Para reforzar lo que habían vivido en Khana, le precisó que la cuarta de las enseñanzas, la más preciada para los médicos del Punjab, trataba enfermedades demoniacas, y que la quinta tenía que ver con las enfermedades infantiles atribuidas a la influencia de los demonios.
Helena permaneció silenciosa. No deseaba contrariar al chamán criticando a esos médicos exorcistas que se basaban en presagios y en sueños para establecer un diagnóstico. De todos modos, pensaba anotar sus recetas con vistas a escribir un libro sobre los misterios de la India.
Cuando se acercaban al Badshahi Masjid, la muchedumbre se tornó tan densa que tuvieron que bajar del caballo. Se formó una verdadera marea de hombres y camellos. Helena se fundió feliz con ese magma, encantada con el jaleo y tranquila por las plegarias susurradas y la presencia de las mujeres en los tejados.
En todas las calles vecinas, el comercio se desarrollaba a buen ritmo. Helena se sentía plenamente viva en medio de esa gente sencilla.
– ¡Por el ojo de Urna! -exclamó de repente Pakula.
Un incendio había arrasado una calle entera. Vigas de madera devoradas por las llamas emergían del material desprendido. Entre las ruinas luchaban cabras, aves y niños.
Pakula interrogó a los que pasaban por allí. Les explicaron que los musulmanes habían echado a los médicos dos años antes, después de los sangrientos acontecimientos de 1849, en los que se habían enfrentado las diferentes comunidades de la ciudad.
– Ésa era la voluntad de Alá -le respondió un imán.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Helena.
– Continuar hasta Islamabad.
Helena quedó satisfecha con la respuesta. Esa ciudad de Cachemira la acercaría al oeste de China, y los ingleses no controlaban esa provincia.
– Pasaremos fácilmente -dijo Pakula-. Desde allí, iremos a la gran senda de las caravanas. Rodea el Nanga Parbat y conduce hasta la provincia de Xinjiang, y hasta el Tíbet a través de unos puertos.
– Tengo dinero suficiente para comprar provisiones para los próximos seis meses -intervino Helena.
– Haremos lo mismo que esa gente: nos encomendaremos a Alá -bromeó el chamán, que contemplaba a los fieles musulmanes que se amontonaban en torno al imponente Badshahi Masjid.
Helena tuvo una sensación rara. La asaltaron pensamientos extraños y benévolos, que pertenecían a un futuro próximo. Iba a encontrarse con alguien. La fugaz premonición desapareció. Helena volvió a observar el mundo real.
Saltimbanquis, acróbatas e ilusionistas habían invadido la explanada. Ante las puertas del lugar santo, los faquires se golpeaban las manos, balanceando la cabeza de atrás adelante. Cantaban el hamd en honor de Alá. Sus rostros extasiados expresaban un amor sin límites. Dios estaba con ellos y en ellos. Embargados por ese sentimiento indefectible, unos músicos entonaban esos himnos gloriosos con sus tambores y violines.
Helena se dejó llevar por la magia de los arqueros y de las manos oscuras que corrían por las cuerdas.
– Mi Piedra Hablante se calienta.
– ¿Algún peligro?
– No, más bien es una buena señal. Hay gente aquí que nos quiere.
Un comefuegos se paseaba en medio de un círculo de panteras domadas por un hombre centenario armado tan sólo con una vara de bambú. Helena compartía la estupefacción de los curiosos. Cada vez que lanzaba una llama, las bestias enseñaban los colmillos, pero el viejo domador las controlaba con su bastón. Más lejos, un faquir con barba brillante mantenía a su auditorio en tensión. Le hablaba a una cuerda que llevaba enrollada entre sus piernas. De repente, la cogió y la lanzó al aire. Como una pica, ésta se quedó tensada en el aire.
– ¿Cómo puede hacer eso? -preguntó Helena, asombrada.
– El ojo es ciego, pero el espíritu ve -respondió el chamán en un tono sibilino.
Fuera o no una ilusión, la cuerda estaba tiesa. Con un pequeño gesto de la mano, el faquir invitó a un muchacho a que la tocara. Éste lo hizo, temeroso.
– ¿Sabes trepar? -preguntó el faquir.
– Sí…
– No corres ningún riesgo, la he atado sólidamente al cielo.
Los asistentes buscaron el punto de apoyo del extremo. No había nada, nada más que el cielo azul claro y lejanas aves de vuelo perezoso.
– Venga, ¡salta o te transformo en cucaracha!
El muchacho se enrolló el cable en los brazos y lo rodeó con las pantorrillas; éste aguantó el peso. Empezó a trepar. Los asistentes recibieron la hazaña con exclamaciones de sorpresa. Después, todas las caras se tiñeron de estupefacción. El niño estaba desapareciendo en el cielo. Muy pronto sólo se vio la cuerda tensa…, tan sólo la cuerda.
– ¡Increíble! -resopló Helena.
– Miras demasiado con los ojos.
– Ha desaparecido de verdad, ni siquiera siento su espíritu.
– Espera.
Pasó un momento. El faquir se rascó la barba y después le ordenó al muchacho que bajara. Nada ocurrió. Su cólera se volvió enorme y lanzó un ultimátum. Seguía sin pasar nada. Entonces, cogió un gran kriss que había dejado en el suelo, se lo puso entre los dientes y empezó a trepar por la cuerda.
Los espectadores entendieron que iba a usar el arma para castigar al pequeño desvergonzado. El faquir desapareció también en el cielo, lo que provocó un nuevo clamor con el giro del truco. Un grito horroroso llegó del cielo.
– ¡En nombre de Dios! -juró alguien.
Tres occidentales se habían mezclado entre la multitud, que seguía conteniendo el aliento. La gente se arremolinó. Se situaron cerca de Helena y de Pakula. Unas gotas de sangre precedieron la caída de una mano cortada.
– ¡Maldito faquir! -exclamó Helena en ruso.
Esa cólera atrajo la atención de un amante de las sensaciones fuertes. Un tipo con la piel tan rosa como la de un bebé, enorme, con ojos de ternero, la miró con interés.
– Es ella -les dijo a sus vecinos.
Sus dos colegas no lo escucharon. La atracción dramática captaba toda su atención. Se estremecieron. Del cielo caían pedazos de cuerpo.
La multitud gritó.
Cortada por debajo del mentón y chorreando sangre, la cabeza del muchacho se estrelló contra el suelo y rodó entre las piernas de los espectadores. Helena sintió náuseas.
Quería irse, pero la gente estaba tan apelotonada que no pudo pasar. Se volvió hacia Pakula, que con serenidad le indicó con un gesto que mantuviera la calma.
El faquir reapareció y se dejó caer por la cuerda. Todos aguantaron la respiración. Lo miraban con odio; su situación parecía más que comprometida. Algunos asistentes habían alertado a los soldados de Su Graciosa Majestad, que llegaron al lugar. Se abrieron paso entre la multitud para prenderlo. El faquir no se inmutó. Recogió la cabeza, el tronco y los miembros de la víctima y los juntó.
El que sólo había sido un amasijo sanguinolento empezó a caminar, saludar, hablar y brincar entre los maravillados espectadores. Enseguida, recompensaron al mago de barba brillante y a su pequeño cómplice con una lluvia de moneditas. Los soldados ingleses, heridos en su orgullo, reanudaron su ronda.
– Todo ha sido una ilusión, señora Blavatski.
«¡Señora Blavatski!» Helena se crispó. El hombre grande de tez rosácea conocía su nombre. ¿Cómo era posible? Se temió lo peor: policía, arresto, interrogatorio, prisión, expulsión… Empezó a buscar una salida, cruzó una mirada con Pakula, para hacerle comprender que había que subirse a los caballos y salvarse.
– No le conozco de nada -dijo ella apresurándose a poner el pie en el estribo.
– ¿No se acuerda usted de mí? -preguntó él, algo humillado-. Külwein… Helmut Külwein. Estuvo en mi casa en Colonia, cuando volvía usted de Inglaterra, hace diez años.
– ¿Külwein?