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– ¿Quién es usted? -preguntó ella, suspicaz.

– Un humilde buscador de secretos -respondió él dejándose caer a su lado-. ¿No le parecen orgullosos y bellos? -dijo señalando a los habitantes de los oasis que iniciaban su descenso hacia El Cairo.

– Sobre todo me parecen ariscos.

– Todos los pueblos de nuestros desiertos lo son. Verá a muchos de ellos, en los próximos días, por la calles de la capital. Éstos vienen del oasis de Jarga. Ayer, en Menfis, me encontré con las tribus de Uadi Natrún y del Fayum.

– ¿Se prepara una guerra?

– No -respondió sonriendo el desconocido-. Todos esos hombres vienen a mostrar su lealtad a nuestro nuevo soberano Abás. ¿No sabe que el gran Mehemet Alí ha muerto?

Helena dijo que sí con la cabeza. ¿Cómo habría podido ignorarlo? Su guía le explicó con todo detalle la historia de la sucesión a lo largo del día.

Todos los diarios hablaban sólo de esa muerte; se lamentaban por la desaparición del que había puesto fin al despotismo de los mamelucos, del vencedor de los wahabitas, del conquistador de Sudán, del fundador del Egipto moderno, liberado del yugo turco.

– ¡Abás no reinará durante mucho tiempo! -afirmó de repente el hombre-. ¡Morirá asesinado!

– ¿Cómo puede asegurar algo tan terrible?

– Se me considera astrólogo, vidente, mago y hechicero. Eso basta para conocer el futuro, por poco que se estudien los acontecimientos del pasado.

El desconocido tenía el rostro blanco de pergamino, lleno de minúsculas arrugas alrededor de los ojos, las orejas perforadas con aros de oro y los cabellos largos y rizados. Si se le miraba fijamente durante algún tiempo, uno se podía perder en su profunda mirada.

– Profesor Paulos Metamon, a su servicio -dijo con una respetuosa reverencia.

– Helena Petrovna Blavatski.

– Rusa, debería haberlo supuesto.

– ¿Y eso por qué?

– Ustedes, los rusos, están particularmente dotados para la videncia.

– ¿En qué se basa para decir eso?

– Para no ocultarle nada, llevo observándola desde que llegó al pie de esta pirámide. Hay señales, actitudes, vibraciones y sensaciones que no engañan: tienen un oído puesto en el pasado. ¿Cómo podría decirlo…? Tienen ese oído interno; aunque todos lo poseemos, sólo una ínfima parte de la especie humana sabe usarlo. Yo mismo me dedico en ocasiones a la introspección de los antiguos mundos con ayuda de ese «don».

– Es un punto de vista interesante -confesó ella-. Nunca había intentado analizar el mecanismo de ese fenómeno.

Le picó la curiosidad y sintió deseos de saber más. Ese hombre podía enseñarle muchas cosas sobre los dones. Ahora le inspiraba confianza. Paulos miraba a Helena con respeto.

– Me preguntaba -acabó diciendo él- por qué tenía que venir aquí día tras día, por qué, desde hace unas semanas, una fuerza me empujaba hacia Keops y Kefrén. Ahora conozco la causa: era usted.

– ¿Yo?

– Creo en los encuentros. Creo en el lenguaje de los astros. Creo en los murmullos de los sueños. Creo en la memoria de las piedras. Mi presencia y la suya en el corazón de esta necrópolis no tienen nada de fortuito. Hemos sido guiados el uno hacia el otro. Tenía que ir a Sinaí y he aplazado ese viaje sin ninguna razón. Usted era esa razón… ¡Oh, señor! Siento su energía. Permítame dar un paseo con usted. A cambio, la iniciaré en los secretos de Egipto.

Helena no sabía qué pensar de esa alocada proposición. El mago era sincero. Podía ver a través de él, lo movía una fe que no podía poner en duda… Y ella también creía en los encuentros.

– Todo esto me parece un poco precipitado -respondió ella.

No obstante, ya se había puesto en marcha. Tenía prisa por conocer los secretos de Egipto.

– Ha llegado el momento… y usted lo sabe.

– Sí, lo sé.

– ¿Dónde se aloja?

– En El-Muluk.

– Mañana por la mañana, a las cinco, mandaré a buscarlas, a usted y a su amiga, la condesa -añadió él con una sonrisa enigmática-. Empezaremos por Saqara.

Esa misma noche, el director del hotel les explicó que Paulos Metamon era un copto de gran renombre, un mago riquísimo con poderes inmensos que había sacado partido a los trabajos de Champollion y de Brugsch, y a los descubrimientos de los aventureros Drovetti y Linant de Bellefonds. Mehemet Alí había acudido a ese hombre durante su primer ataque, y él le había revelado el sombrío porvenir de sus descendientes. Se decía también que había encontrado la tercera cámara de la pirámide romboide de Dashur y que había descubierto los textos sagrados de las Tablas de la Vida Eterna. Tras realizar prodigios y conversar con los muertos y los demonios, todo Egipto lo temía.

La condesa Kisselev se emocionó muchísimo ante la idea de esta aventura. La decisión estaba tomada. Paulos sería el jefe de su expedición en el sur del país.

30

Paulos Metamon, apostado en la parte delantera de la falúa, no se había movido ni un centímetro desde que la ligera embarcación había salido de Abidos. Observaba las aguas fangosas en movimiento, los poderosos remolinos que engullían las ramas muertas. Con la crecida, el Nilo se había vuelto peligroso. Helena, María, los tres hombres de la escolta y los cuatro remeros no apartaban los ojos de los cocodrilos que se calentaban al sol.

– ¡Allá hay otro! -gritó la condesa señalando un reptil que se deslizaba lentamente entre los papiros.

Paulos y Helena intercambiaron una mirada divertida. El peligro inmediato no provenía de esos animales, sino del desierto. Un momento antes, habían observado los titubeos de los pelícanos en el cielo, que se llamaban y se posaban juntos en el Nilo.

– Los pájaros presienten los tornados -le había explicado Paulos a Helena-; cuando los veas reagruparse sobre las aguas y refugiarse en las plantas, la tormenta de arena no tardará en llegar.

Ese hombre le había enseñado muchas cosas en un solo mes. Le había revelado los secretos de la magia copta y de la antigua medicina egipcia. A su lado, había reptado por las galerías medio hundidas de las pirámides de Saqara, de Abusir y de Dashur, y después había entrado en los hipogeos llenos de bueyes momificados. Había aprendido a leer los nombres escritos en los cartuchos, en los que se veneraba a «Isis la mayor, divina madre que vivifica las aguas» y al «Sol estabilizador de la justicia». Sabía reconocer los signos jeroglíficos del sistro, del pilar dyed, del tálamo, del palanquín, del sicle, del pectoral y de todos los instrumentos y utensilios que se utilizaban en el antiguo Egipto.

Se sentía muy cercana a aquella civilización desaparecida.

¿Durante cuánto tiempo aquella terrible tormenta, que se había abatido sobre ellos brutalmente, los había sacudido, levantado y arrastrado? Lo ignoraba, pero el miedo los atenazaba. Se había oído un choque y un crujido del casco al tocar tierra firme. El huracán desaparecería pronto.

Después de la violencia del viento, llegó el silencio. La falúa estaba rota. La habían dejado sobre una lengua de arena, atada a la orilla derecha del Nilo. Hasta donde alcanzaba la vista, el suelo parecía hundido por la acción de un arado gigantesco. Numerosas palmeras arrancadas cubrían las orillas del Nilo. Sin embargo, la vida se reanudaba: los pájaros volvieron a cantar, los campesinos reaparecieron para salvar lo que se pudiera. Unos niños curiosos se acercaron con prudencia a las extranjeras con ojos de yins. Nunca habían visto a mujeres así, blancas, despeinadas, vestidas como los hombres de su raza: con pantalones y chaquetas beis. Metamon les inspiró confianza y los niños informaron a los náufragos de que estaban cerca de la pista que iba del pueblo de Quft al de Qoseir, en el mar Rojo.

– ¡Dormiremos en Quft! -decidió Paulos después de un breve conciliábulo con el capitán de la falúa.

El barco no se podía arreglar, la región era segura y Alá, el Misericordioso, les permitiría llegar a Luxor al cabo de tres días.