Cargando las maletas a la espalda, los hombres hablaban en voz baja e intercambiaban miradas cómplices.
– ¿Confía en ellos? -preguntó la condesa.
– No tema, no traman nada malo.
– ¿Y por qué parecen tan raros?
– Enseguida lo sabrá.
A lo lejos, las casas blancas de Quft enrojecían bajo el sol, que se ponía. Los hombres de la escolta estaban cada vez más emocionados. Reían y señalaban con sus dedos morenos. Helena y María recorrieron el árido paisaje con la mirada. En alguna parte, sonaban unos tambores. En cierto momento, distinguieron unas siluetas en el camino. Los tambores sonaban más fuerte en honor de los viajeros. Las siluetas se fueron precisando una a una. Había una mujer sobre una cima rocosa escarpada, pero la dejaron atrás. Otra acudía a su encuentro, después cinco más, una docena…
Todas poseían una gran belleza e iban vestidas con largos velos negros con bordados de oro y plata. Sonreían y se cruzaban miradas llenas de sobreentendidos. A esas sonrisas, los hombres de la escolta respondían con señales inequívocas.
– ¡Vaya, vaya! -exclamó la condesa-. Esos mensajes no engañan a nadie.
– Es una práctica corriente en el Medio y el Alto Egipto -confirmó Paulos-. Venden así sus encantos desde hace siglos.
Rodeadas por todas esas mujeres de ojos de ébano maquillados con kohl azulado, Helena y María hicieron una entrada triunfal en Quft. El jeque Yabis las recibió en persona y ni siquiera se tomó la molestia de examinar el salvoconducto que autorizaba su viaje.
La noche avanzaba: la fiesta estaba en pleno apogeo. Unas dóciles jovencitas ofrecían boles de yute y de fattas picantes, otras preparaban hojaldres de mantequilla fundida, azúcar, canela, y exprimían mangos y granadas.
Helena se ocultaba en la oscuridad, medio recostada sobre los cojines esparcidos por el suelo. Algunos fuegos crepitaban y las llamas jugaban sobre los cuerpos de las mujeres que danzaban al son de las flautas y del rebabah, cuya única cuerda chirriaba bajo el arco de un viejo músico. Se movían con gracia sobre los pies desnudos. El espíritu de la libertad y del amor daba vueltas y vueltas entre sus manos llenas de anillos. Un fino sudor perlaba la piel ámbar de sus brazos. A veces, con un movimiento marcado de la pelvis, sus caderas y sus muslos quedaban al descubierto. Entonces, los hombres alargaban las manos hacia las curvas incitantes y seguían con la mirada esos movimientos que prometían placeres. La tensión aumentaba. Se les entrecortaba el aliento. El amor que fingían avivaba el fuego que corría por las venas de los espectadores.
Helena apretó los dientes. Esa danza calentaba los sentidos. Sus ansias de placer, nunca saciadas, renacieron, y, con ellas, resurgieron de su pasado todos los hombres a los que había deseado en secreto: los orgullosos caballeros, los campesinos medio desnudos durante la siega…
Darse y dar… ¿Tan difícil era? Habría querido acariciar esas pieles sudorosas. Habría querido bailar como esas mujeres y gritar, contonearse, ofrecerse y reír y morir, pero se sentía incapaz de fingir un acto que le había hecho sufrir tanto.
El aire pareció espesarse. Helena no podía permanecer en su sitio. Un indecible y diabólico deseo la carcomía. Era tan fuerte que creyó que le habían echado un afrodisíaco en el té.
Paulos llevaba observándola unos minutos. Se inclinó hacia ella y le murmuró:
– San Pablo nos dijo que todo es puro para los puros, nada es impuro en sí mismo, pero también nos dijo que aunque todo está permitido, no todo es edificante.
¿De qué quería convencerla? ¿Debía ceder a sus impulsos y participar en la fiesta? La condesa Kisselev se había unido a las bailarinas y movía lascivamente el vientre y las nalgas. María le tendió la mano a Helena y ella la rechazó diciendo que no con la cabeza, pero todo la empujaba a ello: la mirada de Paulos, la música, su propio corazón. Acabó levantándose y dando unos pasos tímidos. Poco a poco, consiguió imitar las actitudes de las nativas de Quft. Los lugareños la animaron. El hombre que tocaba el bend se unió también al corro de bailarinas y golpeó cada vez más fuerte su piel de cabra tensada.
Ese ritmo que provenía de las edades más antiguas se introdujo en ella y la liberó.
Ella era el desierto, el Nilo y los oasis. Se fundió con las mujeres de Egipto.
Helena había bailado hasta el agotamiento. Las mujeres se habían unido a los hombres en las esteras y apagaban las brasas de su vientre. Las había oído gemir. Después Paulos había acudido a sentarse a su lado. Ambos observaban las estrellas y hablaban del pasado, de los tiempos en los que los sacerdotes de Amón llamaban a la Osa Mayor y a la Osa Menor, la Pierna y Anubis, respectivamente, en los que el signo de Cáncer era el del Escarabajo, y el de Géminis, dos brotes de planta: Shu y Tefnut.
– Y a mí, que soy Leo, ¿qué me representa? -preguntó Helena.
– Un cuchillo.
– No me gusta ese símbolo.
– Pues es un signo que trae esperanza -dijo Paulos, que la cogió de la mano con ternura-; se dice que Leo es el límite entre «abierto y cerrado», «antes y después». Separa el período de primavera y verano del de otoño e invierno. Anuncia la crecida del Nilo y la abundancia de las cosechas. Tú eres ese cuchillo, Helena, y debes cortar los vínculos que te unen al pasado. Llegará un día en que tu pensamiento fertilice el mundo.
– ¿Cuándo, Paulos, cuándo?
– ¿Qué podría responderte? Mi presciencia es insegura.
Se había vuelto suavemente hacia ella y, recorriendo con un dedo su piel sudorosa, había trazado un camino imaginario entre los senos de Helena hasta su vientre. Sin decir nada, se había tumbado y se había abandonado a su boca y a sus manos seguras y precisas. Él se tomaba su tiempo y parecía conocer lugares de su cuerpo cuya existencia ella todavía desconocía. Por primera vez, rodeada de la incipiente claridad del alba fresca, se maravilló de ser mujer.
El pueblo de Quft las había acompañado hasta la orilla del río. Allí, las mujeres habían recogido arena de las huellas de los pasos de los viajeros y la habían metido con cuidado en unas bolsas. A Helena y a María, les explicaron el sentido de esa costumbre: colgarían esas bolsas en la entrada de sus casas, después de hacerles un agujerito. Cuando se vaciaran, indicarían el regreso de los viajeros. Era una manera de apaciguar a los que nunca se marchaban.
– Pero ¡no regresaremos nunca a Quft! -exclamó María.
– ¿Quién sabe?… En los caminos de la eternidad hay mucho de Quft.
Tras esas palabras sibilinas, el mago Paulos Metamon volvió a ocupar su lugar en la proa de la falúa que se dirigía hacia Tebas, dejando que los viajeros soñaran con la eternidad.
31
Helena estaba fascinada. Ante ella se extendían las ruinas de Karnak, sobre las que planeaban las sombras de Amenofis y de Ramsés. Las columnas y los pórticos emergían de la arena. Oyó unas trompetas y tuvo una visión de las procesiones en honor del dios Min, de los faraones postrados ante las estatuas de Amón, de los sacerdotes portadores de estandartes y de la inmensa multitud que mostraba su adoración en la avenida de las esfinges.
– Impresionante, ¿no?
El hombre con el traje blanco de caravanero estaba de pie bajo el pórtico de los Busbatitas. Era el primer europeo con el que se encontraba desde su salida de El Cairo.
– Una mujer necesita mucho valor para visitar el Alto Egipto -prosiguió él, acercándose a los colosos de Ramsés III, tres cuartas partes de los cuales estaban enterradas en la arena-; hace mucho que el faraón no protege a las viajeras jóvenes y bellas procedentes del delta -añadió, burlón.
Ese elegante caballero, que rondaba la cincuentena, parecía un galán. Helena pensó que era divertido. Se parecía a los personajes descritos por la señora Peigneur.