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Helena no percibía tal miedo. El predicador acaparaba toda su atención. Aquel viejo inquietante tenía algo de Metamon. Su rostro no pertenecía a este mundo. Tenía el cabello blanco peinado hacia atrás, con lo que quedaba al descubierto su frente alta y abombada. Si no hubiera sido por su delgadez, habría tenido una cara bonita. Una barba cuadrada y blanca enmarcaba sus rasgos armoniosos. Sus ojos verde claro vieron llegar a Helena, y de su boca pequeña salieron palabras dirigidas a ella:

– …Y, entonces, sabrán que he visto a Jesús y que Él me ha hablado cara a cara, que Él me ha hablado con total humildad, como un hombre habla a otro hombre, en mi propia lengua. Por mi debilidad he escrito muy poca cosa. Y ahora, querría recomendaros que busquéis a ese Jesús, del que los profetas y apóstoles os han hablado tan bien, para que la gracia de Dios Padre y también del Señor Jesucristo, y del Espíritu Santo, que da testimonio de Ellos, viva en vosotros para siempre. Amén.

El hombre hablaba bien, pero sus afirmaciones eran idénticas a las de los popes y los jesuitas a los que ella detestaba.

– Bienvenida, hermana -dijo él, tras saltar de su pedestal-; aceptamos a todos los gentiles que respetan nuestras reglas.

Gentiles, ése era el nombre que daban a todos los que no pertenecían a su clan, a esa Iglesia mormona a la que llamaban pomposamente «Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días». A ella no le gustaba ese término, «gentil». Y odiaba el nombre de «santo».

– Sólo pasaba por aquí -respondió ella.

– ¿No quieres caminar junto a los santos? El camino que lleva a las Rocosas es peligroso y difícil. No creo que puedas conseguirlo sola. ¿Por qué no te unes a nosotros?

– ¿Y por qué no? -sonrió ella, y le tendió la mano.

Sospechaba que quería convertirla. Como mínimo, el hombre tenía la ventaja de ser sincero, y eso la seducía.

– David William Bancroft.

– Helena Petrovna Blavatski.

– ¿Rusa?

– No tengo patria.

– Bueno, pues nosotros te ofrecemos una. Nos dirigimos a las orillas del lago Salado. Muchos de los nuestros se han instalado allí con nuestro presidente del Consejo de los Doce Apóstoles, Brigham Young, que es también nuestro segundo profeta. Muy pronto, cuando nuestra nación se haya reunido, llevará el título de presidente de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Entonces, ¡empezará una nueva era!

– Ya lo veremos -dijo Helena.

43

A la mañana siguiente, al alba, las treinta y cuatro carretas conestoga, los caballeros y los rebaños se estremecieron. Junto a los remolinos de polvo, se elevaron los cantos a la gloria de Cristo redentor. Como un cónsul a la cabeza de una legión, Bancroft trotaba a la cabeza del grupo.

Helena se tomó su tiempo. Esperó a que la caravana se extendiera de este a oeste antes de montarse a horcajadas sobre su caballo. Durante la noche, había tenido un mal sueño: caminaba por encima de sangre.

La llanura, la inmensa llanura, estaba limitada por un cielo con abundantes nubes. El camino, el camino infinito, estaba sembrado de tumbas, de carcasas putrefactas, de utensilios oxidados y cenicientos. A su alrededor se extendía la tierra cubierta de hierba bendita, repleta del zumbido de los insectos, recorrida por los bisontes y los sioux.

Detrás de la grupa de los bueyes y de los ejes chirriantes, Helena tragaba polvo seco. Proveniente de la cabeza de la columna, un muchacho de unos diez años se unió a ella, pero se mantuvo a una distancia de cuatro pasos. Enseguida llegaron un segundo, un tercero y todo un grupo de chicos de ambos sexos. Se convirtieron en su escolta, al tiempo que la observaban y la juzgaban. La condenaron sin juicio. Ellos eran santos, mientras que ella era gentil. Ellos eran víctimas, y ella, el verdugo.

– ¡Has venido para matarnos! -le espetó el que parecía más espabilado.

– Por supuesto que no; el señor Bancroft me ha invitado a unirme a vosotros.

– Mientes. Padre no nos ha dicho nada.

– ¿No queréis gentiles con vosotros?

– Padre dice que los gentiles quieren exterminarnos.

¿Padre? Helena se fijó con detalle en los niños y, en efecto, les encontró numerosos puntos en común: la misma nariz aquilina, la misma cabellera abundante y tupida, y casi todos tenían los ojos verdes. ¡Eran unos treinta! ¿Podía ser que Bancroft fuera el padre de todos ellos?

– ¿Sois todos Bancroft? -preguntó Helena.

– ¡Sí!

Tras esa afirmación, que la dejó anonadada, volvieron a irse corriendo hacia los carromatos.

Helena quiso asegurarse. Se dirigió a la cabeza de la fila y llegó a la altura de las carretas conestoga cubiertas de lonas de Bancroft. Del interior de los vehículos salían cantos triunfales, siempre los mismos, hacia los cielos.

– ¡La extranjera nos ha seguido! -gritó uno de los niños.

Enseguida aparecieron unos rostros por la parte trasera de ambas carretas. Eran diez mujeres, de edades comprendidas entre los veinte y los cincuenta años. Eran más bien guapas. Su aspecto reservado y triste, ese ambiente de iglesia que se desprendía de su actitud, era prueba sobrada del puño de hierro que las doblegaba. Había algo de David William Bancroft en cada una de sus arrugas.

Miraban insistentemente a esa aventurera que un ángel malvado había echado sobre su luminoso camino. De sus labios no se escapó ni una palabra, sus manos reposaban en el regazo de sus faldas grises.

Con el corazón encogido por la compasión y el pecho hinchado de cólera, Helena reprimió los deseos de mostrar su agresividad, de zarandearlas y de subir a su caballo a la más joven de ellas para proporcionarle alegrías galopando hacia el horizonte y rivalizar con el viento y los bisontes en rapidez…

– ¿Tal vez son ustedes las esposas del señor Bancroft?

Como toda respuesta obtuvo una sacudida de cabeza. Su reacción fue inmediata. Se alejó al galope. Aislado, como iluminador de su pueblo en el camino hacia la salvación, Bancroft abría la marcha cerca de un kilómetro por delante del convoy. Su hopalanda de cuello plano ondeaba con la brisa. Parecía un cuervo a punto de emprender el vuelo.

No consideró oportuno volverse al oír el galope ni saludar a Helena cuando ésta se situó a su altura. Su mirada estática le recordó la imagen de esos santos que, para resistir a la tentación, se forzaban a ser ascetas para satisfacer su fe intransigente.

– Acabo de conocer a sus esposas.

– ¿Te han hablado?

– No.

– ¿No te parecen encantadoras? -le preguntó él.

– Desde luego, pero…

– Te sorprende que un hombre de mi edad tenga diez esposas, ¿no?

– En efecto, me parece sorprendente.

– ¿Tal vez, incluso, te inspira un poco de asco? Te preguntas cómo puede ser que seres que consideran pecados capitales el consumo de alcohol y de tabaco, así como el juego, se nieguen a condenar los actos de la carne, pues los multiplican tomando un número considerable de esposas, ¿cierto?

– ¡Ésa no es la cuestión! No importa cuántas sean, ni su capacidad de satisfacerlas: usted no tiene derecho a convertirlas en sus esclavas. Es cierto que no me han hablado, pero he tenido tiempo de leer la angustia en su mirada.

Las palabras salían de su boca como bolas de cañón. Bancroft, estupefacto, la devoraba con los ojos, y le resultó evidente hasta qué punto creía ella en lo que acababa de afirmar. Consideró oportuno explicarle ciertas reglas de los mormones.

– Practicamos el matrimonio plural, lo que los gentiles llamáis poligamia, con total buena fe. De este modo, seguimos una tradición bíblica. Dios, que permitió esta práctica a los patriarcas, nos animó a tomar varias esposas. Nuestras mujeres no son esclavas. Aceptan el matrimonio. Pueden recibir o no a las futuras esposas. Tienen derecho a veto cuando deseamos aumentar la familia. Casarse implica juramentos y sacrificios. No es un acto que los mormones tomen a la ligera. Cuando nos casamos, nos unimos con un vínculo eterno, no hasta que la muerte nos separe, sino para siempre.