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Tras superar el miedo que le inspiraba aquel personaje, Helena cruzó sus dos índices ante la inscripción y continuó su camino. Se habían habilitado unos antiguos calabozos en la roca, y cadenas oxidadas colgaban de unas anillas. En uno de ellos, había huesos y cráneos colocados en nichos.

– No temáis, alejaré al fantasma de Tavline y rogaré a mi manera para que vuestras almas dejen de errar sin fin.

Había dicho «a mi manera» porque ya no recordaba las plegarias de su infancia. El dios de los cristianos había dejado de existir. Lo había expulsado de su corazón el día de la muerte de su madre.

Los minutos pasaron. Murmullos, bufidos y lamentos llegaron a sus oídos.

– Sé que estáis ahí. Mostraos.

Algo le acarició la mejilla. Un ser de forma imprecisa y fosforescente le acarició el carrillo y adoptó una vaga apariencia de ser humano. En el momento en que iba a dar un paso hacia él, la aparición se volatilizó.

– Volveré -dijo ella, saliendo del calabozo.

Tenía otra misión que cumplir en aquel laberinto. Llevaba semanas buscando a un alma enloquecida y perdida, la de una joven violada y estrangulada por Tavline. Los criados evocaban esa terrible historia y muchas otras cuando los jóvenes siervos de Saratov experimentaban la buena voluntad de los hombres libres.

Helena dio vueltas por las estrechas galerías durante más de dos horas, usando tres antorchas suplementarias. Acabó dándose por vencida y volvió a «la retaguardia», «su campamento base», «su fuerte»… Tenía otras expresiones militares para llamar a su rincón secreto, todas ellas oídas a su padre. Aunque el lugar no se parecía ni lo más mínimo a un anexo militar. Una puerta carcomida sin cerrojo impedía el acceso. Era una cueva iluminada gracias a dos tragaluces. La débil luz del día caía sobre un montón de sillas rotas, cestas deshilachadas y objetos heteróclitos. En una tabla apoyada sobre ladrillos había unos libros. Sus preciosos libros. Los había encontrado perdidos en las altas estanterías de la gran biblioteca del castillo. Helena los había recogido y los había escondido en aquella cueva. Su preferido se titulaba La sabiduría de Salomón. Contenía secretos antiguos, letanías prohibidas, complicadas recetas de curas, fórmulas para conseguir el amor, medios para abrir las puertas del Cielo o del Infierno… Lo cogió con avidez, le quitó el polvo y lo abrió al azar.

En la cabecera de la página se podía leer: «Belial, espíritu de la Perfidia». Bajo este título evocador, escrito con caligrafía en rojo, se describía la manera de convocar a ese demonio y doblegarlo bajo su voluntad. Se sumergió en el estudio del capítulo. Las líneas desfilaban y las páginas se sucedían. Helena pronunció y repitió palabras extrañas, que abrían la puerta a los misterios y a los poderes sobrehumanos.

De repente, la cueva le pareció inmensa. Cerró el libro y se deslizó bajo el montante de una arcada. En esta ocasión, no pudo controlar el miedo que atenazaba su vientre. Voces sordas y lejanas rompían el silencio de las galerías.

Se oían portazos y el rechinar de cadenas. Imaginó a los habitantes de los calabozos con los párpados secos, los ojos hundidos, guiados por el espectro de Tavline, convertido en discípulo de Belial.

– No quiero… No quiero… -susurró ella al notar el olor de los muertos vivientes.

La peste aumentó y se le pegó a la nariz.

– ¡Helena! ¡Helena! ¿Dónde estás?

Tal frase la devolvió brutalmente a la realidad. Esa voz ronca de ucraniano pertenecía a Sergei Zajaróvitch Ossipov, el jefe de la guardia de su abuelo. ¿Cómo se había atrevido a presentarse allí? Se apresuró a plantarle cara, abandonó su escondite, cerró la puerta carcomida y se ocultó en la oscuridad. Ossipov apareció con su uniforme negro, seguido por una docena de mujiks con antorchas. Nerviosos, se quedaron paralizados cuando descubrieron a la chiquilla, tan serena en la oscuridad de los sótanos.

Ossipov se detuvo al verla. Su cara estrecha de zorro se iluminó con una sonrisa.

– Gracias a Dios que no le ha ocurrido nada, señorita. El gobernador estaba inquieto. Su profesor de piano la espera desde hace más de dos horas. Cien hombres han salido a buscarla. Me olía que estaba aquí, me habían dicho que le gustaba pasearse por lugares abandonados y bosques encantados. Eso no es prudente, señorita Von Hahn. No lo es en absoluto.

Helena detestaba a ese hombre apático que vivía de arrestos y delaciones.

– El querido Ossipov -susurró ella-. El bueno de Ossipov, el hombre para todo de Saratov. El criado del gobernador… El implacable perdonavidas de ladrones de pollos… El que mea vodka. ¿Cuánto va a cobrar por haberme echado el guante?

Los campesinos estallaron en carcajadas. El jefe de los guardias contuvo la cólera que lo invadía. Tras respirar hondo, se acercó a la niña.

– ¡No me vas a llevar como un saco de avena! -gruñó ella.

– Eso ya lo veremos, brujita -replicó Ossipov-. Si es necesario, te arrastraré por la cabellera hasta la capilla para que te exorcicen.

Se echó sobre ella y la agarró por la cintura.

– ¡Pesas menos que un saco de avena! -dijo él en tono triunfal.

– ¡Suéltame! ¡Suéltame, borracho!

– ¡Veremos si tienes la misma labia ante el señor gobernador! ¡Los demás, registrad esta cueva!

El general Von Hahn estaba visiblemente irritado. Se habían llevado los libros prohibidos de su despacho. La clave de la magia negra, La sabiduría de Salomón y varios fascículos sobre demonología rusa constituían la sana literatura que leía su nietecita. Parecía sereno e indiferente al problema que se le planteaba, pero los más allegados adivinaban que, en lo más profundo de su ser, se escondía una tempestad.

Iba vestido con el uniforme de gala. La doble hilera de botones dorados y medallas brillantes impresionaba a los que se había llamado para llevar a cabo la búsqueda. Doncellas, criados, cocheros, policías, liberados, mujiks y siervos evitaban cruzarse con la mirada del maestro y con la del zar Nicolás, cuyo retrato estaba colgado en la pared, que resultaba todavía más aterradora. Por tanto, tenían la mirada fija en la nuca de la señorita. Helena estaba delante de su abuelo, sentada en un taburete y bajo la vigilancia del jefe de la guardia Ossipov y de la señora Henriette Peigneur.

– Bonita literatura -dijo el general con voz sonora.

Todos bajaron un poco más la cabeza, excepto Helena. Los ojos azules de su abuelo, inyectados en sangre, parecían rubíes. Apoyó sus manos en la mesa y se irguió para inclinarse hacia ella.

– Me han dicho que te niegas a leer las obras que te había seleccionado tu institutriz.

– No me enseñan nada. Son mortalmente aburridas -respondió sin pestañear Helena, al tiempo que maldecía a esa delatora de Peigneur, su nueva institutriz, que batallaba contra viento y marea para que Helena se interesara por la literatura francesa.

– ¿Qué vamos a hacer de ti? ¿Una astróloga?

– ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, la naturaleza me ha dotado con la capacidad de conocer el futuro.

– ¡Cállate! ¡Dios es quien reparte los dones! No las hadas de los árboles ni las brujas en las cuevas.

Helena le plantó cara. Se mostraba a la vez contrariada y orgullosa. Él reconocía la sangre de los Von Hahn. Corrompida, por desgracia, por la de los Dolgoruki. Pensaba que su comportamiento caprichoso le venía de la rama rusa. Lo sabía todo de las visiones de la niña, de sus crisis de sonambulismo y de su poder de premonición. Le habían informado de que desplazaba objetos mediante la fuerza de su pensamiento, aunque no se lo creía.