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– Llevas exactamente cincuenta y tres minutos sin dirigirme la palabra -dijo Jezabel sacudiendo su abundante cabellera cobriza.

– ¿Tanto?

– Sí, esa novela debe de ser muy apasionante.

– Lo es, Jezabel.

Después de inclinarse para leer el título, la joven inglesa esbozó una mueca de disgusto.

– El último mohicano, de Fenimore Cooper… Nunca he leído nada de ese autor.

– ¡Pues eso tienes que solucionarlo lo antes posible! Incluso te voy a encargar que me consigas todos sus libros. Si América y los indios son tal y como los ha descrito, quiero unirme al próximo convoy de colonos que parta hacia Nueva York.

– ¡Señor! -exclamó Jezabel, a quien la idea le parecía horrible.

Helena dejó su libro y aplastó el cigarrillo sobre la montaña de lukums, al alcance de la mano, que adoraba mordisquear con su joven amante. Ella no hizo preguntas. Le dio un beso en la boca y la hizo callar. Bastaba con desatar el encantador velo que envolvía su cuerpo de gata para apoderarse de su placer con una mano hábil. Prefería los gritos y los suspiros de Jezabel a cualquier otra palabra. El intercambio, tan nuevo como natural para ella, era más sabroso. Tenía que aprovisionarse de delicias para enfrentarse a los peligros que estaban por venir.

Partir con un puñado de patanes, aventureros y prostitutas sería insoportable para la delicada Jezabel. Todos los desechos de la sociedad se sentían atraídos por América. Todo había empezado en el agua fangosa de una orilla californiana, donde, en la tarde del 24 de enero de 1848, el sombrero de James Marshall se había llenado de pepitas de oro. «¡Oro, oro, oro!» Esos gritos habían resonado en todas las montañas y se habían extendido a través de los valles hasta San Francisco. Desde allí, los buques habían llevado la noticia a las islas Sandwich, a México, a Perú y a Chile. La fiebre del oro había llegado a Inglaterra el año anterior. Jezabel todavía se acordaba.

El delirio había alcanzado a todas las capas de la sociedad. Habían aparecido guías, panfletos y artículos de diarios. Y desde entonces, todas las semanas, salían hacia allá barcos que llevaban a obreros, comerciantes, lores arruinados, familias enteras de campesinos, misioneros y aventureros con el corazón lleno de esperanza.

Mientras el barco de Helena se alejaba del puerto, Jezabel lloraba en medio de los curiosos y los marinos. Ahora se sentía muy sola. Seguía intentando comprender por qué Helena se iba en busca de aventuras, y maldecía a los indios de América, que le arrebataban a su tierna amiga.

¿Qué podía pasarle en ese país poblado de animales feroces y de bandidos? Hasta el último momento había intentado disuadirla de lanzarse a tan loca empresa. Había encontrado artículos de prensa y cartas del escritor Hugh Henry Brackenridge que Helena se había negado a leer.

Con la cabeza llena de las aventuras de Chingachgook y de Natty Bumpo, los héroes de Fenimore Cooper, Helena contemplaba la multitud andrajosa reunida en los muelles. Vio a Jezabel agitar su pañuelo e irse.

Se estremeció por la frescura de la mañana. Iba a bordo del Britania, un buque de vela y de vapor, que accionaba las ruedas de las voladeras.

Una marea de emigrantes cargados de fardos y maletas lo rodeaba e intentaba encontrar su lugar en el puente.

¿Qué pensaría su padre si la viera con esos criminales y esos miserables? Antes de partir, le había escrito para pedirle que le enviara dinero a Montreal.

Dio algunos pasos con sus pocas maletas, sin saber dónde ponerse. El momento de la salida del barco había llegado, y sintió vibrar el puente. Una sensación de calor le invadió el pecho. El barco se separó de la orilla y las grandes chimeneas escupieron su humareda negra.

Helena pensó en la piel suave y ligeramente azucarada de Jezabel, en la intimidad húmeda de su cuerpo, colmado de caricias y aturdido por el placer.

Cerró los ojos y tragó el aire de alta mar a grandes bocanadas golosas. No era la única en comunión con el viento. La mayoría de los pasajeros estaban, como ella, mirando al oeste. La noche los arrullaría enseguida y vertería en sus sueños promesas de amaneceres resplandecientes. Por el momento, las estrellas iluminaban su camino. Inglaterra sólo había sido una escala amorosa antes de América.

34

De Nueva York a Montreal había quince días de viaje. Y otros diez para llegar a Ottawa. Ese 15 de abril de 1850, la nieve había dejado de caer, pero el frío seguía siendo muy intenso, hasta el punto de matar a dos niños al pie de las montañas Verdes. Ese día, el pequeño convoy de colonos ingleses en el que se encontraba Helena no había dado media vuelta hacia Albany. La aparición del sol los había animado a continuar valerosamente.

Dos días más tarde, estaban bloqueados en Portage-du-Fort, una aldea piojosa más arriba del Lac des Chats. Las autoridades los habían aparcado en un gran edificio con leños, en el que Helena estaba hecha un ovillo bajo su abrigo. Las dos sartenes humeantes no conseguían calentar la habitación en la que se amontonaban los treinta pioneros, que pasaban el tiempo gimiendo. Helena ya no soportaba más estar cerca de ellos. El olor a orina y a heces le impedía dormir. Su propia ropa y su cuerpo estaban sucios. Soportaba ese estado con dificultad. «En primavera nos podremos lavar», le había dicho el viejo guía de Pointe-Fortune.

Pero la primavera no llegaba nunca. La garganta le ardía, el frío glacial penetraba en sus huesos y le impedía llorar su pena. Se veía como una sierva de las estepas rusas, a pesar de su oro, sus botas forradas, su ropa interior de cibelina, su gorro de castor, sus manoplas y su abrigo de trampero.

Estaba acorralada en un agujero a semanas de camino de las primeras tribus indias.

Las horas pasaban, inagotables, entre el mal olor y el desespero.

La mañana del tercer día, Helena vio inmediatamente el cambio en el cielo a través de los ventanucos sucios. El efecto del sol no se hizo esperar. La puerta del refugio se abrió y vieron la cara de alegría de su guía.

– ¡Llega el buen tiempo, chicos!

El buen tiempo. Las palabras mágicas que llevaba esperando desde principios de abril. Los hombres y mujeres se libraron de sus abrigos miserables e hicieron un círculo alrededor del canadiense, que llenaba su pipa.

– ¿Cuándo nos vamos?

– Dentro de dos o tres días, tal vez cuatro, habrá que verlo.

– ¿Habrá que ver el qué?

Todas las cabezas se giraron hacia Helena. Ella se lanzó sobre el guía y empezó a sacudirlo agarrándolo del cuello de su chaqueta con forro.

– ¿Por qué no nos vamos inmediatamente? ¡Ya nos hemos podrido aquí bastante!

El viejo soltó una bocanada de humo. Con su mandíbula pronunciada y su nariz rota, creía haberlo visto y aguantado todo. Nunca una mujer le había puesto la mano encima. Parecía tan enfadado que Helena prefirió apartarse.

– Hay que ver si el buen tiempo dura, chiquilla -dijo tomando como testigo al sol que apuntaba entre las montañas.

Helena contempló a su vez el astro naciente. La nieve había empezado a brillar; un bloque de hielo se soltó de la techumbre. Helena se decidió a actuar.

– Me iré mañana -afirmó ella.

– Está usted en su derecho. Por lo que sé, no va usted a Mont-Laurier, como los demás, sino a Ville-Marie, en el noroeste, ¿no?

– Sí.

– Es una excursión peligrosa para que la haga una mujer sola -objetó el guía.

– Eso es asunto mío.

– Sí…, es posible que, dentro de un mes, el río nos devuelva su cuerpo. Parece que tiene buena salud y podrá sobrevivir algún tiempo. Si no muere de frío, perecerá de hambre, cogerá el escorbuto y perderá sus dientes uno tras otro. Después llegarán los problemas de estómago y las fiebres. Cuando haya acabado de delirar después de haber vaciado las tripas y desfallezca, ni siquiera los lobos la querrán. Sí, el río la traerá de vuelta.