Se calló y se perdió en sus pensamientos. Entonces, Jane se puso a rezar con todo su corazón para alejar el mal presagio.
Más tarde, cuando los centinelas envueltos en sus mantas dormitaban y los coyotes lanzaban sus lúgubres aullidos, Helena, que no podía conciliar el sueño, distinguió una silueta recortada en la noche. Era la de una persona alta y encorvada: Bancroft. Caminaba sigiloso hacia el recinto de los caballos; pasó de largo y se perdió en la noche.
Ella se levantó y lo siguió. Parecía un chacal aproximándose a su presa, dando un rodeo. Iba de roca en roca. Lo oía hablar con alguien. Los algonquinos le habían enseñado a desplazarse como la pantera de agua. A menos de cinco metros del lugar en el que ella se había ocultado, Bancroft y la joven Cathy hablaban cara a cara.
– Tendrás que olvidar a Duncan -dijo él-. Tu padre me ha concedido tu mano.
– Sé que le ha dado dinero a mi padre para obtener su consentimiento. Pero debe saber que, pase lo que pase, siempre amaré a Duncan. Tendrá mi cuerpo, pero nunca mi corazón ni mi alma.
– Entonces, ¿por qué has venido esta noche?
– Porque padre me lo ha ordenado.
– Eres una buena hija. También serás una buena esposa.
– ¿Por qué me ha hecho venir aquí?
– Para conocerte mejor.
– ¿No me ve ya todos los días?
– Claro…, claro.
Bancroft se quedó mirando a la joven con avidez.
– ¡Siéntate!
Cathy se sentó en la hierba. Con la punta de su bota, él le levantó el bajo del vestido y le dio a entender que debía mostrarle un poco más. Ella se tapó los ojos con las manos. Se sentía avergonzada. Le habían inculcado el sentido de la virtud y del pudor. Las Santas Escrituras promulgaban la castidad. Y ahora, ese hombre, su guía, su líder espiritual, le pedía que se comportara como las mujeres de mala vida que se vendían a los gentiles.
– Venga, Cathy. Ahora eres mía. Dentro de dos días nos casaremos. ¿Qué puedes ocultar que yo no haya visto ya? Tengo diez esposas y no eres diferente de ellas en absoluto. Enséñame lo que Dios ha hecho para la dicha de los ojos.
Bancroft utilizó todo su magnetismo y Helena comprendió por qué era el señor incontestable del clan. Su voz era el instrumento mágico con el que era capaz de domar la más rebelde de las voluntades. Y Cathy no era capaz de resistirse. Como en estado de trance, se retiró las manos de la cara, empezó a subirse las enaguas y dejó al descubierto la parte superior de los muslos. Al verla someterse así, Bancroft comprendió que, una vez que la tuviera en su cama, la podría modelar a su antojo. Se deleitó con esa carne virgen y trémula. Sintió ganas de tomarla de inmediato.
Helena, por su parte, sentía ganas de meterle una bala en la nuca.
Bancroft dudó. Le goteaba saliva de la comisura de los labios. Esa Cathy lo volvía loco. Ahora tenía las piernas abiertas de par en par y se había abandonado a esa mirada viciosa, mientras enrojecía.
– Dentro de dos noches, serás mía -acabó por decir con voz ronca, sofocando el fuego voraz de su deseo.
Volvió corriendo al campamento. En ese instante, Helena vio una segunda silueta. Era Duncan Mitchell, que acudía al encuentro de Cathy.
– Si intenta mancillarte, ¡lo mato!
– Duncan… Duncan, ¡abrázame fuerte! ¡Más fuerte!
– Huyamos, Cathy…
– Sabes muy bien que es imposible. ¿Dónde iríamos? ¿Al territorio de los indios? ¿Con los gentiles? Somos mormones, Duncan. Nuestro lugar está en la comunidad de los santos.
– No quiero que pertenezcas a Bancroft.
– Hay una forma de evitarlo.
– ¿Cuál?
– Ven, mi amor… Ven.
45
Bancroft se había casado. Bancroft había ofrecido el banquete. Bancroft se había llevado a Cathy a la carreta canestoga engalanada.
Era el alba, la hora de la primera plegaria. Aturdidos por el frío, los mormones miraban, emocionados, la cruz que el patriarca había ofrecido, mientras Helena se calentaba el café. A pesar de las reprimendas de los santos, nunca había dejado de consumir esa bebida prohibida por su religión. Beber café le provocaba un sentimiento de libertad, sobre todo por la mañana, cuando los fieles arrodillados ante Bancroft tiritaban, devotos, con las manos unidas. Con el recipiente de hierro caliente contra su pecho, escuchaba los humildes murmullos que se llevaba el viento. Esperaba pacientemente el desgarrador homenaje que se le rendía a Cristo.
Los presentes levantaron la cabeza. Su guía espiritual debía tomar la palabra como todas las mañanas. Pero esa mañana, Bancroft permanecía en silencio. Helena descubrió tensión en su rostro. Sus ojos estaban quietos y brillantes. Apretó los puños cuando Cathy se santiguó. Su nueva esposa no lo admiraba ni lo amaba. Lo había traicionado mofándose del sacramento del matrimonio.
– ¿No va a rezar esta mañana?
Bancroft contempló a la mujer que acababa de dirigirle la palabra y no pareció verla.
– Padre -insistió ella.
– No, estoy cansado -acabó respondiendo él.
Se dibujaron unas cuantas sonrisas. La noche debía de haber sido agotadora para el viejo David. No se tomaba impunemente por esposa a una chica de dieciséis años. Con esa idea pícara y reconfortante, el grupo se dispersó, y cada uno empezó a prepararse para la partida.
– ¡Jane!
La voz de Bancroft paralizó a los Mitchell. Jane y su marido se interrogaron con la mirada. El patriarca los separó con un gesto brusco.
– Quiero hablar a solas con tu esposa. Ve a enganchar las mulas. Nos pondremos en camino dentro de media hora. ¡Venga! Es una orden.
Con los hombros bajos, Mitchell se alejó de su esposa. Confiaba en Jane. Podía plantarle cara a Bancroft sola. Desde su rincón, Helena no perdía detalle de la escena que tenía lugar a veinte pasos de ella. Bancroft le puso fin con un gesto colérico.
Jane quería sermonear a Duncan, pero su hijo ya se había ido. Bancroft lo había designado como explorador. «Estoy segura de que intenta que lo maten los indios… Señor, protege a mi pequeño Duncan.» Miró compungida a su marido, que aceptaba la situación con fatalismo. Ella le recriminaba su cobardía. Aparte de manejar el cepillo y la garlopa, sólo era bueno para guiar las mulas mientras recitaba salmos. Si tuviera el valor suficiente para ello, actuaría como esa mujer libre que no rendía cuentas a nadie.
Contempló a Helena con envidia. Ésta le sonrió. Empujada por un deseo irresistible de confesarse a la aventurera, Jane abandonó el banco del carromato.
– ¿Adónde vas? -preguntó su esposo dejando ondear las riendas.
Con una única y dura mirada, ella lo relegó al papel de cochero y después se dirigió hacia su amiga.
Helena se bajó enseguida de la silla.
– No, se lo ruego, no eche pie a tierra por mí -dijo Jane.
– Caminaremos juntas por el polvo, porque creo que lo que tiene usted que decirme no puede oírse desde lo alto del caballo. ¿Me equivoco?
Jane ocultaba mal sus preocupaciones. Dijo que no con la cabeza y lanzó una rápida mirada a su alrededor antes de examinar el rostro franco y abierto de Helena. Supo que podía dar rienda suelta a su pensamiento.
– Duncan y Cathy… -empezó ella con dificultad, mientras se retorcía los dedos.
– …son amantes. Ya lo sé, Jane.
La mormona se estremeció ligeramente por la sorpresa, pero no intentó averiguar cómo se había enterado.
– ¡Ese hombre no los va a perdonar!
La expresión «ese hombre», que pronunció en un tono turbado, designaba por supuesto a Bancroft, pero habría podido referirse a cualquiera de los miembros del clan. Los santos no perdonaban a los jóvenes que no respetaban la ley. Jane esperaba que aquella amazona providencial obrara un milagro.
– Usted es la única que puede enfrentarse al «presbítero omnipotente». Él la teme.