Su enemiga era una joven con grandes poderes. Muchos horóscopos habían predicho su llegada a ese mundo. Había nacido en Rusia y todavía no conocía su misión: derrocar las grandes religiones para fundirlas en una sola.
Él defendería a Buda.
Esa mujer debía morir y no volver a reencarnarse nunca más.
53
Dick le tiraba del brazo con una fuerza prodigiosa. El dogo negro tenía un pedigrí irreprochable. Había salido directamente de las perreras de lord Henry John Temple Palmerston. En cuanto lo vio, supo que debía comprarlo. No era un perro común. Sentía las entidades del otro mundo. No le gustaba particularmente, pero Dick se había impuesto a ella con el primer y último ladrido.
Después, se había callado. Parecía un animal infernal en busca de un alma a la que devorar. Buscaba, resoplaba y guiaba a su dueña por toda la ciudad. Helena estaba segura de que Dick la iba a conducir al «lugar idóneo». Lo atraían los fuegos débiles que encendían los pobres para cocinar sus parcos guisos.
A esa hora avanzada de la tarde, no se desvió hacia las fogatas que apestaban las calles; se dirigió hacia el observatorio de Greenwich. La cúpula del monumento relucía débilmente envuelta por un aura de grisalla y ejercía una extraña fascinación sobre los paseantes.
El perro tiró con fuerza, la obligó a correr, rodeó el observatorio y se adentró en los jardines. La niebla era cada vez más densa.
– ¡Dick, Dick! ¡Detente!
El dogo no la escuchó. Siguió avanzando hacia un bosquecillo. Las ramas fustigaron el rostro de Helena. El perro tiró todavía más de la correa. Llegaron a un sendero y volvieron a ver luz. Bajo el sol que penetraba por encima de los árboles desnudos, había un grupo de personas engalanadas. Dick no fue más lejos. Se sentó sobre las patas traseras y se puso a lloriquear débilmente.
La escena era sobrecogedora. Helena creyó que estaba soñando; su corazón latía a toda prisa. Los seres que tenía delante de ella estaban cubiertos de piedras preciosas. Hablaban con animación. Pensó en los príncipes de Oriente. Había visto a alguno en los palacios de su infancia. Su abuelo recibía a los embajadores chinos y siameses que estaban de viaje en la capital. No eran chinos, sino indios, mucho más ricos que los que frecuentaban las calles de Londres.
Dejaron de hablar y la contemplaron. En ese momento, Helena vio llegar a un oficial británico acompañado de dos soldados. Con las maneras propias de un marino, con el rostro surcado de arrugas, el mentón voluntarioso y la mirada altiva, llevaba el uniforme de gala y las dos condecoraciones que lo clasificaban como noble: la azul de la muy ilustre Orden de San Patricio y la carmesí de la muy honorable Orden del Bain. Sin embargo, parecía inconsistente comparado con otro personaje cuya aura deslumbraba. Llevaba rubíes y esmeraldas en los dedos, un collar de diamantes recargado con un cabujón rosa y traslúcido, y, en la frente, se ceñía un turbante de seda roja realzado con una piedra de ocho caras. Gracias a su altura dominaba a todos sus compañeros. Avanzó hacia ella. El oficial inglés les lanzó una mirada severa. El príncipe indio lo ignoró. Se contentó con levantar la mano, con la palma abierta hacia el rostro de Helena.
«Mañana, aquí.»
No había abierto la boca. Sin embargo, Helena había oído su voz con total claridad. Había entrado en ella y volvió a salir enseguida. Ella permaneció quieta. Ese hombre tenía poderes superiores a los suyos. El aterrador Dick se comportaba como un cachorro. Le lamió la mano al indio y después empezó a frotarse contra ella cuando el grupo se fue. El perro guardián había cumplido su misión. Ahora ya no lo necesitaba.
Esa misma tarde, comunicó a su padre que iba a regalar el perro al embajador Stratov. Von Hahn aceptó. Las noticias de Rusia no eran buenas. Nicéphore Blavatski había solicitado poderes excepcionales para hacer que su esposa volviera al hogar. Había conseguido el aval por escrito de dos ministros: el de Interior y el de Asuntos Exteriores. Habían puesto a su disposición a veinte comisarios y a una buena cantidad de agentes. Helena podía ser detenida en una embajada o secuestrada. Era un buen momento para abandonar Inglaterra una vez más.
54
Un sol deslumbrante había sucedido a la bruma de la víspera. Como por arte de magia, el Londres gris se había engalanado con oro viejo y transparencias azuladas. Era un día perfecto para los pintores de acuarelas y para los enamorados. Helena se cruzó con personas felices. Ella misma se sentía así. Su noche se había embellecido con sueños mágicos. Había visitado países fabulosos donde elefantes con corazas de oro se arrodillaban ante los marajás, donde templos rebosantes de riquezas se extendían a lo largo de hectáreas de jungla y se elevaban en el seno de ciudades gigantescas, pobladas por místicos y fanáticos que adoraban a los dioses y a las diosas de múltiples formas.
El observatorio de Greenwich y la escuela naval se alzaban majestuosos sobre el Támesis y los jardines. Helena no se fijó en ellos. Estaba concentrada y caminaba mecánicamente hacia el lugar de la cita. Una inquietud oscurecía su rostro. ¿Y si todo eso no era más que una ilusión, una pura invención de su cerebro? Tal vez el príncipe desconocido sólo existía en su imaginación. Se tropezó con un peatón y recobró el ánimo.
«Existe», se dijo.
A la vuelta del camino, estaba allí, magnífico con sus ropas de muaré de colores. Él la vio llegar y la recibió con los versos del poeta indio Bhartrihari:
Mientras la esperaba, jugaba con las cuentas de un rosario sumergido en las aguas del Ganges, pero no era un mendigo, pues había renunciado a vivir como un shivaíta.
– Me alegra que haya venido, señora Blavatski.
– ¿Conoce mi nombre?
– Sé muchas cosas. Me llamo Kut Humi Lal Sing. Pertenezco a la secta de Baha dur Shah II, emperador de Delhi.
Tenía una voz tranquila y cantarina. Era el digno representante de su soberano. ¡Baha dur Shah II! Helena estaba impresionada. Su visita a Inglaterra era el tema de portada de los periódicos. Todo el mundo en Londres hablaba sin cesar de la visita del emperador, de sus marajás y de los suntuosos regalos que le había hecho a la reina Victoria.
La corte colmaba de atenciones al soberano mongol. De él dependía el futuro de la India y de los intereses británicos en esa parte del mundo. Ejercía una gran influencia sobre los temibles cipayos enrolados en el ejército inglés. El ejército de Su Graciosa Majestad no podía permitirse el lujo de una revuelta en sus filas después de la difícil campaña militar contra los sijs del Punjab.
– He venido a Londres para conocerla -añadió él como si fuera lo más natural del mundo.
– ¿Conocerme?
Helena estaba pasmada. En sus ojos, abiertos de par en par, se leía su incomprensión. El hombre tenía una belleza mágica: una mirada negra y profunda, una nariz corta y recta, una boca con labios perfilados cuya feminidad estaba atenuada por una barba negra rizada. Esa noble cabeza reposaba sobre un cuerpo de atleta. Le dio tiempo para recuperarse de su sorpresa.
– Nunca lo había visto antes -dijo ella.
– ¿Está usted completamente segura de que nuestros caminos no se han cruzado ya en circunstancias misteriosas? Ocurrió en Rusia, cuando usted era una niña. Yo recorría el mundo cuando noté una llamada poderosa. Era usted, llamándome a su pesar en aquel momento, y mi doble intemporal se apareció varias veces en el castillo de su abuelo. Recuérdelo. Pertenecemos a la misma raza, Helena, recuérdelo.