– ¿Tiene algún otro modelo?
– Éste le servirá -dijo el patrón sonriendo.
Tenía entre manos una chatarra antigua de sílex, un modelo inglés de 1788. Tendría que cambiarle la piedra con cada disparo.
– Ya veo, ya veo -resopló.
– Una ganga -insistió Armand, que enseñó los cinco o seis dientes mellados que le quedaban.
– ¿Tan estúpida cree que soy?
La sonrisa del hombre se desvaneció al comprobar que la mujer sabía lo poco fiable que era aquella arma.
– Tal vez quiera venderme un arcabuz o un mosquete -prosiguió ella, apartando el cañón del arma.
– ¡Nada más lejos de mi intención! -exclamó lanzando una mirada furiosa a Nick, a quien le costaba aguantarse la risa.
– Quiero un fusil de percusión, ligero. Estoy segura de que tendrá algo así en su trastienda. ¿Debo recordarle que lo que le estoy pidiendo funciona con una cápsula química fulminante a base de clorato de potasio que enciende el cartucho cuando el gatillo lo percute? No se vaya tan rápido, señor Armand. Tome nota, coja su lápiz: quiero también un colt de tambor, cinco cajas de cartuchos, seis libras de buey seco, a treinta y cinco céntimos la libra.
– Pero ¡si está a cuarenta y cinco céntimos!
– ¡Treinta y cinco!
– ¡Cuarenta!
– ¡Treinta y ocho!
– De acuerdo, damita.
La damita no cejó en su empeño. En el cuarto de hora siguiente, consiguió reducir su cuenta un diez por ciento, y casi hizo llorar a Armand cuando le compró dos robustos caballos por una suma modesta.
– Espero que los indios se la queden -dijo él cuando Helena salió de la cuadra con su carga.
35
En el río Outaouais flotaban placas de hielo. Helena había seguido su tumultuoso torrente sin encontrar ni un alma viviente. Iba superando pequeñas etapas y tenía mucho cuidado de no dejarse sorprender de noche. Todos los días dedicaba las primeras horas de la mañana al mismo rituaclass="underline" montar la tienda, cortar madera, preparar el arroz y el tocino, verificar el estado del fusil y después guardar el colt y el cuchillo de caza a cubierto.
Los caballos se debilitaban. Avanzaban con dificultad, porque tenían que sacar a cada paso sus patas de la nieve blanda.
– Venga, amigos míos, un esfuerzo más. Veo un saliente rocoso donde establecer el campamento… Podréis descansar -los animó, y les acarició el lomo.
Respiraban el aire templado de la primavera, piafaban encorvando el cuello, felices por ver acabar un día duro. Diez minutos más tarde, resoplaron. La nieve había desaparecido. Las pendientes expuestas al sur estaban tapizadas de verde y cubiertas de hierbas jóvenes. Ante esta visión, Helena se sintió embargada por la alegría. Riéndose, se dejó caer hacia delante y aspiró la tierra húmeda.
La primavera… La promesa de vida… Arrancó puñados de hierba y corrió a dársela a los caballos.
– ¡Tened! ¡Comed! Tú, el precioso bayo… ¿Qué? ¿No quieres?
El caballo rechazó el alimento, giró sobre sí mismo y su compañero lo imitó enseguida. Apuntaban con sus narices al bosque: parecían advertirle de un peligro. Sin perder ni un instante, Helena los ató a la rama de una madera y después cogió el fusil.
Algo se acercaba desde lo alto de la montaña y avanzaba sin hacer ningún ruido. Los caballos temblaban cada vez con más intensidad. Agachada detrás de una roca, Helena vigilaba la sombra que se deslizaba y trepaba entre los troncos negros. Por fin, pudo distinguirlo en una brecha. Era un lobo, mucho más grande que los que había en Rusia. Plantado sobre sus patas, con los ojos amarillentos clavados en ella, permanecía inmóvil.
Apuntar al animal debajo de la cabeza y meterle una bala en el corazón, eso era lo que le había enseñado su abuelo, una noche en la que los aullidos del viento se mezclaban con los de una jauría que había cruzado el Volga helado.
El lobo seguía sin moverse.
Captó su pensamiento caótico, en el que se establecía un plan. Ella notó el hambre, el miedo, el instinto asesino del depredador. Durante algunos segundos, tomó posesión de su cuerpo nervioso.
– ¡Ven! Ven a morderme… -masculló.
Al lobo se le erizó el lomo y corrió hacia ella dibujando arcos de circunferencia. Iba a atacar por un costado, Helena lo sabía.
«Doce pasos más y disparo», pensó espiando a su enemigo. Doce pasos. Cinco segundos que duraron siglos. Una gota de sudor le resbalaba por la frente y delataba su miedo. El lobo giró a la derecha. Ella volvió a estar en el centro de su mirada hambrienta.
Los dos adversarios se plantaban cara. Los separaban veinte metros. Calibraban las respectivas voluntades y energías, cuya fuerza se remontaba al origen de los tiempos. El lobo echó su cuerpo hacia atrás y su pelaje gris se erizó.
Helena apretó el gatillo, que golpeó la cápsula, pero el disparo no salió. Se quedó helada, ¡no iba a tener tiempo para recargar! Había dejado el colt en un saco. Enloquecida palpó su cinturón buscando municiones. El lobo estaba tomando impulso.
A Helena se le hizo un nudo en el estómago. Puso la mano sobre el mango del cuchillo y lo sacó con fuerza de la funda. El ataque fue fulminante. Enseñándole los colmillos, la bestia saltó sobre ella. Con los dedos pegados al arma, Helena empujó la gran cuchilla entre las costillas mientras las fauces del lobo buscaban su garganta. Helena empujó con todas sus fuerzas y empaló al animal, después cayó con él. Ambos rodaron…
Sacudido por espasmos, el lobo había recibido su merecido. Helena se levantó sobre las rodillas y lo contempló agonizar. Le pareció que, mediante tal acto, ahora pertenecía a ese país salvaje. Formaba una unidad con los árboles, el río furioso y las nubes rápidas. Su ser se había fundido con esa tierra, con esas aguas, con ese viento.
Ella era el sol. Era el miedo que llegaba con la noche.
Durante mucho tiempo, Helena vigiló las tinieblas. Los caballos se habían calmado. Más tarde, con el resplandor de su lámpara de aceite en su minúscula tienda, calculó en el mapa lo que le quedaba por recorrer hasta Notre-Dame-du-Nord.
36
Las noches se habían sucedido una tras otra, y un cansancio inexorable la había «pegado» a la cama. Helena dormía, con las manos sobre el fusil. Un nuevo amanecer alejó sus preocupaciones. Los animales ya no la asustaban. Avanzaba por el corazón de una región virgen, por crestas coronadas de flores, a lo largo de precipicios entre montañas veteadas de cascadas y revestidas de rocas. Las olas límpidas del río Harricana se llevaban los pedazos de su pasado. Helena no podía evitar pensar que había encontrado el camino que llevaba a la paz.
Había alcanzado una orilla con vegetación.
– Vamos a acampar -dijo a sus caballos.
Mientras liberaba a las bestias de su carga, miraba a su alrededor. Había señales que no engañaban. Nunca había visto árboles como ésos, poderosos y majestuosos, de un verde profundo, lleno de olores, de cimas que levantan su vuelo hacia el cielo. Enormes abetos, arces y otros árboles se amontonaban a miles y dibujaban oscuras avenidas de hojas.
Se acercó al mayor de los abetos para apoyar el oído contra la corteza. En su avance, descubrió ramas rotas.
La sangre le subió al rostro. Muy lentamente sacó el colt de su funda de cuero y rodeó las ramas. Alguien las había reunido con una roca musgosa. Redobló su prudencia y constató que la hierba estaba aplastada. Tenía poco tiempo. Olisqueó el aire cargado de olor a resina, pero no descubrió restos de humo.
Entonces, decidió avanzar un poco más por el bosque. En diferentes sitios, unas huellas señalaban el paso de la persona o personas que la habían precedido. Mientras avanzaba, aguzó el oído. Sólo llegaba hasta ella el canto de las aves, que garantizaba la ausencia de peligro. Animándose, continuó su exploración hasta un pequeño cerro que dominaba un barranco.
En ese lecho arenoso y encajonado, vio una choza hecha con ramas. Empezó a deslizarse hacia allí. Un canto extraño llegaba desde esa construcción que el soplo del viento habría destruido. Jamás había oído nada semejante. Se habría dicho que era una antífona que cantaba desde la más temprana de las edades del mundo, un lamento que se agarraba a las entrañas. Habría jurado que la voz era la de un niño.