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– ¡Suelta el arma, chico!

Se quedó paralizada por el estupor. El hombre que acababa de dirigirse a ella con un fuerte acento mexicano insistió.

– ¡Gringo, tu fusil!

No pudo cumplir la orden de ese desconocido. Hizo acopio de fuerzas y se lanzó, de repente, al río. Cayó con gran estrépito y acabó su carrera rodando sobre los guijarros. Cuando quiso volver a ponerse en pie y huir al río, un peso enorme la tiró al suelo.

– ¡Despreciable gringo!

La sujetaban entre tres. Otros se unieron a ellos. Unos rostros morenos, enmarcados por un pelo asqueroso, se inclinaron sobre ella. Eran mexicanos de la peor clase, criminales sin fe ni ley.

– Eres testarudo, ¿verdad, gringo?

Ella no respondió, temiendo que su voz la traicionara. El hombre que chapurreaba en inglés parecía el jefe. Su cara estaba picada por minúsculos agujeros, huellas de la viruela, lo que hacía que pareciera más feroz. La empujó hacia delante sin contemplaciones. Los rufianes la siguieron hasta el lugar en el que Jacques se debatía entre las manos de varios hombres.

El jefe lo calmó con una bofetada en la mejilla y un puñetazo en el estómago.

– Ahora que eres razonable, ¿podremos discutir, gringo?

Jacques le respondió con una mirada de menosprecio, lo que le valió un golpe directo en el mentón.

– ¡Tú también eres un testarudo! -gruñó el jefe-. ¿Acaso sois familia?

– ¡Es mi hijo! -respondió Jacques mientras contemplaba a la pobre Helena en manos de los mexicanos.

– Entonces, dile lo que queremos de vosotros.

– Quieren que nos enrolemos en su banda -dijo Jacques.

Petrificada, Helena se preguntó si lo había entendido bien. Jacques no estaba en situación de bromear:

– Han perdido a unos hombres en Sonora. No creo que podamos negarnos, chico.

– Ya has oído a tu padre. Responde rápido.

Al amenazador ultimátum se unieron los fusiles que, de repente, apuntaban a su pecho.

Ella asintió. Recibieron entre risas su decisión.

– Serás un excelente recluta, gringo. ¿Cómo te llamas?

Desde lo más profundo de la garganta, poniendo voz grave, respondió:

– Alan.

– ¿Alan?… ¡No me gusta! Te llamarás Pedro.

50

La banda de mexicanos había recorrido la meseta de Edwards y se había aventurado por el camino de San Antonio, donde la milicia de Del Río la había perseguido. Luego había vuelto a subir al norte, había rodeado Abilene y se había adentrado en los montes Wichita.

Como pistolero pasivo, Helena había sido testigo de ataques y saqueos. La noche del vigesimosexto día de ese periplo por Texas, hombres y bestias, agotados, avanzaban como espectros. A la cola de la fila, durante el día, Helena no albergaba ninguna ilusión sobre su destino, a pesar del oro que escondía en las botas, a pesar del colt y el fusil, a pesar de sus poderes. ¿Cómo podía salir bien parada de tal situación?

Volvía sin cesar a la cuestión.

Su caballo era menos rápido que cuatro de los suyos.

De repente, los vio galopar a toda velocidad: treinta guerreros comanches se acercaban a ellos. No le dio tiempo a reaccionar. Una lanza le atravesó el hombro. El dolor la hizo gritar y cayó sin fuerza. Tendida sobre el pedregal, pisoteada por los cascos de los caballos, oyó las detonaciones, los gritos, los relinchos; después, la voz de Jacques:

– ¡Helena! Señor…

Apenas podía distinguir el rostro de su amigo. Quiso ponerse en pie, pero volvió a caer enseguida, gimiendo.

– No digas nada… Sobre todo no te muevas… Te voy a curar…

Le siguió hablando, pero ella cayó inconsciente.

A veces, tanto los sonidos como el dolor se difuminaban, y sólo quedaba la niebla. Helena había errado por las tinieblas y había creído que encontraría la luz del otro mundo. Era extraño, el más allá estaba lleno de alemanes… ¿Sería ésa la lengua universal de los muertos?

¿La iban a recibir sus ancestros Von Hahn? La densa niebla seguía presente. El dolor rondaba, volvía y la atenazaba. También se oían esos susurros góticos y los chirridos.

Durante un tiempo infinito, permaneció en ese lugar iluminado. Algunas veces los ancestros se callaban. La impresión de estar en una bodega de barco que olía a salchicha y a pan moreno se hacía más clara. Que un ser incorpóreo pudiera hacer algo así era extraño. Tuvo tanta hambre que abrió los ojos.

Un ángel se inclinaba sobre ella.

– ¡Mamá, mamá! ¡Ha abierto los ojos!

El ángel tenía un claro acento de Sajonia. No iba a bordo de un buque, sino en una gigantesca carreta conestoga.

– ¡Helena!

Jacques! Jacques estaba allí. Una mujer corpulenta lo acompañaba. El ángel le sujetaba la mano. Otros niños, ruidosos, tomaron al asalto el lecho en el que descansaba.

«Colonos alemanes… No estoy muerta», pensó.

– Gracias a Dios, has salido de ésta -dijo Jacques sonriendo y poniéndole un dedo en los labios-. Calla. Todavía estás muy débil. Tu herida tiene cinco días; pude vendarte después de la partida de Ignacio y de su banda. Esos perros nos abandonaron en el desierto con los cadáveres de dos de los suyos y una quincena de comanches. Estarías muerta si los Kunert no hubieran tenido la brillante idea de acortar por el desierto.

Helena miró agradecida a esa mujer que exhalaba bondad y salud. La señora Kunert le enjugaba la frente con un pañuelo.

– Yo…

– Descanse -dijo la mujer antes de echar del lugar a sus hijos.

– Tengo hambre -acabó diciendo Helena.

Se estremeció. Se le había despertado el dolor en el hombro. Jacques rió a carcajadas. Su Helena estaba vivita y coleando.

– ¡Te has ganado un buen tazón de caldo de buey!

Había tomado caldos, potajes y sopas de pollo. El día que pudo ponerse a caminar, se veía la ciudad de Austin.

La frontera mexicana estaba ahora muy cerca, pero Helena ya no quería ir a ese país. No podía renovar su aventura. No cruzaría Río Grande.

– ¿Y México? ¡Allí está todo por hacer! -dijo Jacques, que había intentado convencerla de que lo acompañara.

– Sólo ha sido un sueño -respondió ella-. Estoy decidida a abandonar América.

Helena sentía que había pasado página.

– ¿Y dónde irás?

– A Inglaterra o a Italia…

– ¿Con qué dinero?

– Con éste -dijo ella a la vez que se quitaba una de las botas y después un grueso calcetín de lana.

Llevaba atada a la rodilla y al tobillo una espinillera con varios bolsillos. Cortó una costura y salieron una decena de monedas de oro canadienses.

– Tengo setenta y dos en total, en los bolsillos cosidos -dijo volviendo a utilizar el cuchillo-. Treinta y seis son para ti.

– Yo… no puedo aceptar…

– ¿Y cómo vas a conseguir un caballo?

La idea de no volver a verla lo desgarraba. Pero tampoco tenía fuerzas para empezar una nueva vida en el viejo continente.

Helena se sentía también conmovida, pero su mente estaba ya en otro sitio.

Llevaban tres meses viviendo juntos. Nunca olvidaría a ese hombre valeroso que le había salvado la vida. Contó el oro e hizo dos montones.

– Cógelo. Voy a escribir a mi padre, me enviará más.

– Gracias… ¿Qué va a ser de mí sin ti? -preguntó él con un nudo en la garganta.

– Abrirás un restaurante y te casarás con una viuda rica.

– ¿Has visto eso en mi futuro?

– Sí… Mientras tanto, ¿qué vas a hacer?

– No sé…, volveré al norte.

– Eres un hombre de honor, Jacques Frasters Lemail.

– Y tú una mujer excepcional, Helena Petrovna Blavatski.

Por primera vez, Helena lo miró con una ternura amorosa. Se sentía conmovida hasta lo más hondo por sus palabras. Él notó que su mirada lo penetraba y volvió la cabeza, perdiéndose en un horizonte que no alcanzarían nunca juntos. Nada se había cumplido y todo iba a deshacerse. Se sintió roto. Cuando se volvió, ella estaba desvistiéndose, sonriendo con tranquilidad. Helena no le quitaba los ojos de encima. Él apenas se estremeció. Ella le tendió la mano y él la agarró brutalmente por la cintura, quemando sus labios con los suyos con un grito apenas ahogado. Ese primer abrazo y esa última noche durarían una eternidad. No obstante, sería tan efímera e intrascendente como una estrella fugaz.