Выбрать главу

Se levantó riéndose, dio un golpe contra una pared y empujó brutalmente el batiente.

En la cabina opuesta, Helena se sobresaltó. Oyó un gruñido y después vio con terror que el pomo de cobre giraba. Las armas no faltaban a su alrededor. Con mano temblorosa agarró un sable de marino.

– ¡Vaya, mírala cómo está! -gritó Hasquith al descubrir a Helena en guardia, apenas tapada con una camisa de marinero.

– ¡No te acerques!

– ¡Ah, ah! La bella pichona está colérica… Eso es peligroso…, muy peligroso… ¡Sí, sí, sí! -se carcajeó él, alzando los brazos.

Se balanceó torpemente como un luchador. Su mirada viscosa recorrió las piernas de la chica. Helena hizo una mueca de disgusto. Las exhalaciones apestosas de ese cerdo hacían que el ambiente cerrado de la habitación fuera todavía más insoportable.

Hasquith dudó por un momento. Corría el riesgo de que esa loca lo hiriera.

– ¿Me equivoco o esto es un motín?

Se había vuelto irónico. Con un gesto teatral, se quitó la chaqueta y la echó a los pies de la diosa Kali. Se quitó también su camisa y empezó a agitarla.

– Ya ves, me rindo. Esto es mi bandera blanca.

Se atrevió a dar un paso.

– Venga, ataca, ¿a qué estás esperando? ¡Dame en el corazón! -dijo él golpeándose el pecho con el puño.

Un monstruo. Helena apuntó el arma al torso velludo cuyos pelos largos y espesos se unían con la barba. Ella avanzó, pero él, con un gesto vivo, se apartó y cubrió la hoja del sable con su camisa.

– ¡Mal jugado! -dijo él arrancándole el arma.

Ella se golpeó con todo su peso en el bidón lleno de ron. Él le dio un golpe en el hombro. Helena cayó al suelo. Las doscientas cuarenta libras de músculos y de grasa se abalanzaron sobre ella.

– ¡Puta! Ya te tengo.

Cualquier resistencia parecía vana, pero en un arrebato de defensa desesperado, hundió sus dedos en los ojos del bruto. Hasquith gritó de dolor.

– ¡Me las vas a pagar!

Con una mano, le agarró las muñecas. Con la otra, comenzó a estrangularla. A Helena le faltaba el aire, le ardían los pulmones, destellos rojizos le cruzaban los ojos. El vacío la invadía poco a poco. Los dedos nudosos seguían clavados al cuello, y a ella no le quedaban fuerzas para impedir que una rodilla le apartara los muslos.

El asedio acabó de golpe. Hasquith se tambaleó y se cayó encima de ella. Alguien levantó el cuerpo pesado del capitán y liberó a Helena. A través de las lágrimas, reconoció a Mavakur, el cocinero.

El pequeño indio sujetaba con firmeza una porra y estaba preparado para volver a golpearlo.

– Hace mucho tiempo que soñaba con devolverle todos los golpes que me ha dado -dijo él, a la vez que ayudaba a Helena a levantarse.

Se había despertado de la pesadilla. Se colgó del cuello de su salvador.

– ¿Te sientes capaz de caminar? -se preocupó él.

– Sí -dijo Helena con voz firme.

Tal enérgica respuesta le reafirmó en su opinión. Bajo la apariencia frágil de Helena se escondía una nagini indomable: una mujer cobra presta a actuar en las situaciones críticas.

– Vístete, el tiempo apremia.

Se puso deprisa y corriendo su ropa de marinero, mientras Mavakur ataba de manos y pies al capitán con un sólido nudo corredero.

El cocinero remató su obra metiendo un trapo grasiento en la boca de Hasquith.

– ¡Larguémonos de aquí!

El puente estaba desierto. Se deslizaron hasta el portalón, pero lo habían retirado. El panel de madera reposaba sobre el cuerpo de un hombre atado e inerte: el bueno del señor Chaterbool. El pequeño indio había pensado en todo: la escala estaba desenrollada; en el extremo del cordaje trenzado se balanceaba un minúsculo bote.

– Después de ti.

Helena precedió al hindú y ocupó su lugar, llena de aprensión, en la cáscara de nuez. Mavakur animó a su nagini.

– A los remos, marinero -dijo imitando en un tono bajo la voz de Hasquith.

No tuvo que decirlo dos veces. Helena agarró el remo, se acomodó en la bancada y se puso a esperar la primera palada…

27

Con los primeros escalofríos del día, Helena volvió a sentirse angustiada. La niebla se había disipado. Había dejado de llover. El mar era un charco de sangre en el que la proa afilada del Commodore podía aparecer en cualquier momento. En el estrecho del Bósforo, el bote no tenía ninguna oportunidad de escapar a los dos mástiles de Hasquith. Las dos costas se extendían como dos ondulaciones amenazantes, sembradas de fuertes y mezquitas.

Con el cansancio extremo que sentía, a veces entraba en ese estado que revelaba sus dones. No deseaba conocer su destino, aunque tampoco lo conseguiría. Se colaban en su alma imágenes incoherentes que se negaba a reagrupar. Simplemente esperaba que Mavakur recorriera parte del camino a su lado.

El indio rezaba en silencio a los dioses queridos a su corazón y al sol que se alzaba: las doce Aditya, esencias de la luz eterna, Surya, el esposo del alba Ushas, Vivashta, el Resplandeciente, padre de Manu, el primer hombre… Y poco a poco, como si obedeciera a los gestos y a las palabras cien veces repetidos del hombrecillo, el astro del día iluminó Oriente.

Ni rastro del Commodore. Ninguna vela en su estela. Lo habían conseguido. Helena se entregó a la fascinante contemplación de lo que aparecía ante sus ojos. Más allá de la proa, en la que el hindú, estático, estaba sentado con las piernas cruzadas, se extendía una ciudad inmensa.

– Constantinopla -susurró ella.

Los rayos de sol iluminaban el oro de una cúpula, y después la ciudad entera se incendió. Mavakur saludó en voz alta al sol y a Brahma, que lo había creado, y a Vayu, el dios de los vientos:

– Oh, Vayu, sustancia de la palabra, mensajero de los deva, hijo de Tvashtri y servidor de Indra. Rey de Gandharva y creador de Lanka, purifica al humilde Mavakur.

Tras ofrecer su rostro al viento del este, entró en un instante de felicidad. No pidió nada. El instante se escapó. El panorama desfiló ante él, un mosaico de colores y de formas recubría a Brahma, la naturaleza profunda de todas las cosas. Fue a sentarse junto a Helena y le cogió la mano.

La gran ciudad apareció ante ellos, que se maravillaron ante los miles de casas que colgaban sobre las orillas de color ocre, las innumerables mezquitas y los magníficos palacios. En el Bósforo hormigueaban centenares de embarcaciones, y el mar de Mármara, surcado de vapores, fragatas y balandros, se abría hacia la libertad.

– Somos libres -murmuró ella.

La ciudad sólo era un inmenso sueño de ruidos y colores. En tres golpes de timón, Mavakur bordeó hábilmente las flotillas y condujo el bote hasta un pontón lleno de gente.

– Aquí nos separamos -dijo el indio.

Helena, presa de un arrebato, lo detuvo:

– ¡Llévame contigo a la India!

– No estás lista.

– Mavakur, ¡te lo suplico!

– Llegará tu momento.

– ¡Ya ha llegado!

– ¿Y qué harás con un hindú de casta inferior en Penjab? ¿Crees que los sijs de la regente Rānī Jindhan te dejarían entrar en el país de los cinco ríos? Los adoradores de la negra Kali te arrancarían el corazón para ofrecérselo como sacrificio a su diosa. Debo volver solo a mi pueblo de Tapa; allí, cuando llegue el momento, me encontrarás. Te esperan grandes aventuras que debes vivir para realizarte en este mundo. Espera las señales. Cuando Mahishā suramardinī, La que Combate a los Demonios, arme tu brazo y tus almas, podrás enfrentarte a los sijs, a los cipayos, a los thugs e, incluso, a los caballeros fantasmas del desierto de Tahar. Ahora, vete, y no vuelvas.

Helena le lanzó una mirada desesperada.