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– No comprendo nada de esta ceremonia -dijo Jacques, fascinado por la escena-. Estamos en plena fiesta de las vírgenes, que precede a la danza del Sol. Habitualmente, la celebran a finales del mes de julio, ¡no a principios de otoño! Un «Sin Arco» con el que solía cazar bisontes me dijo que para realizar la danza sagrada, la Luna y el Sol debían convertirse en uno.

– ¿Qué hacen? -preguntó Helena, que se estremeció al ver a las jóvenes bailarinas y a las serpientes de cascabel.

– Demuestran su pureza. Si mienten, la serpiente las morderá. Esto es tabú, Helena. No tenemos derecho a asistir a este ritual.

Se dejó caer hacia atrás, pero Helena lo retuvo.

– Te lo ruego, quiero saber qué sucede…

Jacques aceptó explicarle lo que veían.

Sin duda, las jóvenes indias estaban en trance. Unos guerreros las llevaron frente a los hombres medicina. Los hechiceros empezaron a trazar signos rituales sobre sus mejillas y el caballete de su nariz con los dedos untados en pintura.

Incansablemente, los tambores continuaban llamando a los dioses de las llanuras y del cielo, y uniendo al pueblo sioux en el fervor. Unas squaws de edad avanzada iniciaron unas letanías y después encendieron fogatas acompañadas de los niños. Unos velos azulados se elevaron hacia la luz dorada del otoño, cubriendo con una bruma mágica el pueblo. Las vírgenes elegidas por los hechiceros esbozaron unos pasos de danza, con gestos contenidos y bajando la mirada con humildad, con una reserva fingida.

Los tambores despertaban pasiones en ellas. Todos los genios de los bosques y las estrellas se unían a su danza. Oían clamores, suspiros y las voces de los ancestros.

Helena sentía en sus propias carnes la violencia contenida de los indios. Cuando los tambores se detuvieron, contuvo la respiración.

– No se ha acabado -dijo Jacques-. Ahora cada una de las vírgenes va a elegir a un compañero y seguirán bailando.

Helena se fijó en una hermosa india que se dirigía hacia un gigante magnífico que permanecía con los brazos cruzados. Se detuvo tres o cuatro segundos frente a él antes de volverse. Él la siguió por la pista sagrada de baile. Se formaron las parejas y los tambores les insuflaron vida.

Alrededor de los hombres que bailaban, los sabios, que ya habían presenciado la escena en otras ocasiones, recordaron las cacerías de antaño, las flechas que disparaban subidos a sus caballos al galope, el ruido atronador de los cascos, la tierra destripada por miles de bestias enloquecidas. Asociaron sus cantos roncos a las plegarias de las squaws.

Sin duda, Jacques no conocía todos los detalles de la vida de los sioux. Por su parte, Helena adaptaba lo que él le contaba a su visión poética. Durante mucho tiempo, estuvo perdida sus ensoñaciones. El redoble de los tambores disminuyó y apagó.

– Se ha acabado por esta noche -dijo Jacques con alivio.

– Volveremos mañana.

48

Desde el amanecer, Helena esperaba la señal. Ésta llegó de repente, rompiendo el silencio.

– Jacques! ¡Los tambores! -dijo exaltada.

A pesar de su aspecto bravucón, Jacques no estaba tranquilo. Un tic de las cejas ponía de manifiesto su ansiedad. Siguió a Helena gruñendo. No comprendía los motivos de su joven compañera. ¿Para qué correr tantos riesgos para espiar a esos salvajes? Pensaba que el hombre blanco no tenía nada que aprender de los indios. ¿Qué provecho había sacado de las enseñanzas de los algonquinos? Él la contempló. Era un enigma fascinante al que se apegaba cada día un poco más.

– Jacques, mira!

Las vírgenes de la víspera transportaban un álamo. Toda la tribu los seguía. Un jefe cubierto de plumas caminaba cerca de las jóvenes que vigilaban que el árbol no tocara el suelo.

– Es el Árbol de los Susurros -dijo Jacques-. Es sagrado. Es la Estrella o el Sol, no estoy seguro. ¿Ves a los dos gordos detrás del jefe?

– Sí.

– Llevan el nido del pájaro trueno. Un maldito bicho gigantesco con dientes de lobo en el pico y unos ojos que lanzan destellos. Sólo los indios pueden inventarse monstruos así.

Las vírgenes introdujeron el álamo en el hueco. Habían podado todo el árbol, excepto su cima. Los hombres medicina dibujaron unos círculos en el tronco, mientras los dos gordos, encaramados a los hombros de los guerreros más robustos, colocaban el nido en el que los niños habían guardado las efigies del águila y del bisonte, así como las figuritas de todos los animales conocidos.

Los tambores se aceleraron. Los indios estaban edificando ahora una muralla circular de ramas, con cuatro puertas.

Helena reconoció los símbolos de las cuatro edades de la vida. Veintiocho soportes sujetaban las ramas del recinto. Una especie de pértigas aseguraban una unión entre los pilares y el Árbol de los Susurros. Helena estableció una relación entre ese número y los veintiocho días del mes lunar. Cuatro veces siete. Las cifras sagradas. «No son muy diferentes de los algonquinos», se dijo.

– No me gusta lo que viene ahora -le indicó Jacques.

– ¿Qué va a pasar?

– Torturas, creo… Mi «Sin Arco» nunca me aclaró en qué consistía la danza del Sol, pero no me ocultó el peligro que entrañaba y que puede acabar con la muerte de los participantes.

Con el ceño fruncido y los dedos hundidos en el humus, Jacques esperaba una señal de su compañera para dar media vuelta, pero Helena no era una persona que se diera fácilmente por vencida.

– ¡Ya llegan! -dijo.

Unos cincuenta guerreros corrían a través del pueblo. Un simple paño les cubría el sexo. Llevaban dibujados en el cuerpo los emblemas del Sol y de la Luna en rojo y negro. Gritaban, y los tambores les hacían eco con una violencia ensordecedora.

Los guerreros se dividieron en dos grupos opuestos. Los tomahawks y las lanzas se entrecruzaron. Levantaron sus escudos. Los más ágiles saltaban e intentaban golpear la cabeza de su adversario. Los más fuertes asestaban golpes terribles, pero no alcanzaban a nadie. Sólo era un simulacro de combate adornado con gritos de guerra y de desafío. Los mayores no tardaron en hacer prisioneros a los más jóvenes y, levantándolos por el brazo, los llevaron al recinto del Árbol de los Susurros.

Jacques cogió la mano de Helena y la agarró con fuerza. El momento crucial se acercaba. Los brujos y los mayores fueron hacia los prisioneros. Largos aullidos salieron de sus bocas desdentadas. Tenían una mirada exorbitada. Levantaban sus cuchillos hacia el sol redentor. Los gritos de miedo de los niños, la cantinela de los ancianos y los chillidos de las squaws se mezclaron con los gemidos de los jóvenes sioux en el momento en que los cuchillos penetraron en los pechos que se ofrecían.

Los cuerpos se convulsionaron. Los mayores sujetaban a las víctimas mientras los dignatarios oficiaban. En el interior de las profundas heridas, ensartaron unos broches, cuyos extremos estaban ligados al álamo con cintas.

Helena sufrió por los jóvenes guerreros.

– Es una forma de redención -murmuró Helena, que, a pesar de la barbarie del espectáculo, comulgaba con los indios.

– Y eso hace ya días que dura y…

Jacques no tuvo tiempo de terminar su frase. Pegó un bote y desenvainó su puñal. En un acto reflejo, Helena rodó a un lado y vio que lo empuñaba contra una india de largas trenzas.

– ¡No la mates!

– ¡No es una squawl -replicó Jacques, que mantenía su cuchillo contra el cuello de su prisionera, a la que tenía aplastada contra el suelo.

– ¡Déjala! ¡No va armada! -dijo Helena, empujándolo.

– ¡Te estoy diciendo que no es una squaw!

Helena no lo comprendía. Ante sus ojos tenía a una india, una pobre sioux atemorizada y temblorosa. Sin embargo, no tenía pechos, y había algo masculino en su rostro. La mirada era suave, los labios delicados y carnosos incitaban a besarlos, la piel parecía aterciopelada, pero los maxilares cuadrados y la nariz arqueada y espesa le daban un toque poco agraciado al conjunto.