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Tras sopesar el riesgo, acabó por deslizarse a lo largo de la pendiente. Había una abertura en un lado de la choza. Estaba segura de que la voz era la de un niño. Agachándose para penetrar en ese abrigo singular, descubrió una fosa en la que estaba de pie un ser enclenque, visiblemente asustado por su llegada.

Tenía el rostro completamente pintado de negro. La única ropa que llevaba encima era un paño. Su cuerpo estaba cubierto de llagas. La más horrible supuraba alrededor de todo el cuello, donde una correa de cuero se incrustaba en la piel.

– Pobre niño -dijo ella extendiendo los brazos para sacarlo del agujero apestoso y húmedo.

El niño le indicó que no lo hiciera con una súplica muda. En el rostro que levantó hacia ella, los ojos negros y brillantes expresaban terror.

– Sal de ahí, no quiero hacerte ningún daño.

El niño empezó a gritar de inmediato; antes de que pudiera reaccionar, se apoyó en las manos y saltó fuera de la fosa, y la empujó al pasar. Cuando ella salió de su refugio, él ya estaba lejos. A pesar de sus pies desnudos, corría como una liebre entre los arbustos.

– ¡Vuelve!

Sólo obtuvo como respuesta un grito. Helena estaba desconcertada. Su primer encuentro con un indio había sido un fracaso. ¿Qué hacía aquel crío? ¿Estaría enfermo, lo habrían abandonado los suyos?

«¡Tengo que encontrarlo!»

Tras esta resolución, volvió junto a sus caballos, rehízo su equipaje y tomó la dirección por la que había huido el joven algonquino.

37

Si Helena hacía caso de lo que veía en el mapa, estaba bordeando el inmenso lago de Mistawac. Hacía dos días y dos noches que le seguía la pista al pequeño fugitivo. Su obstinación acababa de verse recompensada. Al alcance de su fusil, al final de un paso de tierra, como colocado sobre el agua de un azul profundo, un pueblo algonquino apareció ante su mirada radiante.

– ¡Por fin! -resopló.

Había sufrido mucho para conseguir llegar allí. Había puesto todas sus esperanzas en esas orillas donde retozaban caballos en libertad.

Creyó que todos sus deseos se satisfacían bajo el cielo surcado por las águilas. Se sentía ya en la piel de una india cuando se lanzó al último galope, sin preocuparse de la acogida que le iban a dar.

No obstante, sintió un pinchazo de angustia cuando vio desplegarse ante ella una línea de jinetes. Cincuenta indios iban hacia ella al galope. Montaban a pelo, hacían girar sus tomahawks y blandían lanzas y fusiles.

Sus gritos eran tan fuertes que consideró durante un instante la posibilidad de ponerse a cubierto para coger su arma. No habría podido hacer nada. Eran demasiados. La rodearon. Sus corceles se encabritaron.

En el centro de la nube de polvo que levantaban los cascos, apareció su jefe. Achaparrado pero de espalda ancha, estaba protegido por una piel de bisonte. En la cinta de piel de nutria que le ceñía el cráneo había tres plumas cosidas. No más grandes que guisantes, las dos bolas negras y fijas de su mirada la juzgaron. Su nariz cobriza se dilataba y sus paletas parecían palpitar: la estaba oliendo.

De repente, le señaló el pecho con su lanza y dijo en un inglés tosco:

– Tú eres la Mujer Liebre. Te estábamos esperando.

¿La Mujer Liebre? ¿Qué podía responder a eso?

Unas manos se apoderaron de las bridas de sus monturas. Helena se dejó llevar, confiada. Los algonquinos hablaban entre ellos en una jerga feliz. Desfilaban ante sus ojos y realizaban proezas ecuestres. Del pueblo llegaron grupos de niños con largas cabelleras de azabache. Se reían, la señalaban con el dedo e intentaban colarse en medio de los guerreros para acercarse.

Los recibieron a patadas o los apartaron sin más. Una amenaza verbal del jefe los hizo retroceder en desorden al perímetro delimitado por unas cuarenta viviendas.

Delante de las casas, unos cubos estrechos de corteza de olmo y wigwams cónicos, ensamblados con tablas de abedul, había un grupo numeroso de mujeres; se veían más mujeres que hombres.

Agitaban la mano en señal de bienvenida, le sonreían. Algunas, ignorando las invectivas masculinas, llegaron hasta ella. Sus ojos claros las fascinaron.

Sus primeros gestos los dedicaron a las botas. Palparon el cuero. Siguió una conversación animada. A Helena le asaltaron preguntas a las que no pudo responder. Aquellas mujeres con trenzas, ojos alargados y oscuros, con labios sensuales y pómulos prominentes se apresuraron alrededor de ella. Había cierta jerarquía. Las jóvenes bellezas salvajes se apartaron y dejaron sitio a las viejas squaws arrugadas. Menos expansivas, se expresaban con señas, el lenguaje común de todos los pueblos indios.

Esos diálogos mudos, esas decenas de figuras dibujadas por las manos apergaminadas hicieron que una sensación de vértigo se apoderara de Helena. Por su parte, las mujeres de más edad se retiraron. Se habían llevado a la extranjera ante una choza hecha con ramas, con el techo curvo.

Se hizo el silencio. La comunidad entró en recogimiento. La estancia debía de pertenecer a un personaje importante. Cuando vio salir a un niño, su sorpresa fue mayúscula. Lo reconoció enseguida: el pequeño fugitivo del rostro ennegrecido. Le habían recubierto las llagas con una pasta oscura y ya no llevaba alrededor del cuello esa correa que le desgarraba la carne.

El niño la observó con respeto antes de desaparecer.

Todos se estremecieron cuando la «cosa» apareció. La cosa tenía el rostro enmarcado en una cara de lobo abierta. No se veía nada del cuerpo, que estaba oculto bajo una masa de pieles de animales, excepto unos brazos descarnados al final de los cuales colgaban unas largas manos asquerosas que sujetaban un bastón y un cascabel.

¡Un hechicero! Helena recordó el título de pronto. El niño intercambió una breve mirada con ese ser, después asintió vivamente. Entonces el hechicero invitó a Helena a unirse a ellos.

– ¡Ven! -dijo el jefe, que se mantenía a su lado.

Helena se dirigió a la abertura circular bajo la que había pasado el inquietante chamán. Entró en la choza sin conseguir controlar su angustia. Su anfitrión se puso en cuclillas bajo un poste rojo, en cuya cima estaba esculpida una cruz de cuatro poderes (cada una de las ramas designaba un elemento). El hechicero le señaló el lugar en el que debía sentarse, bajo un poste azul rematado por una figura humana toscamente tallada.

Helena observó que había otros dos postes: uno verde y uno amarillo. Se le ocurrió que los postes debían de representar los cuatro puntos cardinales, pero ignoraba el significado de los colores. El hechicero todavía no le había dirigido la palabra. Se limitaba a examinarla. Encerrado en su pesado silencio, parecía de piedra. No movía ni un músculo de su rostro maquillado.

Sin duda, estaba decidiendo su suerte. Helena intentó captar su pensamiento, pero fracasó. Se encontraba muy lejos dentro de sí mismo, y muy lejos de ella. Sintió la inmensidad de la red de conexiones que establecía con el mundo exterior y con los mundos interiores.

– Tú eres la Mujer Liebre -acabó diciendo en un inglés más elaborado que el del jefe de los guerreros-. ¿Cómo te llamas?

– Sedmitchka -respondió ella, retomando el pasado mágico de su infancia.

– Ése no es un nombre de blanco.

– Me lo dieron en otro tiempo las gentes de mi país. Significa «consagrada al número siete».

Esa respuesta contentó visiblemente al hechicero, que sonrió.

– Entre nosotros, el cuatro y el siete son sagrados. Ciervo Ágil no se equivocaba: tú eres aquella a la que ha visto en sueños.