Oso Sentado estaba harto de que lo insultaran así. Tras apoderarse de una antorcha, se enfrentó con ella a Luna Dorada y le quemó la frente. La joven vaciló por el dolor de la quemadura.
– ¡Basta! -gritó Helena.
Oso Sentado gruñó y volvió a su sitio.
– No es nada, la curaré con hierbas -dijo Nutria Maliciosa.
Minutos más tarde, Luna Dorada, con la frente decorada con un emplasto verduzco, se arrodillaba cerca de Oso Sentado. Como una esposa sumisa, le acercó su recipiente. La comida se desarrolló en calma. Moldeaban con los dedos el arroz de la olla. Los dientes desgarraban la carne tierna. El jefe parecía satisfecho. Asentía con la cabeza después de cada mordisco. Tranquilas, las mujeres volvieron a hablar de pescados que ahumar, pieles que había que teñir, de hacer la colada, de la nueva canoa… En honor de la invitada, los recipientes no se vaciaron y un segundo trozo de carne que chorreaba jugo azucarado le tocó por derecho a Helena.
– ¡Resulta verdaderamente suculento! -dijo ella mordiendo la carne que se deshacía.
– Nos hace felices que te guste -respondió Nutria Maliciosa-. La hemos preparado mientras estabas en el consejo. Era nuestro perro más gordo.
A Helena, de repente, le costó tragar. Se esforzó por sonreír y se dijo que, después de todo, el perro de los indios no era tan diferente del foie-gras y de las ranas de los franceses.
– No está tan bueno como el ciervo o el oso -continuó Nutria Maliciosa-, pero es más fácil de cocinar.
Helena no lo dudó. Se preguntó, no obstante, si sería igual de fácil de digerir, pues presentía que su estómago lo iba a rechazar.
39
No eran los rugidos de su vientre lo que le impedía dormir, sino los tiernos murmullos y susurros que provenían de los lechos vecinos. Le resultaba imposible cerrar los ojos. Con el débil resplandor de las brasas, había visto saltar a Oso Sentado sobre las pieles. Se había metido en la cama de Agua Risueña y se había echado sobre ella.
Ahora empezaba a empujar entre las piernas con las que la chica se agarraba a su cintura, resoplaba, se arqueaba y volvía a resoplar. A los ruidos de fragua de su pecho respondía con dulces gemidos.
Testigo pasivo de esta unión, Helena notaba que un oscuro deseo crecía en ella. Si Oso Sentado decidía tomarla allí inmediatamente, ¿qué podría hacer? Tras aguantar la respiración, agarró el cuchillo de caza que había escondido bajo la cubierta. Su deseo se diluyó en el temor.
Oso Sentado había vuelto a la caza. Lo vio levantarse, completamente desnudo, el sexo erecto como un cuerno. Estaba listo para volver a empezar. Su elección estaba hecha. Nutria Maliciosa fue la afortunada. Diez minutos más tarde, sus ronquidos sonoros hacían vibrar el wigwam.
Durante los cincos días anteriores a la luna nueva, Helena se había acercado a Lobo Solitario. De aquel hombre de piel más dura que la del bisonte, aprendió los secretos de la botánica, la preparación de la poción contra las fiebres de los pantanos, la dosis de veneno que cura las enfermedades. Sobre todo, había estudiado la manera de interpretar los sueños, que condicionaban los actos diarios. Sin sueños, no habría expediciones de guerra o de caza, curaciones, esperanza ni contacto con los dioses. Sin ellos, el futuro no existiría y la existencia de los pieles rojas se acabaría. Helena había escuchado a los soñadores de la tribu. Durante sus largas excursiones por el bosque, Lobo Solitario podía detenerse para ponerse a soñar. Entonces, ella entraba también en el sueño y consultaba a los oráculos del mundo invisible.
La víspera de la luna nueva, Helena lo encontró en esta actitud mientras recogía plantas acuáticas en la orilla del lago. Ella lo llamó. No respondió. Parecía una estatua, tenía la mirada perdida en los abismos del lago.
Volvió en sí al cabo de un largo momento de peregrinaciones, y su rostro se iluminó con una sonrisa:
– Te he visto en un mar de arena, con dos guerreros. Llevabas un sombrero de pelo, un cuchillo muy largo y cabalgabas sobre un monstruo con dos jorobas. ¡Eso no puede existir!
¡Un camello! ¡La había visto en un camello! ¿De qué desierto se trataba? Helena ardía en deseos de saber más, pero Lobo Solitario se mostraba reticente a hacer precisiones cuando se trataba de los sueños sobre la Mujer Liebre. Le resultaba más fácil interpretar los sueños que afectaban a sus hermanos.
– Tienes razón -dijo ella con un suspiro-, eso no puede existir.
Helena nunca soñaba bajo el wigwam. Pasaba sus noches vigilando los movimientos de Oso Sentado. Pensaba en huir cuando retozaba con sus esposas, y se estremecía bajo su cubierta mientras agarraba el mango de su cuchillo. No obstante, tomaba a Nutria Maliciosa bajo su protección cuando la joven india lo rechazaba. Él merodeaba como un animal alrededor de la fogata y después acababa saliendo.
– ¿Cuándo podré tener mi propio wigwam? -le preguntó a Lobo Solitario cuando llegaron al pueblo.
– Tras la caza. Éste será para ti -le dijo señalando un habitáculo un poco alejado de los demás.
¡Su wigwam estaba en la orilla del lago! Era un poco más pequeño que los otros, pero no deseaba nada más. Su casa… Cerró los ojos y saboreó el momento… Guardaría su canoa cerca de la entrada y su reserva de madera, entre las dos rocas que había a la derecha. Necesitaría muchas pieles. Sí, una enorme cantidad de pieles en las que se cobijaría cuando llegara el invierno.
– ¡Mi wigwam! -exclamó ella dirigiéndose hacia el cono de cortezas.
– ¡No puedes entrar! -gritó Lobo Solitario.
– ¿Por qué?
Sin esperar a la respuesta del hechicero, Helena se acercó a «su wigwam».
– ¡Te prohíbo que entres en esa casa! Si lo haces, grandes desgracias caerán sobre ti.
Se detuvo. Varias mujeres y niños, atraídos por la voz del hombre medicina, se habían amontonado y la contemplaban con ansiedad.
– ¿Por qué me miran así? -preguntó ella.
– Tienen miedo de que infrinjas nuestras leyes. Ese wigwam es tabú. Pero dejará de serlo cuando vuelvas de la caza. No habrías podido cruzar el umbral. Compruébalo por ti misma.
Una mujer muy anciana, alerta y nudosa, apartó la piel de bisonte que ocultaba la abertura, con un rompecabezas en la mano. Demostrando su autoridad, se plantó ante Helena. Su rostro arrugado tenía la pátina de un bronce antiguo. Lo más sorprendente era el color de su cabellera: era rubia. Una lejana filiación con los vikingos la había convertido en un ser extraño. Sus trenzas eran dos llamas que caían sobre su pecho, prolongadas por unas plumas blancas y verdes.
– Es la más sabia de nuestras mujeres -dijo Lobo Solitario.
Helena la contempló. ¿Esa mujer era la encarnación de la sabiduría? Ella había abandonado un mundo en el que los sabios debían probar su abstinencia y su virtud, en el que la lisura de su alma debía leerse en sus rostros inexpresivos.
Sin embargo, entre sus amigos pieles rojas las cosas no eran así. Obtenían su sabiduría de la fuerza de los vientos, del rugido del trueno, de la forma de las nubes, del humus de la tierra, del mordisco del lince, de la imponderabilidad del sueño y de la risa. Se dio cuenta de lo difícil que le iba a resultar remontar el sendero que la conduciría a Manitú. Su alma seguía siendo rusa.
– ¿Qué oculta en ese wigwam? -le preguntó a la mujer amenazante.