar es muy diferente. No creo que en toda tu vida hayas visto a un tipo más estirado que este. Y no sé ni una sola palabra de cómo es su mujer.

– Confía en mí. Sé lo que hago -dijo confiada, dispuesta a redimirse por lo ocupada que había estado el mes anterior-. Los trataré como si fuesen dignatarios extranjeros. Encargaré la cena a los que siempre me llevan el catering. Si quieres, podemos preparar una estupenda cena a la francesa como las de Le Cirque.

– ¿Y qué pasará con Jamal? -preguntó inquieto-. Este tipo fue la cabeza visible del Partido Republicano en Michigan antes de mudarse aquí. No creo que pudiese entender la presencia de un hombre medio desnudo, y no quiero que piense que somos raritos.