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– ¿Quién es Ciervo Ágil?

– El joven guerrero que salió de mi habitáculo-medicina.

– ¿El niño herido?

– No está herido. Lleva las marcas de su iniciación.

Helena no lo entendía. El hechicero se anticipó a sus preguntas:

– Aprenderás a amar nuestras costumbres. No eres como los otros blancos.

Tras estas palabras, cogió una calabaza y vertió el contenido en una estera de mimbre tintada de negro. Esparció arena, ceniza, restos de reptiles y conchas. Con su bastón, empezó a hurgar ese montón informe mientras lanzaba hechizos.

– El oráculo es favorable -concluyó al cabo de un momento.

Helena se quedó perpleja. Ella no había descubierto ningún mensaje en los surcos que había trazado el bastón, como no fuera la paz, en la vaga forma de un círculo.

– Dudas de mi poder, mujer habitada de espíritus… Pensarás de otro modo cuando conozcas el lenguaje mágico midewiwin. Poseo un orenda y un poderoso tótem, lo que significa que puedo ver a través de la arena y, mediante la arena, a través de los corazones y de las almas. Entre nosotros, llamamos al don «segundo rostro». Soy Waka Witshasha y Pejihuta Witshasha, Hombre del Misterio y Hombre de las Hierbas, al que debes escuchar y respetar. Tú también tienes el «segundo rostro», el oráculo no miente. Me dice que te enseñe medicina y las leyes de Manitú, nuestro Guitchi.

– ¿Manitú? ¿Qué significa ese nombre? -preguntó ella.

– Guitchi Manitú quiere decir «que no tiene su origen en sí mismo». Es el Increado. Es la fuente de vida, el poder, la luz, el amante de la naturaleza. Unirse a él es el fin supremo de los algonquinos, y para ello realizamos ritos purificadores. Ciervo Ágil ha cumplido el suyo. Se fue hace ocho días al sur, se construyó una «choza de sueños» preparando su «ayuno de sueños». Ha cavado su «fosa de videncia», se ha pintado el rostro de negro para que se sepa que no hay que hablarle y, después de purificarse, ha invocado a Manitú. El Gran Espíritu le ha enviado la visión. En ese mismo momento, has surgido del bosque y lo has sorprendido. Te ha tomado por la Mujer Liebre de nuestras leyendas, por eso ha huido.

– ¿Y las marcas de la iniciación?

– Se las ha infligido él mismo. Cuando la visión tarda en llegar, uno tiene que perder su sangre y estrangularse con una correa mojada que se aprieta más cuando se seca. Así lo exige el ritual. Sin sueño y sin visión, nada puede sobrevivir. El sueño y la visión dictan cada uno de nuestros actos. Así vive el indio del Norte, el del Océano y el de las Grandes Llanuras. Esto es lo que debes saber y retener. Ven conmigo.

Volvieron a salir a la luz del día. La tribu seguía en su lugar. Ciervo Ágil seguía montando guardia ante el habitáculo-medicina. Todos esperaban el veredicto. El hechicero puso los ojos en blanco; las tranquilas nubes no le dieron ningún consejo en sentido contrario.

– El Gran Espíritu ha guiado a esta squaw -dijo él señalando a Helena-. Nanabozho, el Liebre, la protege. Nanabozho es el gran maestro que enseña a los hombres. Nanabozho nos pide que la aceptemos. No tiene el corazón de los blancos, ni tampoco el corazón de los algonquinos. Posee el espíritu traído por el viento. Tiene el poder de alejar a los windigos…

Al oír el nombre de windigos, las mujeres se cubrieron el rostro, los niños lanzaron miradas de miedo a los bosques y los guerreros levantaron sus armas. Los windigos eran gigantes caníbales con corazón de hielo. Esos malvados espíritus recorrían el bosque soltando gritos horribles. Siempre en busca de víctimas, devoraban a todos aquellos que caían en sus garras. En ocasiones, podían poseer a un hombre, y el desdichado se convertía, a su vez, en antropófago.

Helena no sabía nada de todos esos monstruos, pero el poder que el hechicero había dicho que tenía sobre ellos tranquilizaba a los algonquinos: ahora, le demostraban su admiración. Algunos se inclinaron ante ella.

Condescendiente y satisfecho, el hechicero esperaba que la excitación provocada por esta revelación disminuyera.

Contempló a Helena con orgullo. Desde el momento en que esa mujer había entrado en su cabaña, había sabido que era excepcional, tanto por su belleza como por su fuerza interior. Había visto su esencia roja, su poder mágico rojo.

Una aureola roja la rodeaba. Él era el único que la veía así. Poseía ese poder desde niño. Cada ser humano tenía su color.

Esa mujer roja tenía el «segundo rostro». Era igual que él.

– Oso Sentado, te corresponde a ti alojar a esta squaw bajo tu wigwam, y a tus esposas les corresponde prepararla para el consejo. Esta noche, fumaremos.

El jefe, Oso Sentado, se golpeó el pecho y llamó a sus esposas. Tres mujeres muy jóvenes (la mayor debía de tener apenas diecinueve años) fueron al encuentro de Helena, le acariciaron los cabellos y el rostro; después, cogiéndola de las manos, la condujeron a través de la aldea.

– Éste es nuestro wigwam -dijo la que parecía más tímida.

– ¡Hablas inglés! -dijo asombrada Helena.

– Sí… Me lo han enseñado los padres.

Con la mención de los padres, el ánimo de Helena se ensombreció. Jamás habría creído que hubieran podido llegar hasta allí.

– ¿Los padres se han ido? -preguntó algo ansiosa.

La india abrió los ojos de par en par y después se echó a reír.

– Los padres están lejos, muy lejos, en el sur. Yo soy una menominea. Mi tribu quedó diezmada por una enfermedad de los blancos llamada viruela. Algunas familias que escaparon se dirigieron al norte y se reunieron con los algonquinos, los chippewas y los têtes de boules. Hace veinticuatro lunas, Oso Sentado me eligió; vivo con sus otras dos esposas. Me llamo Nutria Maliciosa. Ella es Agua Risueña; y ella, Luna Dorada.

Agua Risueña y Luna Dorada se sonrojaron, después se pusieron a cloquear empujando a Helena dentro del wigwam.

Una humareda espesa inundaba la habitación, que era una circunferencia de doce metros. A Helena le costó un poco acostumbrarse a esa atmósfera agria, cargada de fuerte olor a pieles. El suelo estaba cubierto con sólidas esteras trenzadas y pieles de oso. En el centro, un círculo de piedras pulidas rodeaba el fuego, encima del cual un trípode de hierro aguantaba una olla de latón. Helena reconoció que era un objeto manufacturado en Inglaterra. Pudo leer en su mirada que las tres indias se sentían orgullosas.

– Oso Sentado la cambió por dos pieles de castor -dijo Nutria Maliciosa, mientras rebuscaba en la ropa que había guardada a un lado-. También nos ha dado esto -añadió llevándose un pedazo de lana a su pecho.

Se acarició la mejilla con la lana y no escondió el placer que le produjo.

Su felicidad era contagiosa. Agua Risueña y Luna Dorada se arrodillaron cerca de ella y tocaron la lana importada de Stroud. Ese cuadro viviente alegró el corazón de Helena, que sintió ganas de abrazar a las tres jóvenes indias. Gestos simples, deseos simples, amores simples. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Enseguida, Nutria Maliciosa abandonó su tesoro y le rodeó el rostro con las manos.

– ¿Qué te pasa amiga de la Liebre?

– Nada, nada… De hecho me siento muy feliz por poder estar con vosotros.

Nutria Maliciosa se lo tradujo a sus compañeras, que se pusieron a dar palmadas y a reír.

– Querría conoceros para comprenderos mejor.

Su mirada recorrió el suelo del wigwam.

– Explícame para qué sirven esos recipientes de corteza… Este arquito… ¿Y esos hilos blancos? Lo quiero saber todo.

Nutria Maliciosa, orgullosa de iniciar a la amiga de la Liebre, le describió cómo se recortaban los mocasines en un solo pedazo de piel antes de coserlos con hilos de tendones, esos hilos blancos que colgaban de un marco de madera.