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Los monjes desaprobaron esa afirmación, abandonaron la idea de procurar una montura digna a su superior y se apartaron para salmodiar unas plegarias. Al vendedor le importaba un bledo. Los monjes, que vivían de limosnas y donaciones, no tenían los medios para comprar un caballo. Esperó a que esos malos clientes desaparecieran, y después retomó su palabrería:

– Vamos, señores, decidíos…

Los hombres en cuestión, vestidos en su mayoría con sombrero y botas de fieltro, seguían impasibles. No comprendían demasiado bien el ruso, así que, abandonando la lengua oficial, el mercader se dirigió a ellos en sajá. Acertó de lleno. Las sonrisas dejaron a la vista los dientes mellados de su público.

– ¡Es un animal fuerte! Vuestros chamanes dirían que está hecho para enfrentarse a las nieves del Cáucaso, a los pantanos siberianos, a los desiertos del Mujunkum y a las arenas del Betpak-Dala. Ved sus jarretes, la amplitud de su pecho, el brillo de su pelo y la vivacidad de su mirada. Creedme, hijos de las estepas, no encontraréis una montura mejor a menos de mil verstas a la redonda; cargará sin desfallecer vuestras bolsas de sal, vuestras tiendas y a vuestras mujeres durante veinte años.

Los nómadas sabían que todo era mentira. El animal tenía al menos quince años. Ninguno de ellos hizo una oferta. Los griegos siempre mentían. Los campesinos, toscos georgianos pertenecientes a la misma comunidad, eran menos cautos. Su grupo se acercó al caballo.

– ¿Cuánto? -preguntó el que llevaba la voz cantante.

El vendedor se enderezó, se metió los pulgares en los bolsillos de su chaqueta y adoptó un aire pensativo. Aceptó fijarles un precio.

– Cuarenta rublos sería un buen precio para vosotros; pero, en pos de las buenas relaciones entre nuestros dos pueblos, debo hacer un esfuerzo: os lo dejo por treinta y cinco rublos. Entonces, ¿qué me decís, amigos míos?

El jefe consultó en voz baja a sus colegas. Después dijo en voz alta:

– Somos pobres.

– Treinta y dos rublos.

– Sigue siendo demasiado. No podemos pagar más de dieciséis.

– ¡Idos al diablo! -escupió el griego.

Los campesinos, decepcionados, se fueron. Helena se quedó contemplando el caballo. Era un caballo bastante mediocre.

– ¡Te ofrezco veinte rublos!

El vendedor levantó una ceja y miró con desdén a la noble y joven señorita, antes de lamentarse:

– Veinte; quieres que me arruine… Con ese precio, perdería dinero.

– ¡Sé lo bastante sobre caballos para decirte que tiene quince años y que es el bastardo de un media sangre francés y de un tarpán!

El mercader se sintió incómodo. Esa diablesa con enaguas iba a hacer que se ganara una mala reputación. Tenía más animales que vender: asnos, mulas, siete vacas y caballos de tiro. Así pues, se apresuró:

– Es tuyo.

Unos minutos más tarde, lo condujo hasta donde estaban los monjes.

– Padres, ¿pensáis ir a Jerusalén?

– Sí, hija mía.

– Es un viaje largo.

– Llegaremos dentro de unos cinco meses… Si Dios quiere.

– Entonces, aceptad este caballo.

– Nunca podremos rezar lo bastante para agradecértelo. No podemos aceptar un regalo así.

– Yo no puedo ir a Jerusalén. Es para vuestro superior. Será mi manera de estar con vosotros allí.

– ¡Que Dios te bendiga! -gritó el más anciano de los monjes, con cara de sorpresa-. Le daremos un buen uso. ¿Cómo te llamas?

– Marina Petrovskaya.

– Lo recordaré -dijo el anciano, que se apoderó rápidamente del caballo-. Le hablaré al Señor y a sus ángeles de ti.

A Helena le importaban muy poco las intercesiones en su favor ante Dios.

– ¿Puedo pediros un favor?

– Lo que quieras, hija mía.

– Dadme uno de vuestros hábitos.

– ¡Eso es imposible! -exclamó el anciano monje.

– ¿Por qué?

– Las mujeres no pueden llevarlos. Cometeríamos un gran pecado si te lo diéramos.

– ¿Quién os ha dicho que me voy a disfrazar de monje? Lo pido para una buena causa. Quiero dárselo a mi hermano, que desea ayunar y hacer penitencia -mintió ella, a la vez que extendía la mano.

Los monjes abrieron los ojos como platos. En la palma de Helena brillaban tres monedas de oro.

– Una por el hábito -dijo ella, mientras ponía la primera en la mano del monje, casualmente tendida hacia ella-, otra para lavaros de todo pecado y la última para que me borréis de vuestra memoria.

– Entonces, queda triplemente justificado -dijo el viejo monje-. ¡Hermano Grigori, quítate el hábito!

25

Unas nubes azuladas con ribetes de plata rodeaban la luna. Se juntaron y durante unos instantes sumieron el puerto de Poti en la oscuridad. Disfrazada de monje, con los cabellos ocultos bajo la capucha y una gran bolsa a su espalda, Helena había esperado el momento propicio para abandonar el aserradero en el que se había escondido después del mediodía. A esa hora, avanzada la noche, los soldados de su escolta y la policía debían de creer que estaba de camino a Suhumi o a Trebisonda. Había hecho falsas confidencias a sus criados: había revelado que no tenía intención de llegar a Odessa.

Se coló entre los almacenes. Desde su escondite improvisado, había estado observando los movimientos de los navíos y el vaivén de los descargadores. Había dos barcos preparados para zarpar, uno ruso y otro inglés. Por supuesto, eligió el segundo. Unos marineros borrachos aparecieron y empezaron a armar escándalo subiéndose a las cajas, y cantando y entonando canciones obscenas, pero se cansaron rápido. Ella los dejó alejarse. Se oyó un ruido de botellas rotas; después sólo hubo silencio.

Helena esperó todavía una hora más antes de actuar.

Se había levantado viento. El cielo estaba despejado. El reflejo de la luna flotaba libremente sobre el mar. Helena se coló entre los barcos varados en tierra. Los dos mástiles del navío inglés oscilaban. Oía los silbidos de las vergas y los cabos, los chirridos de las poleas y el chapoteo del agua alrededor del casco.

El puente parecía desierto. Contempló con desespero la luna, que iluminaba los muelles, y después se decidió a correr hasta la pasarela, se cayó en el puente y encontró una escotilla.

– ¿Quién anda ahí? -gritó uno de los ingleses.

Todo estaba perdido. Intentó escapar, pero la voz, en ruso esta vez, sonó amenazante:

– Detente o disparo.

Helena se quedó quieta.

– Sobre todo, no te muevas -dijo el desconocido en ruso antes de volver al inglés-. ¡Quiero ver tu cara de rata! ¡Vaya, vaya, un monje!

El marino, que sujetaba una pistola en una mano y una linterna en la otra, parecía asombrado por su captura.

– Así que querías embarcarte clandestinamente, ¿no? Vosotros, los religiosos, nunca podéis pagar. Por supuesto, no entiendes el inglés. ¡Qué más da! ¡Avanza, avanza, obedece! Hay alguien abajo que habla tu maldita lengua mejor que yo.

Con el cañón de su arma, el marinero la empujó en dirección a la popa:

– ¡Por ahí! -gritó él, señalando los cinco o seis peldaños que se adentraban en el puente. Conducían a una puerta minúscula-. ¡Capitán! ¡Capitán!

– ¡Sí!

– Tenemos un visitante.

Se abrió la puerta y apareció un hombre achaparrado y de amplios hombros. Los ojos estaban profundamente hundidos en una cara grande, cuadrada y barbuda. El capitán la evaluó y dijo en ruso con voz pastosa:

– ¿Eres un novicio?

Helena asintió con la cabeza.

– Supongo que con Jesús hablarás más, ¿no? Te aseguro que te vas a confesar. ¡Entra! Me vas a tener que explicar qué estabas haciendo a bordo del Commodore. Déjanos, John, y sigue montando guardia. Nunca se sabe con esos malditos ladrones.

La cabina del capitán era una verdadera leonera. Una amalgama de objetos se amontonaba sobre el suelo, aunque predominaban las botellas. Arcos, cerbatanas y todo tipo de flechas y jabalinas decoraban las paredes. Había colgado un retrato de la reina Victoria entre dos marionetas de Bali. Todavía resultaba más impresionante, sobre la mesa repleta de mapas marinos, una estatua negra adornada con collares de cráneos, armada y que sacaba la lengua. Helena sintió que la habitaba un espíritu malvado.